martes, 18 de diciembre de 2018

LA CONFESIÓN DE ADVIENTO


El tiempo litúrgico de Adviento, es un tiempo privilegiado que precede a la fiesta de la Navidad, y que en la intención de la Iglesia no es otra cosa que una preparación a esta gran fiesta. Desde que se ha celebrado el día del nacimiento del Salvador, la Iglesia ha exhortado a los fieles a que se preparen para la celebración de este día venturoso, y ella misma les ha dado ejemplo por las oraciones que ha multiplicado en este santo tiempo y por los ejercicios de penitencia que les ha dictado.

I. LA PREPARACIÓN DEL ADVIENTO
Exhorta bellamente San Carlos Borromeo:
La Iglesia celebra cada año el misterio de este amor tan grande hacia nosotros, exhortándonos a tenerlo siempre presente. A la vez nos enseña que la venida de Cristo no sólo aprovechó a los que vivían en el tiempo del Salvador, sino que su eficacia continúa, y aún hoy se nos comunica si queremos recibir, mediante la fe y los sacramentos, la gracia que él nos prometió, y si ordenamos nuestra conducta conforme a sus mandamientos.
La Iglesia desea vivamente hacernos comprender que así como Cristo vino una vez al mundo en la carne, de la misma manera está dispuesto a volver en cualquier momento, para habitar espiritualmente en nuestra alma con la abundancia de sus gracias, si nosotros, por nuestra parte, quitamos todo obstáculo.
Por eso, durante este tiempo, la Iglesia, como madre amantísima y celosisimo de nuestra salvación, nos enseña, a través de himnos, cánticos y otras palabras del Espíritu Santo y de diversos ritos, a recibir convenientemente y con un corazón agradecido este beneficio tan grande, a enriquecernos con su fruto y a preparar nuestra alma para la venida de nuestro Señor Jesucristo con tanta solicitud como si hubiera él de venir nuevamente al mundo. No de otra manera nos lo enseñaron con sus palabras y ejemplos los patriarcas del antiguo Testamento para que en ello los imitáramos.[1]

San Perpetuo obispo de Tours que vivió hacia la mitad del siglo V, -como dice el Padre Croisset- viendo que el fervor de sus diocesanos se enfriaba día a día en su participación durante este santo tiempo, y sobre todo que se habían relajado mucho en cuanto al ayuno, ordenó que se ayunase por lo menos tres días en la semana durante el adviento.
Tal ha sido en todo tiempo la persuasión de que el Adviento era un tiempo de penitencia, de oración y de recogimiento, el cual la Iglesia ha mirado siempre al par con el santo tiempo de cuaresma. Si la cuaresma de cuarenta días había sido instituida por la Iglesia para que sirviese de preparación a la fiesta de Pascua, del mismo modo fue establecido el Adviento para disponernos a la celebración de la Navidad. Y si todos los domingos del año, deben santificarse dignamente, ¿cómo no deben ser dignamente celebrados los domingos de Adviento tan privilegiados sobre los demás del año?
Pero el Adviento se ha devaluado a tal punto que hoy no se habla de ayuno, mortificación y conversión interior. La mayoría de los cristianos hoy en día, olvidan la importancia de estos 4 domingos, y prácticamente los dejan pasar como si nada. Es que los mismos cristianos hemos reducido la Navidad, a un acontecimiento del calendario para celebrar y festejar, antes que recibir a Jesús en nuestros corazones.
Si nuestra Madre, la Santa Iglesia, pasa el tiempo del Adviento ocupada en esta solemne preparación al triple Advenimiento de Jesucristo, la oración y la conversión deben marcarlo. En primer lugar, es un deber nuestro el unirnos a los Santos del Antiguo Testamento -como dice el Padre Prospero Gueranger- para pedir la venida del Mesías y pagar así la deuda que toda la humanidad tiene contraída con la misericordia divina, cumplido este primer deber, pensaremos en el Advenimiento que el Salvador quiere hacer en nuestro corazón: Advenimiento, lleno de dulzura y de misterio, y que es consecuencia del primero, puesto que el Buen Pastor no viene solamente a visitar a su rebaño en general, sino que extiende sus cuidados a cada una de sus ovejas, aún a la centésima que se había extraviado. Por lo tanto la confesión sacramental debe marcar la preparación verdadera de la Navidad.
II. CON JESÚS O CONTRA JESÚS
Emociona contemplar la actitud de humilde fe de los pastores ante el mensaje que reciben de los ángeles la noche de la Navidad. Dejan sus rebaños a buen recaudo, toman algunos sencillos obsequios y se dirigen hasta la gruta donde adoran a su Dios, le expresan su gratitud y su amor y dejan en sus manos lo mejor que tienen entre sus pertenencias.
Un poco más tarde los Magos reciben el mensaje de la estrella, también ellos dejan su hogar y se embarcan a la arriesgada aventura de un largo viaje, llegan a Belén, adoran reverentemente a Jesús como a Dios y Señor. Le ofrecen, oro, incienso y mirra, y le manifiestan su admiración por su categoría, su sumisión por la dignidad, su amor por la delicadeza que mostró al venir al mundo y avisarnos de tan maravillosa noticia.
Pero hay un personaje diverso, desconfiado, enemigo de la realidad de la Navidad, es Herodes. La noticia del nacimiento de su Salvador no le alegra, disimula su estupor ante los magos y les pide que le manifiesten dónde lo han hallado para aniquilarlo.

Actitudes contrarias de la Navidad, que se repiten también hoy, y parten en dos a la humanidad. Por una parte quienes necesitan a su Dios, se preparan íntimamente a recibirle, anhelan el encuentro personal con su Redentor en la cuna de Belén y gozan con el mensaje de su Dios, que les dirá desde la cuna: ¡no, yo no quiero la condenación del pecador, sino que se convierta y viva!, que es un mensaje repetido por casi todos sus grandes profetas a través de los siglos.

Hay que elegir a tiempo. Interesa mucho la actitud que elija cada uno de nosotros ante el Dios Niño: lo aceptamos o lo rechazamos.
Lo veneramos como los pastores y magos, o lo tratamos de degollar como Herodes.
De este Niño no se ríe nadie, ya que Él juega la última carta y la última partida. Ante su tremenda y majestuosa presencia de Juez Eterno acudiremos todos, uno por uno, con tiempo suficiente para contentar nuestra vida con sus transgresiones y traiciones, y con actos generosos de bondad, nadie, ninguno se escapa de ese puente de la muerte.

El poderoso Herodes debería presentarse ante el Juez Jesús, lo mismo que el más modesto de los pastores. Como también pasaremos ante ese tribunal Usted y yo.
Importa mucho como conciba yo la Navidad, y como me prepare a celebrarla, sino como fiesta profana carnavalesca, o como encuentro gozoso, amistoso con mi Dios hecho Niño.

III. LA CONFESIÓN DE ADVIENTO
La Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo, toda su vida, pasión y gloria, solamente se pueden comprender en relación al pecado. Jesús vence al pecado. De ahí las palabras de Juan el Bautista: He ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.[2]

El mismo Señor lo dijo: el Hijo del hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido,[3] y, no he venido a llamar a justos sino a pecadores.[4]

El Señor nos llama a la conversión, a una derrota del poder del Maligno, Él es el vencedor del pecado, el cristiano debe luchar contra el pecado, y estar convencido de que es un absurdo estar con Jesús y al mismo tiempo apegado al pecado.
El pecado es la horrible enfermedad que deforma la vida espiritual. El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo a causa de un apego perverso a ciertos bienes. En una palabra, es un acto o un deseo contrarios a la Ley Eterna. Es una rebelión contra el amor que Dios nos tiene, por eso el pecado nos aparta de Dios porque es «amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios».
Así como sea tu preparación en el tiempo de Adviento, será tu Navidad. Para vivir bien el Adviento y la Navidad consecuentemente, lo primero que hay que hacer es preparar el establo de nuestros corazones, es decir estar en gracia de Dios. La confesión es esa preparación que limpia el corazón de cada uno para que nazca el Niño Salvador, sin esa gracia, es construir sobre arena.
De tal forma que por las incomodidades con que nació y por las tiernas lágrimas que derramó en el pesebre, nuestros corazones estén dispuestos con humildad profunda, con amor encendido, con tal desprecio de todo lo terreno, que Jesús recién nacido tenga en ellos su cuna y more eternamente.[5]
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[1] SAN CARLOS BORROMEO, obispo, Acta Ecclesiae Mediolanensis, t. 2, Lyon 1683, 916-917
[2] SAN JUAN 1, 29.
[3] SAN MATEO 18, 11.
[4] SAN MATEO 9, 13; SAN MARCOS 2, 17.
[5] Cf.: Novena de Navidad.
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