Hay
un tipo de milagros del que se habla poco. Es la cualidad de refractar,
repeler o ser inmune al fuego. Hay un hecho famoso que es la
incombustibilidad del dedo de San Celso.
En el año 979, Egberto de Tréveris, queriendo
comprobar la autenticidad del cuerpo de San Celso, hizo envolver en un paño la
falange de un dedo.
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Y luego ordenó que se echara en un incensario lleno de carbones ardiendo.
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La reliquia permaneció todo el tiempo del canon de la Misa en el incensario y fue retirada intacta (Mabillon).
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Y luego ordenó que se echara en un incensario lleno de carbones ardiendo.
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La reliquia permaneció todo el tiempo del canon de la Misa en el incensario y fue retirada intacta (Mabillon).
También en
1924, en oportunidad del Congreso Eucarístico de Amsterdam, se recordó el célebre milagro acaecido en esa
ciudad en 1345.
Una hostia, devuelta por un enfermo y echada en el
fuego, quedó intacta en medio de las llamas.
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Fue retirada con la mano por una sirvienta que no sufrió ninguna quemadura.
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Fue retirada con la mano por una sirvienta que no sufrió ninguna quemadura.
El Consejo de los regidores procedió a una investigación severa y, el año siguiente, Jan van
Arkel, obispo de Utrecht, después de un examen serio de los hechos, declaró que debía considerarse a Dios como
autor de los prodigios comprobados. La historia religiosa menciona numerosos
hechos de esta naturaleza. Nos limitaremos naturalmente a los que conciernen al
cuerpo humano.
INCOMBUSTIBILIDAD
EN SANTOS
El ejemplo clásico es el de los tres jóvenes
hebreos Ananías, Misael y Azarías, que Nabucodonosor hizo echar en un horno, “siete
veces más ardiente que de costumbre”, por haberse rehusado a inclinarse
ante una estatua de oro erigida por orden del rey.
Enseguida
los tres hombres fueron atados y echados en medio de las llamas del horno, con sus medias, sus tiaras, sus zapatos y sus
vestidos. Pues el mandato del rey era poderoso. Y como el horno estaba calentado extraordinariamente, las llamas del fuego
harían morir a los hombres que habían echado en él a Ananías,
Misael y Azarías. Entretanto esos tres hombres, Ananías, Misael y Azarías cayeron atados entre las llamas, alabando a
Dios y bendiciendo al Señor… Y el ángel del Señor descendió hacia Azarías y sus
compañeros en el horno y apartó las llamas. Y formó en el medio del horno un viento fresco y un dulce rocío y el fuego
no los tocó en ninguna forma, ni les molestó en nada ni les hizo sufrir
algún dolor… Entonces el rey Nabucodonosor
quedó asombrado, se levantó de repente y dijo a los grandes de su corte:
“¿No hemos echado tres hombres en el fuego?”
Ellos
respondieron al rey: “Sí, señor”.
Y Nabucodonosor les dijo: “Sin embargo yo
veo a cuatro que caminan sin ataduras en medio del fuego y que son
incorruptibles entre las llamas y el cuarto de ellos se parece al
hijo de Dios”.
Entonces
Nabucodonosor, acercándose a la puerta del horno ardiente, dijo: “Ananías, Misael y Azarías,
servidores del Altísimo, salid y venid”.
Y en seguida Ananías, Misael y Azarías salieron del
fuego.
Y
los sápatras, los primeros oficiales, los jueces y los grandes de la corte del
rey observaron atentamente a esos jóvenes y vieron que el fuego no había tenido acción alguna sobre sus cuerpos. Que
ni un solo cabello de su cabeza se había quemado, que no se veía rastro
de las llamas en sus vestiduras y que ni el mismo olor del fuego los había
alcanzado”. (Daniel,
III, 21-94).
Las Acta
sanctorum describen más de cincuenta casos de
incombustibilidad en mártires y más de una decena en otros santos.
Tertuliano nos habla del apóstol San Juan caído completamente (demersus,
sumergido) en aceite hirviendo y milagrosamente preservado. O. Leroy refiere como
rodeada de garantías especiales de autenticidad (las declaraciones de los
testigos oculares han llegado hasta nosotros en las causas oficiales), la incombustibilidad de Juan Buono, fundador de
la ermita de San Agustín, que falleciera en 1245. Un día, Juan Buono, sentado cerca del fuego
con algunos Hermanos, comenzó a exhortarles a la perseverancia religiosa. Si
tenían confianza en Dios, les aseguraba, su protección no les faltaría ni en las cosas materiales ni en las
espirituales.
Dios está siempre dispuesto a hacer milagros por
sus amigos…
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Y para probarlo, Juan se levantó y, caminando sobre las brasas del hogar, las removió como se hace con el agua cuando se lavan las manos.
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Y para probarlo, Juan se levantó y, caminando sobre las brasas del hogar, las removió como se hace con el agua cuando se lavan las manos.
Quedó haciéndolo aproximadamente durante el tiempo necesario para rezar
la mitad del salmo Miserere mei Deus… El hermano Salveti examinó los pies, las piernas
y la orla inferior de la túnica, pero no
halló rastro alguno del fuego“.
Santa Catalina de Sena, durante un éxtasis, cayó en
un gran fuego encendido.
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Y fue hallada, por su cuñada, en medio de las brasas y las llamas, sin daños ni en el cuerpo ni en los vestidos.
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Y fue hallada, por su cuñada, en medio de las brasas y las llamas, sin daños ni en el cuerpo ni en los vestidos.
El proceso de canonización de San Francisco de
Paula registró también las declaraciones de testigos oculares de hechos de
incombustibilidad: reparación de un horno de cal viva, manejo de hierros
candentes y de brasas ardiendo.
¿No es
oportuno relacionar estos hechos con milagros de detención de un incendio, como el que presenció Turena y que
narra el general Weygand? Este dice: “Pascal fué profundamente sorprendido en 1656,
cuando su sobrinita fué sanada por un milagro de la Santa Espina. Turena lo fué
también por el que se produjo en el Louvre durante el incendio que estalló allí
poco antes de la muerte de Mazarino. Las llamas fueron detenidas por el
Santísimo Sacramento llevado por un sacerdote: “Yo lo he visto, decía Turena; no puedo dudar: yo
lo he visto”.
LAS
PRUEBAS POR EL FUEGO, INCOMBUSTIBILIDAD JUDICIAL (ORDALÍAS)
La prueba del fuego era una costumbre de origen bárbaro, que parece remontarse a la
más lejana antigüedad.
Muchos Santos se sometieron a ella para
justificarse de una acusación, como San Juan Limosnero y San Brice, hechos que
la vinculan con la incombustibilidad de los Santos.
Un ejemplo
célebre es la ordalía sufrida por Ema,
hija de Ricardo II, duque de Normandía, y madre de San Eduardo. “Ema, merced a algunos señores ingleses, tenía demasiada
influencia política. El apoyo que hallaba en el obispo de Winchester, hizo que se le atribuyera a ese prelado como
amante. Roberto, arzobispo de Canterbury, sugirió que la reina debía purgarse
de esa acusación por la prueba del fuego. Y así se decidió. Ema daría nueve pasos con los pies desnudos,
sobre nueve rejas de arado enrojecidas en el fuego. Ella ofreció de dar
cinco pasos más, por cuenta del obispo, su presunto cómplice. La reina se preparó a la prueba, pasando la
noche en oración sobre la tumba de San Swithin; luego la ordalía tuvo
lugar en la iglesia que lleva su nombre. Ema apareció vestida como una mujer común. Llevaba una pequeña
túnica que le llegaba a las rodillas. Sus piernas y sus pies estaban desnudos.
Dos obispos la conducían.
Ella avanzó sobre las rejas candentes en presencia
de Eduardo y de los dignatarios del reino.
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Ella caminaba —dicen las crónicas— con los ojos fijos en el cielo.
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Pasó sobre las rejas y al llegar al vestíbulo de la iglesia, preguntó si llegaría pronto al lugar peligroso.
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Ella caminaba —dicen las crónicas— con los ojos fijos en el cielo.
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Pasó sobre las rejas y al llegar al vestíbulo de la iglesia, preguntó si llegaría pronto al lugar peligroso.
No había sentido nada. Eduardo, asombrado, quiso
ser castigado por haber sospechado de su madre; se hizo fustigar públicamente”.
Los accidentes que se produjeron, obligaron a abandonar poco a poco esa
prueba. Pero su
larga persistencia, a pesar de los accidentes, es la prueba de que —como lo
observa Leroy— hubo casos positivos.
El padre Bouchet, misionero en Pondichery al
comienzo del siglo XVIII, narra que muchos de sus fieles se sometieron a la
prueba del aceite hirviendo y retiraron la mano sana.
Uno de sus
cristianos, celoso en grado extremo, llenó
un recipiente de aceite. Lo hizo hervir —escribe el padre Bouchet—,
luego ordenó a su mujer de meter la
mano en el aceite; ella obedeció en el acto, diciendo que no la
retiraría hasta que él no se lo ordenara. La firmeza de esa mujer asombró al marido; quedó un momento sin
decir nada, pero viendo que no daba señales de dolor y que su mano no se había quemado en absoluto, se echó a
sus pies y le pidió perdón.
Cuatro o cinco días después vino a verme con su
mujer y me contó todo entre lágrimas.
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Yo interrogué a la mujer, que me aseguró que no había sentido otra cosa que como si su mano se hallara en el agua tibia…
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Yo interrogué a la mujer, que me aseguró que no había sentido otra cosa que como si su mano se hallara en el agua tibia…
Se podrá creer lo que se quiera; pero yo que he visto hasta dónde llegaban los celos locos de ese
hombre, y la convicción que después tenía de la virtud de su esposa, no puedo
dudar de la verdad del hecho”.
INCOMBUSTIBILIDAD
RELIGIOSA NO CRISTIANA
La
antigüedad nos ha transmitido el recuerdo de los Hirpes, a quienes alude Virgilio, y que, todos los años,
hacían un sacrificio a Apolo sobre el monte Soracte y pasaban tres veces sobre
brasas ardientes. En Castabala, en la baja Sicilia, las sacerdotisas de Diana Perasia caminaban sobre el fuego sin
quemarse. El “Firewalk” que se practicaba hasta hace poco aún en la
Polinesia, es muy conocido por las descripciones de ingleses o de misioneros
franceses residentes en el Pacífico y que han sido testigos oculares. Los indígenas cavan una fosa de unos tres
metros de diámetro. Ponen en el fondo un lecho de piedras y luego encienden un
fuego intenso.
El oficiante principal —parece— tiene el privilegio
de la incombustibilidad, el “mana”, y puede comunicarlo a quien quiere.
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Él mismo pasa sobre las piedras quemantes, seguido de los que le acompañan en el rito.
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Él mismo pasa sobre las piedras quemantes, seguido de los que le acompañan en el rito.
El coronel
Gudgeon, de Rarotonga, pasó también sobre esas piedras calientes, el 20 de
enero de 1898. Afirmó que no sintió
ninguna sensación de calor, sino una picazón muy parecida a pequeñas
conmociones o sacudidas eléctricas, que duró todavía algunas horas después de
la experiencia. Sin embargo, el horno
era muy caliente. Media hora después de su paso, unas hojas de te, verdes, echadas sobre las piedras, se
secaron y ardieron en llamas. Ceremonias análogas tenían lugar en la India, pero en lugar de piedras
calientes es un lecho de brasas
inflamadas que sirve como camino de fuego. El 21 de agosto de 1899, en Peralur,
un joven cayó sobre el brasero sin sufrir daño. Entre los que caminaron sobre
los carbones encendidos, se hallaba un hindú europeizado: Rajagopal Moodelliar, de Madras, profesor en el colegio
de Pachaiyappa. Cabe notar que en ciertas regiones, hay una alteración
del rito: los fieles toman precauciones
y patalean en el lodo antes de pasar por el brasero. Esto reduce
singularmente el valor de la prueba, pero confirma la de los casos desprovistos
de esa precaución.
INCOMBUSTIBILIDADES
DIVERSAS
Hay entre
ellas la incombustibilidad de la convulsionaria María Sonnet, que el 12 de mayo de 1731, envuelta en una sábana y en convulsión permaneció durante treinta y seis
minutos (en cuatro veces) entre las llamas de un fuego muy vivo. Y una
quinta vez nueve minutos, en presencia de once testigos, entre ellos un
sacerdote, doctor en teología, un canónigo, Carré de Monegeron, consejero del
Parlamento, etc. El Journal des Savants publicó en 1677 un artículo pormenorizado sobre
un prestidigitador inglés, Richarson,
que “comía fuego”. En 1781, un médium, Home,
realizó en presencia de William Crookes curiosas
experiencias: transporte de un carbón en un pañuelo, encender un carbón
mantenido en la mano, mediante el soplo; depósito de un carbón ardiendo, capaz
de quemar un papel sobre el cual fué colocado, sobre la mano de una asistente,
que no sintió dolor alguno; cara entre las llamas, etc. En 1921, monseñor Despatures, párroco y luego obispo
de Mysore fué invitado por el rey a una experiencia con fuego. “La experiencia —escribió a O. Leroy— debía realizarse en el Palacio de Verano; yo fui hacia
las seis de la tarde. Se había abierto en el parque una trinchera de cerca de
un pie de profundidad, larga más o menos cuatro metros, ancha dos. Se había llenado esa fosa de carbón de madera
rojo por un espesor de aproximadamente nueve pulgadas (25 centímetros). Cuando
llegué fui directamente al horno citado y lo examiné con mucha atención. No
quería ser víctima de un timo. Di la vuelta con cuidado alrededor de la
trinchera y me pude asegurar que se
trataba de fuego real. Acercándose un poco, se sentían oleadas de calor
espantosas. Cerca del horno se hallaba
un mahometano de la India septentrional. Era el héroe de la velada…
Tomamos asiento a unos 25 metros del brasero. El
Turco vino a prosternarse delante del rey, según la costumbre hindú y se fue
hasta la trinchera ardiente.
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Creía que ese hombre penetraría él mismo en el fuego. Estaba equivocado.
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Se quedó a un metro del brasero e invitó a un empleado del palacio a caminar sobre las brasas.
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Creía que ese hombre penetraría él mismo en el fuego. Estaba equivocado.
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Se quedó a un metro del brasero e invitó a un empleado del palacio a caminar sobre las brasas.
Le
hizo una señal para que se adelantara y le espetó un discurso en el cual
pareció poner toda su facultad de persuasión. El otro no se movió. Entretanto el Turco se le había acercado y
tomándole por los hombros, lo empujó entre el fuego. En el primer
momento el Hindú trató de salir del fuego; luego, de pronto, la expresión de terror pintada en el rostro,
dejó lugar a una sonrisa asombrada y el hombre comenzó a atravesar la
trinchera en el sentido de su longitud, lentamente, como quien pasea, y
lanzando a derecha e izquierda miradas satisfechas. El hombre tenía los pies y las piernas desnudas; cuando salió del
brasero, sus compañeros lo rodearon y le pidieron sus impresiones. Las explicaciones del Hindú fueron
convincentes, porque uno, dos, cinco y después diez sirvientes del
palacio atravesaron entonces el horno. Luego
les tocó el turno a los músicos del rey, entre los cuales había numerosos
cristianos. Desfilaron de tres en tres por el fuego. En ese momento
trajeron algunas carretillas de grandes hojas de palmera desecadas y las
echaron sobre las brasas, de donde se elevaron llamas más altas que un hombre. El Turco persuadió nuevamente a muchos
empleados de palacio para que atravesaran las llamas, lo que hicieron sin daño
alguno. A su turno volvieron a pasar los músicos. Llevaban sus
instrumentos y sobre ellos sus copias de la música en papeles. Y yo vi que las llamas lamían sus caras,
rodeaban las distintas partes de los instrumentos y envolvían las hojas de
papel sin inflamarse. Calculo que doscientas personas caminaron sobre las
brasas y un centenar pasaron entre las llamas. A mi lado se hallaban dos
ingleses: el jefe de policía del reino (un católico) y un ingeniero. Solicitaron
ambos del rey la autorización para intentar la experiencia; el rey les dijo que
podían hacerlo bajo su responsabilidad personal. Se dirigieron al Turco, quien les hizo seña de pasar por el brasero. Cuando
volvieron a mi lado, les pedí sus impresiones. “Sentimos que estábamos en un horno, contestaron, pero el fuego no nos
hizo nada”.
Cuando el rey se levantó para indicar que la sesión
había terminado, el Turco, siempre a un costado del brasero, se revolcaba en el
suelo, como atormentado por dolores atroces.
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Pedía agua.
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Unos sirvientes se la llevaron y él bebió con avidez.
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Un brahmán a mi lado hizo esta observación: “Él ha tomado sobre sí las quemaduras del fuego”.
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Pedía agua.
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Unos sirvientes se la llevaron y él bebió con avidez.
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Un brahmán a mi lado hizo esta observación: “Él ha tomado sobre sí las quemaduras del fuego”.
Quince días después, el Turco ofreció una nueva
sesión
en un suburbio de la ciudad. Muchas personas pasaron sobre las brasas sin
quemarse. Al final, aunque el Turco
hubiera dado la señal para que nadie pasara más, tres personas siguieron el
movimiento. Quedaron gravemente quemadas. Se las trasladó al hospital de
la gobernación y el Turco fue citado por la justicia como responsable del
accidente. Él se disculpó haciendo notar que nadie de los que habían pasado con su permiso, habían sufrido quemaduras
y que esas personas habían penetrado en el brasero a pesar de sus advertencias.
¿A qué se pueden atribuir esos efectos? No creo que se le pueda asignar una
causa material. Por lo demás, nada se empleó para ese fin. Yo creo en la influencia de una entidad
superior que no es Dios…”
El relato de monseñor Despatures fué confirmado a O. Leroy por cuatro
testigos: Rhimboo
Cletty, secretario del rey, H. Lingaray Urs, A. B. Mackintosh, profesor y J. C.
Rollo, principal del colegio de Musore. H. Lingaray Urs y J. C. Rollo
atravesaron el fuego con su calzado puesto: ninguno de los dos sintió ninguna
sensación de quemadura ni rastro alguno de fuego.
APRECIACIÓN
DE LOS HECHOS
Es
conveniente en primer lugar recordar las condiciones que confieren naturalmente
cierta incombustibilidad relativa al cuerpo humano. Mojando la mano, con preferencia en un líquido muy volatilizable
(alcohol, éter) o aun si ella está húmeda de sudor, se puede mantenerla en
plomo fundido o tocar una colada en fusión; hasta se puede pasar la lengua
sobre un hierro al rojo sin quemarse. Pero la prueba “debe hacerse muy rápidamente y
también con mucha habilidad,
porque la simple irradiación puede quemar las partes de la mano cercanas a la
que toca el metal fundido” (Cazin, La Chaleur, Hachette, París,
1867).
En realidad, la inmunidad es causada por la capa
aisladora que se forma alrededor de la mano por el líquido volatilizado, y es
por lo tanto, más que muy breve.
El fenómeno, por lo demás, es empleado frecuentemente en forma práctica
por los obreros metalúrgicos, los cocineros, y otros que manejan rápidamente un objeto candente, brasas, etc. Es así
que se puede apagar una vela, aplastando el pabilo entre los dedos. Recordemos
que cada kilogramo de sudor, para
evaporarse, consume alrededor de 537 calorías. Comparando estos datos físicos
con los ejemplos de incombustibilidad citados, parece que bien pocos pueden
explicarse naturalmente. Sería necesario hacer experimentos para
establecer las posibles discriminaciones.
En todo caso, los hechos mayores: los hebreos en el
horno, Juan Buono, María Sonnet, la experiencia de Mysore, en que los vestidos
participan de la incombustibilidad, parecen irreductibles a un proceso natural.
Por eso,
sobre todo comprobando la frecuencia y
el predominio del elemento religioso en esos hechos, estamos inclinados a
pensar en el elemento sobrenatural.
Elemento sobrenatural: intervención de Dios mismo
en el cristianismo, para recompensar la fe y la virtud; elemento preternatural
angélico (evidente por los hebreos Ananías, Mosael y Azarías) o diabólico.
Pero aún este caso, es verosímil admitir, como la mayoría de los
milagros que la intervención sobrenatural actúa solamente para determinar y
completar los factores naturales realizables.
Fuente:
Dr. Henri Bon, Medicina Católica
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