Que la edad nos cambia
es algo de lo que no cabe la menor duda. Esta mañana hemos tenido reunión de
sacerdotes. He hablado con varios y he saludado brevemente a otros. A unos los
conozco bien y les tengo, incluso, admiración. A otros les tengo afecto, son
muchos años, conozco sus virtudes y su celo. De otros poco conozco por no
coincidir en las reuniones si nunca hemos pertenecido al mismo arciprestazgo.
Pero hoy he tenido uno de esos
hechos anecdóticos desagradables. Un sacerdote de mi misma edad, no voy a decir
su nombre ni voy a dar ningún dato que lo identifique, me ha hecho un
comentario sumamente despectivo respecto a mi trabajo. Él iba, en ese momento,
con prisa. No ha sido posible hablar más.
Pero, al acabar la reunión, le
podía haber pedido explicaciones. Lo podía haber hecho yo con humildad,
amigablemente, sin ninguna voluntad de discutir, con el único deseo de aclarar
qué pensaba de mí.
Pero, a mis cincuenta años,
sencillamente, ya no tengo el más mínimo interés en aclarar nada. Me he
sorprendido a mí mismo al darme cuenta de eso. Cuando era joven, hubiera puesto
afán en hablar, en que me explicara… pero ahora ya no.
Cuando uno tiene mi edad, si
alguien me quiere, pues bien. Y si alguien no es así, pues también.
Es cierto que si dijera el nombre
de este compañero a algunos colegas, todos, unánimemente, me responderían: “Ah, fulano. No te preocupes lo más mínimo”. Pero
sería para mí exactamente igual cualquier otro sacerdote. Creo que he llegado a
ese momento de mi vida en que ese comentario no me importaría que viniese del
mismo papa. Es fácil decirlo, pero creo que he llegado a esa fase.
Lo importante es hacer las cosas
lo mejor posible. También es importante estar atento a lo que nos dicen los
demás, pues en la crítica realmente escuchada podemos aprender y rectificar.
Pero, una vez que se ha hecho eso, la opinión… no vale nada, si es que, realmente,
vale algo.
P. FORTEA
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