El utilizar los bienes materiales como un medio para el
desarrollo personal y el bien social, aumenta nuestra capacidad de amar a Dios,
a las personas y a todas las cosas nobles de este mundo.
I. La Iglesia nos hace muchas llamadas para que nos
soltemos de las cosas de esta tierra, y llenar así de Dios nuestro corazón. En
una lectura de la Misa nos dice el profeta Jeremías: Bendito quien confía en el
Señor, y pone en Él su confianza: Será un árbol
plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el
estío no lo sentirá, su hoja estará verde, en el año de sequía no se inquieta,
no deja de dar fruto [1]. El Señor cuida del alma que tiene puesto en Él su
corazón.
Quien
pone su confianza en las cosas de la tierra, apartando su corazón del Señor,
está condenado a la esterilidad y a la ineficacia para aquello que realmente
importa: será como un cardo en la estepa, no verá
llegar el bien; habitará en la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspito
[2].
El Señor
desea que nos ocupemos de las cosas de la tierra, y las amemos correctamente: Poseed y dominad la tierra [3]. Pero una persona
que ame «desordenadamente» las cosas de la tierra no deja lugar en su alma para
el amor a Dios. Son incompatibles el «apegamiento» a
los bienes y querer al Señor: no podéis servir a
Dios y a las riquezas [4]. Las cosas pueden convertirse en una atadura
que impida alcanzar a Cristo. Y si no llegamos hasta Él, ¿para qué sirve nuestra vida? «Para llegar a Dios, Cristo
es el camino; pero Cristo está en la Cruz, y para subir a la Cruz hay que tener
el corazón libre, desasido de las cosas de la tierra» [5].
Él nos
dio ejemplo: pasó por los bienes de esta tierra con
perfecto señorío y con la más plena libertad. Siendo rico, por nosotros se hizo
pobre [6]. Para seguirle, nos dejó a todos una condición indispensable:
cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi
discípulo [7]. Esta condición es también imprescindible para quienes le quieran
seguir en medio del mundo. Este no renunciar a los bienes llenó de tristeza al
joven rico, que tenía muchas posesiones [8] y estaba muy apegado a ellas. ¡Cuánto perdió aquel día este hombre joven que tenía «cuatro
cosas», que pronto se le escaparían de las manos!
Los
bienes materiales son buenos, porque son de Dios. Son medios que Dios ha puesto
a disposición del hombre desde su creación, para su desarrollo en la sociedad
con los demás. Somos administradores de esos bienes durante un tiempo, por un
plazo corto. Todo nos debe servir para amar a Dios -Creador y Padre- y a los
demás. Si nos apegamos a las cosas que tenemos y no hacemos actos de
desprendimiento efectivo, si los bienes no sirven para hacer el bien, si nos
separan del Señor, entonces no son bienes, se convierten en males. Se excluye
del reino de los cielos quien pone las riquezas como centro de su vida;
idolatría llama San Pablo a la avaricia [9]. Un ídolo ocupa entonces el lugar
que sólo Dios debe ocupar.
Se
excluye de una verdadera vida interior, de un trato de amor con el Señor, aquel
que no rompe las amarras, aunque sean finas, que atan de modo desordenado a las
cosas, a las personas, a uno mismo. «Porque poco se
me da -dice San Juan de la Cruz- que un ave
esté asida a un hilo delgado en vez de a uno grueso, porque, aunque sea
delgado, tan asida estará a él como al grueso, en tanto que no le quebrare para
volar. Verdad es que el delgado es más fácil de quebrar; pero, por fácil que
es, si no lo rompe, no volará» [10].
El
desprendimiento aumenta nuestra capacidad de amar a Dios, a las personas y a
todas las cosas nobles de este mundo.
II. El Evangelio nos presenta a uno que hacía mal uso
de sus bienes. Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo, y
cada día celebraba espléndidos banquetes. En cambio, un pobre llamado Lázaro
yacía sentado a su puerta, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía
de la mesa del rico [11].
Este
hombre rico tiene un marcado sentido de la vida, una manera de vivir: «Se banqueteaba».
Vive para
sí, como si Dios no existiera, como si no lo necesitara. Vive a sus anchas, en
la abundancia. No dice la parábola que esté contra Dios ni contra el pobre: únicamente está ciego para ver a Dios y a uno que le
necesita. Vive constantemente para sí mismo. Quiere encontrar la
felicidad en el egoísmo, no en la generosidad. Y el egoísmo ciega, y degrada a
la persona.
¿Su pecado? No tuvo
en cuenta a Lázaro, no lo vio. No utilizó los bienes según el querer de Dios. «Porque la pobreza no condujo a Lázaro al Cielo, sino la
humildad, y las riquezas no impidieron al rico entrar en el gran descanso, sino
su egoísmo e infidelidad» [12], dice con gran profundidad San Gregorio
Magno.
El
egoísmo y el aburguesamiento impiden ver las necesidades ajenas. Entonces, se
trata a las personas como cosas (es grave ver a las personas como cosas, que se
toman o se dejan según interese), como cosas sin valor. Todos tenemos mucho que
dar: afecto, comprensión, cordialidad y aliento,
trabajo bien hecho y acabado, limosna a gente necesitada o a obras buenas, la
sonrisa cotidiana, un buen consejo, ayudar a nuestros amigos para que se
acerquen a los sacramentos…
Con el
ejercicio que hagamos de la riqueza -mucha o poca- que Dios ha depositado en
nosotros nos ganamos la vida eterna. Este es tiempo de merecer. Siendo
generosos, tratando a los demás como a hijos de Dios, somos felices aquí en la
tierra y más tarde en la otra vida. La caridad, en sus muchas formas, es
siempre realización del reino de Dios, y el único bagaje que sobrenadará en
este mundo que pasa.
Este
desasimiento ha de ser efectivo, con resultados bien determinados que no se
consiguen sin sacrificio, y también natural y discreto, como corresponde a los
cristianos que viven en medio del mundo y que han de usar los bienes como
instrumentos de trabajo o en tareas apostólicas. Se trata de un desprendimiento
positivo, porque resultan ridículamente pequeñas, e insuficientes, todas las
cosas de la tierra en comparación del bien inmenso e infinito que pretendemos
alcanzar; es también interno, que afecta a los deseos; actual, porque requiere
examinar con frecuencia en qué tenemos puesto el corazón y tomar
determinaciones concretas que aseguren la libertad interior; alegre, porque
tenemos los ojos puestos en Cristo, bien incomparable, y porque no es una mera
privación, sino riqueza espiritual, dominio de las cosas y plenitud.
III. El desprendimiento nace del amor a Cristo y, a la
vez, hace posible que crezca y viva este amor. Dios no habita en un alma llena
de baratijas. Por eso es necesaria una firme labor de vigilancia y de limpieza
interior. Este tiempo es muy oportuno para examinar nuestra actitud ante las
cosas y ante nosotros mismos: ¿tengo cosas
innecesarias o superfluas?, ¿llevo una cuenta o control de los gastos que hago
para saber en qué invierto el dinero?, ¿evito todo lo que para mí significa
lujo o mero capricho, aunque no lo sea para otro?, ¿practico habitualmente la
limosna a personas necesitadas o a obras apostólicas, con generosidad, sin
cicaterías?, ¿contribuyo al sostenimiento de estas obras y al culto de la
Iglesia con una aportación proporcionada a mis ingresos y gastos?, ¿estoy
apegado a las cosas o instrumentos que he de utilizar en mi trabajo?, ¿me quejo
cuando no dispongo de lo necesario?, ¿llevo una vida sobria, propia de una
persona que quiere ser santa?, ¿hago gastos inútiles por precipitación o por no
prevenir?
El
desprendimiento necesario para seguir de cerca al Señor incluye, además de los
bienes materiales, el desprendimiento de nosotros mismos: de la salud, de lo
que piensan los demás de nosotros, de las ambiciones nobles, de los triunfos y
éxitos profesionales.
«Me refiero también a esas ilusiones limpias, con las que buscamos
exclusivamente dar toda la gloria a Dios y alabarle, ajustando nuestra voluntad
a esta norma clara y precisa: Señor, quiero esto o aquello sólo si a Ti te
agrada, porque si no, a mí, ¿para qué me interesa? Asestamos así un golpe
mortal al egoísmo y a la vanidad, que serpean en todas las conciencias; de paso
que alcanzamos la verdadera paz en nuestras almas, con un desasimiento que
acaba en la posesión de Dios, cada vez más íntima y más intensa» 13. ¿Estamos
desprendidos así de los frutos de nuestra labor?
Los
cristianos deben poseer las cosas como si nada poseyesen [14]. Dice San
Gregorio Magno que «posee, pero como si nada
poseyera, el que reúne todo lo necesario para su uso, pero prevé cautamente que
presto lo ha de dejar. Usa de este mundo como si no usara, el que dispone de lo
necesario para vivir, pero no dejando que domine a su corazón, para que todo
ello sirva, y nunca desvíe, la buena marcha del alma, que tiende a cosas más
altas» [15].
Desprendimiento
de la salud corporal. «Consideraba lo mucho que
importa no mirar nuestra flaca disposición cuando entendemos se sirve al Señor
(… ). ¿Para qué es la vida y la salud, sino para perderla por tan gran Rey y
Señor? Creedme, hermanas, que jamás os irá mal en ir por aquí» [16].
Nuestros
corazones para Dios, porque para Él han sido hechos, y sólo en Él colmarán sus
ansias de felicidad y de infinito. «Jesús no se
satisface “compartiendo”: lo quiere todo» [17]. Todos los demás amores
limpios y nobles, que constituyen nuestra vida aquí en la tierra, cada uno
según la específica vocación recibida, se ordenan y se alimentan en este gran
Amor: Jesucristo Señor Nuestro.
«Señor, tú que amas la inocencia y la devuelves a quien la ha perdido,
atrae hacia ti nuestros corazones y abrásalos en el fuego de tu Espíritu» [18].
Nuestra
Madre Santa María nos ayudará a limpiar y ordenar los afectos de nuestro
corazón para que sólo su Hijo reine en él. Ahora y por toda la eternidad.
Corazón dulcísimo de María, guarda nuestro corazón y prepárale un camino
seguro.
[1] Jer 17, 7-8.
[2] Jer 17, 6.
[3] Cfr. Gén 1, 28.
[4] Mt 6, 24.
[5] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Vía Crucis, X.
[6] Cfr. 2 Cor 8, 9.
[7] Lc 14, 33.
[8] Mc 10, 22.
[9] Col 3, 5.
[10] SAN JUAN DE LA CRUZ, Llama de amor viva, 11, 4.
[11] Lc 16, 19-21.
[12] SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre el Evangelio de San Lucas, 40,
2.
[13] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 114.
[14] 1 Cor 7, 30.
[15] SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre los Evangelios, 36.
[16] SANTA TERESA, Fundaciones, 28, 18.
[17] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, n. 155
[18] Oración colecta de la Misa del día.
Meditación extraída de la serie “Hablar con Dios”, Tomo II, Jueves de la
2ª. Semana de Cuaresma por Francisco Fernández Carvajal.
Francisco Fernández Carvajal
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