Una encuesta
publicada pocos días atrás por el Centro de Estudios Públicos indica que el número
de católicos bajó del 69% al 55%, es decir, 14 puntos porcentuales en los últimos
diez años.
Se mantiene así la misma
tendencia desde el decenio anterior, año 1998, cuando los que se declaraban
católicos era un 73%. Es notable
que en los estratos altos, que definen las leyes y dirección general del país,
solo un 46% se identifica católico, mientras que el 44% (cifra que es
equivalente a la anterior desde un punto de vista estadístico) dice ser ateo o
agnóstico. En todo caso, esto no implica necesariamente una mayor
secularización, pues incluso entre el 24% de encuestados que se identifican
como “sin denominación” (ni católico ni
evangélico), la mayoría de ellos (un 56%) cree en la vida después de la muerte.
La confianza en la Iglesia, en tanto, solo alcanza un 13%.
A nadie puede sorprender las
paupérrimas cifras que obtiene la Iglesia en esta encuesta, considerando los
factores que se conjugan. Por una parte, el acceso a un mejor estándar de vida,
que se asocia a una menor importancia de la religión en la vida de los
individuos; y por otra, los numerosos casos de abuso cometidos por sacerdotes y
religiosos, que naturalmente conlleva el rechazo a la Iglesia. Poco se puede
hacer a estas alturas respecto de ambos. Se trata de un resultado esperable, que no se puede atribuir más que a la
incapacidad de los católicos de encarnar su propio mensaje.
Más interesante me parece
comentar la columna de Daniel Matamala en torno a la encuesta, titulada El Chile Poscatólico. Si bien el autor en
general no destaca por su perspicacia o profundidad de análisis, en este caso ofrece un buen resumen de las reacciones
naturales antes este nuevo escenario.
Chile se apresta a convertirse
en un país poscatólico, y eso tiene consecuencias que afectan a toda la
sociedad. Como dijo Voltaire: “Dios no existe, pero
no se lo digan a mi sirviente; podría matarme en la noche”. El temor es
que, sin el pegamento religioso, las sociedades se desmoronen.
No sé si a estas alturas de la
historia alguien todavía tenga ese temor. En otras épocas, tal vez, sin tanta
policía ni cárceles, pero ahora…. Es cierto que, ante el retroceso de la
afiliación religiosa, muchos buscan rescatarla apelando a su valor social,
refugiándose en el rol social que cumpliría. “Al
menos reconoce que la Iglesia ayuda a mucha gente, y nos inspira a ayudar",
nos quieren decir.
Los católicos
debemos rechazar esa clase de argumentos, y no usarlos. El motivo es evidente
en la columna de Matamala:
Las democracias modernas han
sido exitosas en reemplazar la religión con otros “órdenes
imaginados”, como los llama el historiador Yuval Noah Harari. Podemos no
creer en Dios ni menos en sus representantes en la tierra, siempre que creamos
en religiones seculares, como el humanismo, el liberalismo o el nacionalismo.[…]
Ninguna de esas convenciones sociales es más “real”
que otra. Las libertades individuales y los derechos humanos son una
construcción social, tal como lo son Zeus, Alá o Yahvé.
Sócrates fue condenado a
muerte por ateísmo, por no prestar el debido respeto a los dioses de su polis.
Más allá de si Zeus o Atenea existen, lo importante era proteger la estabilidad
y supervivencia de la comunidad. Y 24 siglos después no mucho ha cambiado. El propio Matamala, apelando a su ateísmo,
sostiene que las libertades individuales y los derechos humanos no son más
reales para él que Zeus, Apolo u otros dioses de la antigüedad.
Es muy sincero de parte de
Matamala admitirlo, pero resulta en un desastre para la construcción de la
sociedad. De pronto, todos los
discursos grandilocuentes sobre las violaciones a los derechos humanos y la
protección de la dignidad humana quedan reducidos a una competencia entre
constructos culturales, y la capacidad que por ahora tiene Occidente de
imponer por la fuerza sus ideas.
El catolicismo es mucho,
muchísimo más que todo eso. La Iglesia tiene una verdad objetiva y verificable
que ofrecer al mundo. Una cosmovisión fundada en la razón y la experiencia
humana, capaz de demostrar sus fundamentos. No es cuestión opinable, sino de una realidad trascendente, que permiten
conocer la existencia de Dios, y la realidad histórica de la persona de Jesús
de Nazaret. A partir de ahí, y solo a partir de ahí, la dignidad humana
y los derechos inalienables son reales, inherentes, anteriores al Estado y a todas
sus construcciones culturales. Son reales, son de verdad.
¿Se nos quiere
reducir a una institución que hace caridad y reparte sermones de autoayuda?
¿Qué sea el “opio del pueblo? ¿Qué otorga una pátina de legitimidad a los
gobernantes o al sistema político? No, nunca, no gracias. Tenemos mejores cosas que hacer.
Claro que no es fácil. Implica
trabajo, y prepararnos en filosofía, ciencia e historia. Tal vez no sea labor
para todos, y seguramente no veremos frutos en el próximo gobierno, ni en los
25 siguientes. Pero si la alternativa es el catolicismo cultural, prefiero que
Chile sea un país poscatólico.
Pato Acevedo
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