El tema fundamental
de nuestra predicación ha de ser Jesucristo y hemos de procurar instruir a
nuestros fieles, porque la ignorancia religiosa, como consecuencia de la
descristianización, es sencillamente horrorosa.
EN ROM 10,14 Y 17
SAN PABLO NOS DICE:
«Ahora bien,
¿cómo invocarán a aquél en quien no han creído?; ¿cómo creerán en aquél de
quien no han oído hablar?; ¿cómo oirán hablar de él sin nadie que anuncie?...
Así, pues, la fe nace del mensaje que se escucha y la escucha viene a través de
la palabra de Cristo».
EN EL DECRETO
«PRESBYTERORUM ORDINIS» DEL CONCILIO LEEMOS:
«4. El Pueblo de
Dios se reúne, ante todo, por la palabra de Dios vivo, que con todo derecho hay
que esperar de la boca de los sacerdotes. Pues como nadie puede salvarse, si
antes no cree, los presbíteros, como cooperadores de los obispos, tienen como
obligación principal el anunciar a todos el Evangelio de Cristo… Pero la
predicación sacerdotal, muy difícil con frecuencia en las actuales
circunstancias del mundo, para mover mejor a las almas de los oyentes, debe
exponer la palabra de Dios, no sólo de una forma general y abstracta, sino
aplicando a circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio.
Con ello se desarrolla el ministerio de la palabra de muchos modos».
EN LA MISA CRISMAL
DEL 2011, BENEDICTO XVI DIJO:
«En el encuentro
de los cardenales en ocasión del último consistorio, varios Pastores, basándose
en su experiencia, han hablado de un analfabetismo religioso que se difunde en
medio de nuestra sociedad tan inteligente. Los elementos fundamentales de la
fe, que antes sabía cualquier niño, son cada vez menos conocidos. Pero para
poder vivir y amar nuestra fe, para poder amar a Dios y llegar por tanto a ser
capaces de escucharlo del modo justo, debemos saber qué es lo que Dios nos ha
dicho; nuestra razón y nuestro corazón han de ser interpelados por su palabra».
Por su parte, el Papa
Francisco, en su Exhortación Apostólica «Evangelii
Gaudium» escribe: «145. La preparación de la
predicación es una tarea tan importante que conviene dedicarle un tiempo
prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral», y «146. El primer paso, después de invocar al Espíritu
Santo, es prestar toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento
de la predicación. Cuando uno se detiene a tratar de comprender cuál es el
mensaje de un texto, ejercita el culto a la verdad».
Creo que en estos textos
encontramos unas cuantas referencias sobre cómo deben ser nuestras homilías.
San Pablo nos recuerda eso de «fides ex audito»,
y es que uno no puede creer en algo que ni siquiera sabe que existe.
Como nos cuenta Hch 19,1-7, Pablo se encuentra en Éfeso un grupo de discípulos
de Juan Bautista y cuando les pregunta si han recibido el Espíritu Santo, le
contestan: «ni siquiera hemos oído hablar de un
Espíritu Santo». Pablo les instruye, les impone las manos y entonces
reciben el Espíritu Santo.
El Concilio nos recuerda que
hemos de predicar sin temor, no quedándonos en vaguedades abstractas, sino
aterrizando en las realidades concretas. Es cierto que ello puede provocarnos
dificultades y problemas, pero no nos olvidemos que Cristo ha venido para dar
testimonio de la Verdad y que fue crucificado. Un conocido teólogo protestante
del siglo pasado, Karl Barth, decía: «A la
predicación hay que ir con la Biblia en una mano y el periódico en la otra».
Pero no nos olvidemos, como
nos dice Benedicto XVI que el tema fundamental de nuestra predicación ha de ser
Jesucristo y que hemos de procurar instruir a nuestros fieles, porque la
ignorancia religiosa, como consecuencia de la descristianización, es
sencillamente horrorosa. En la homilía debemos procurar enseñar, pero
recordemos siempre que la decimos en la Eucaristía y no debemos quitar
protagonismo a ésta.
El Papa Francisco nos recuerda
algo elemental: hay que preparar las homilías. No es serio preguntar justo
antes de la Misa: «¿qué evangelio toca hoy?». En
este punto es famoso el chiste de un sacerdote que le dice a un amigo suyo ante
un próximo sermón: «he preparado a fondo el inicio
y el final». «¿Y la parte central? «De esa se encarga el Espíritu Santo». Al
terminar la homilía el amigo le dice: «tu parte muy buena; la del Espíritu
Santo, un desastre». Y es que el Espíritu Santo no está para proteger a vagos.
Pedro Trevijano, sacerdote.
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