A inicios de año, cuando comenzó a arreciar la tormenta de los abusos en
Chile, D. Gonzalo Rojas, afirmó que los grupos que desarrollaron esas
movilizaciones «buscan que las comunidades locales
sean las que determinen quiénes son idóneos para ser los obispos
diocesanos. En concreto, el Comité Oscar Romero se propone establecer la práctica de la consulta al
Pueblo de Dios para el nombramiento de obispos y de párrocos.»
En efecto, «a propósito de los abusos
sexuales de Obispos y sacerdotes, los intentos de democratizar la Iglesia se
vuelven a mostrar como una solución. Se ha llegado a proponer una especie de
tribunales populares para juzgar a los Obispos».[1]
La falsa «solución» reformista busca
derribar la estructura jerárquica de la Iglesia, despojando a los obispos de la
autoridad episcopal y convirtiéndolos en simples funcionarios
eclesiásticos, empoderando a los laicos, bajo la premisa de que los
obispos, que son responsables de la crisis, son incapaces de sacar a la Iglesia
de ella.
Por otra
parte, va en ascenso la tendencia, y exigencia, de sectores modernistas
intraeclesiales en Austria, Holanda, Bélgica y especialmente en Alemania, que
buscan otorgar a los fieles la calidad sacerdotal de inspiración luterana.
I. DEMOCRATIZACIÓN DE LA IGLESIA
En el siglo XIV, Marsilio de Padua, llamado el precursor del laicismo,
en su libro Defensor pacis,
sostuvo erróneamente que todo
poder eclesiástico reside en el pueblo cristiano y en el Emperador como su
representante. Esta doctrina fue condenada por el Papa Juan XXII
como contraria
a las Sagradas Escrituras, peligrosa para la fe católica, herética y erróneay sus autores como indudablemente
herejes e incluso heresiarcas.
El escrito de Marsilio de Padua en su mayor parte se ocupa directa o
indirectamente de debilitar el poder pontificio. De manera tajante Defensor de la paz, afirma
entre otros aspectos, que la Iglesia es sólo secundariamente una organización;
primariamente es la comunidad de los fieles, en la cual predomina la igualdad.
Posteriormente en el siglo XVII, Edmond Richer, en su De Ecclesiastica et Politica Potestate (sobre el
poder eclesiástico y político), asumió el error de que la plenitud del poder
eclesiástico reside en la
Iglesia en su conjunto, que luego delega a los sacerdotes y obispos. Por lo tanto, el Papa sería simplemente el jefe
ministerial de la Iglesia y sujeto al colegio de obispos.
Los Santos Padres condenaron esos errores conocidos como galicanismo, jansenismo y febronianismo.
«Que la Iglesia, como institución, no es una
sociedad democrática sino jerárquica, fue definida por Pío VI contra el Sínodo
de Pistoia (Denzinger 1502); contra los protestantes por el Concilio de Trento
(Denzinger 960, 966); contra los modernistas por San Pío X (Denzinger 2145, 3);
y contra los innovadores por el Concilio Vaticano I (Denzinger 1827s). Por lo
tanto, se puede llamar una verdad definida de fe».[2]
II. DOCTRINA PROTESTANTE
La idea protestante, que va tomando carta de ciudadanía, aceptada y
exigida como se dice más arriba, por sectores laicales, y propulsada por
sacerdotes y obispos es la pretendida elección de los candidatos al sacerdocio
por parte de la comunidad de fieles. La elección por la comunidad es una de las
manifestaciones del proceso de la democratización de
la Iglesia. Este principio protestante, ya desde hace años, opera en la Iglesia
Católica respecto a las elecciones de los candidatos para diáconos y, cada vez,
se insiste más en la introducción de elecciones de los candidatos al sacerdocio
y para el episcopado. De esta manera se adapta, poco a poco, la posición
protestante: es la comunidad de
los fieles la que elige al candidato y la que le otorga el poder sacerdotal de
los distintos grados, diaconal, presbiteral y episcopal; el sacerdocio mismo es
reducido a las funciones delegadas por la comunidad.
Claro
está que esta posición protestante es sólo una parte del concepto protestante
de la Iglesia como «Iglesia del pueblo», es
decir, una Iglesia horizontal, concepto ya profundamente introducido dentro de
la Iglesia Católica.
Lutero
negó la distinción fundamental entre los clérigos y los laicos:
«Se ha descubierto que el Papa, los obispos y los
monjes forman el estado eclesiástico, mientras los príncipes, señores,
artesanos, paisanos forman el estado seglar. Es puro invento y mentira. En
realidad, todos los cristianos son el estado eclesiástico; no se halla entre
ellos ninguna diferencia, sino la función que ocupan (…) Cuando un Papa o un
obispo unge, confiere la tonsura, ordena, consagra, se viste de otra manera que
los laicos, puede hacer unos embusteros o ídolos ungidos, pero nunca un
cristiano o eclesiástico (…) todo lo que sale del bautismo puede jactarse
de ser consagrado sacerdote, obispo o Papa aunque no esta función no conviene a
todos».[3] Por tanto, Lutero rechaza el
sacramento del Orden sagrado, y defiende el concepto de sacerdocio universal.
De esta manera se rompe con el principio básico del sacerdocio católico,
según el cual uno se hace sacerdote sólo por recibir la vocación directa de
parte de Cristo.[4]
III. DOCTRINA CATÓLICA
El bautismo recibido válidamente
(aunque sea de manera indigna) imprime en el alma del que lo recibe una marca
espiritual indeleble, el carácter bautismal; y por eso este sacramento no se
puede repetir (de fe).[5]
Como el carácter sacramental representa
una semejanza con el Sumo Sacerdote Jesucristo y una participación de su sacerdocio («signum configurativum»), el bautizado queda
incorporado al Cuerpo Místico de Cristo, a la Iglesia, por ese carácter
bautismal.
El bautizado recibe, en virtud del carácter bautismal, la facultad y el
derecho de participar pasivamente en el sacerdocio
de Cristo, es decir, de recibir todos los demás sacramentos («sacramentorum ianua ac fundamentum») y a todos
los dones de gracia y verdad que Cristo confió a su Iglesia («signum obligativum»).[6]
Contra la doctrina
protestante del sacerdocio universal de los laicos, el concilio de
Trento declaró que existe en la Iglesia
un sacerdocio visible y externo (Dz 961), una jerarquía instituida
por ordenación divina (Dz 966), es decir, un sacerdocio especial y un especial
estado sacerdotal («ordo in esse»), esencialmente
distinto del laical. En este estado sacerdotal se ingresa por medio
de un sacramento especial, el sacramento del orden («ordo
in fieri seu ordinatio»).
La
doctrina católica, según la cual uno recibe su vocación sacerdotal de Dios y el
poder sacerdotal de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, es decir, por la
participación en el único sacerdocio, el de Cristo, está siendo reemplazada por
la posición protestante.
El dogma
católico atribuye al sacerdote una diferencia con el laico no sólo funcional,
sino esencial y ontológica, debida al carácter impreso en el alma por el
sacramento del orden. La nueva teología, sin embargo, reavivando las señaladas
antiguas pretensiones heréticas que confluyeron después en la abolición luterana
del sacerdocio, oculta la distancia existente entre el sacerdocio universal de
los fieles bautizados, y el sacerdocio sacramental que solamente pertenece a
los sacerdotes.
Gracias a la ordenación se hace capaz de actos in persona Christi de los cuales los laicos son incapaces; los
principales son la presencia eucarística y la absolución de los pecados.
La tendencia de la nueva teología consiste en disolver el sacerdocio ordenado en el
común de los fieles, reduciendo al sacerdote al estatuto común del cristiano.
Se niega así la distinción entre las esencias, rechazando el sacerdocio
sacramental y haciendo del cuerpo de la Iglesia (orgánico y diferenciado) un
cuerpo homogéneo y uniforme.[7]
El Papa
Pío XII en la encíclica Mediator Dei, condenó las desviaciones, reafirmando la
diferencia esencial entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio de los
fieles.
– SÓLO EL SACERDOTE ORDENADO, ES
MINISTRO PROPIO DEL SANTO SACRIFICIO:
Sólo a los Apóstoles y a los que han recibido debidamente de ellos y sus
sucesores la imposición de las manos les está conferida la potestad sacerdotal
(…) Este sacerdocio no se transmite ni por herencia ni por descendencia
carnal; no
nace de la comunidad cristiana, ni por delegación del pueblo; (…) el Sacramento del Orden distingue a los sacerdotes de todos los
demás cristianos no dotados de este carisma;
y es que sólo ellos, por vocación sobrenatural, han entrado en el augusto
ministerio que los consagra al servicio del altar y hace de ellos instrumentos
divinos, por los cuales se comunica la vida sobrenatural al Cuerpo Místico de
Jesucristo.[8]
– LOS FIELES NO GOZAN DE LA POTESTAD
SACERDOTAL:
Empero, por el hecho de que los fieles cristianos participen en el
Sacrificio Eucarístico, no por eso gozan también de la potestad sacerdotal (…)
hay en la actualidad, Venerables Hermanos, quienes colindando con errores ya
condenados, enseñan que en el Nuevo Testamento, por Sacerdocio sólo se entiende
el que atañe a todos los bautizados; y que la orden que Jesucristo dio a los
Apóstoles en su última Cena, de hacer lo que Él mismo había hecho, se refiere
directamente a toda la Iglesia de los fieles y que sólo más adelante se llegó
al Sacerdocio Jerárquico. Por lo cual creen que el pueblo tiene verdadero poder sacerdotal
y que los sacerdotes obran solamente en virtud de una delegación de la comunidad. (…) No hay para qué
explicar cuánto se oponen esos capciosos errores a las verdades que ya hemos
dejado establecidas.[9]
– EL
SACERDOCIO DE LOS FIELES CONSISTE EN UNIRSE INTERIORMENTE A LA OBLACIÓN Y
OFRECERSE COMO VÍCTIMAS:
La verdadera participación de los fieles consiste en inmolarse como víctimas y
tener un ardiente deseo de configurarse estrechamente con Jesucristo que
ha sufrido crudelísimos dolores (…), ofreciéndose con y por Jesucristo, Sumo
Sacerdote, como una hostia espiritual.[10]
Lo que está en juego de aquí en
adelante: la mantención de la Iglesia como la quiso Jesucristo, jerárquica y
asentada sobre Pedro y los apóstoles, o democrática y dominada por fuerzas
espurias.[11]
_____
[2] SALAVERRI
S.I., P. JOACHIM, De Ecclesia Christi, in VV.AA, Sacrae Theologiae Summa, Vol.
I, no. 130. Citado en I have weathered other storms.
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