Los buenos católicos
procuran vivir siempre en gracia de Dios y evitar el pecado mortal, pero sin
embargo son muchos menos los que luchan con determinación para evitar el pecado
venial, especialmente el deliberado. Estas faltas, no tan grandes en
apariencia, dificultan un verdadero crecimiento en santidad.
El pecado
venial, lo mismo que el pecado mortal, es una afición desordenada a la
criatura, si bien por él aún no nos separamos completamente de Dios, pero
nuestro ser en Jesucristo pierde fuerza y vigencia.
Hay almas a quienes horroriza
el pecado mortal, pero que a menudo estiman el venial como insignificante y
menospreciable. Al no valorarlo debidamente, no le tienen el horror que se
merece. Y, sin embargo, de la postura que se adopte respecto al pecado venial depende
precisamente el desarrollo, el progreso o el retroceso de toda nuestra vida
interior y cristiana. Mientras consideremos al pecado venial como cosa de poca
monta, mientras permanezcamos indiferentes frente a él, es inconcebible una
verdadera participación en la vida divina (a la que todo cristiano está
llamado) es imposible una vida de caridad perfecta: «El
que desprecia lo poco, poco a poco se precipitará» (Ecli 19, 1), «El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho» (Lc
16,10).
Hay un pecado venial deliberado (distinto
al pecado venial «semideliberado»- irreflexión
momentánea, olvido y celo excesivo, atolondramiento...- y «de sorpresa» - una
excitación nerviosa, situación comprometida, un apuro, sorpresa...-).
El pecado venial deliberado es una
transgresión consciente de un mandato divino cometido con pleno consentimiento
de la voluntad en la materia: por ejemplo, una pequeña mentira, una falta de
caridad o de la obediencia... No es un apartamiento completo de Dios, pues
seguimos en el camino recto pero a la voluntad de nuestro Dios contraponemos la
nuestra (rencores, murmuraciones...). Estimamos un placer cualquiera, una
satisfacción o una cosa terrena por encima de la voluntad o mandato de Dios.
Rehusamos así una inspiración, una invitación a la gracia, y de haber
correspondido nos hubiera dado Dios otras aún mayores y un aumento de caridad y
de felicidad eterna.
Por estas infidelidades
pequeñas Dios se nos muestra más reservado en sus dones, y por consiguiente,
sin ellos, cometemos aún más frecuentes infidelidades: se nos ofusca el juicio,
mengua la fe, reviven las tendencias naturales, disminuye el fervor. Iremos
perdiendo de vista progresivamente el ideal del «Amor
de Dios», sintiendo fatiga y cansancio, hasta que por fin, nos abandonen
el coraje y la alegría.
Nuestra miseria se consuma con
el pecado venial
habitual. Muchas almas aún piadosas se encuentran en una infidelidad
e inexactitud casi continuas en pequeñas cosas: son impacientes, poco
caritativas en sus pensamientos, juicios y palabras, falsas en su conversación
y en sus actitudes, lentas y relajadas en su piedad, no se dominan así mismas y
son demasiado frívolas en su lenguaje, tratan con ligereza la buena
fama del prójimo.
Conocen sus miserias e
infidelidades y los acusan quizás en la confesión, más no se arrepienten de
ellos con seriedad ni emplean los medios conque podrían prevenirlos. No
reflexionan que cada una de estas imperfecciones son como un peso plomo que las
arrastra hacia abajo, no se dan cuenta de que van comenzando a pensar de manera
puramente humana, y a obrar únicamente por motivos naturales, ni de que resisten
habitualmente a las inspiraciones de la gracia y abusan de ella. El alma pierde
así el esplendor de su belleza, y Dios va retirándose cada vez más de
ella.
Y tiene que ser así, porque el
pecado venial hace que nos comportemos continuamente con Dios de un modo
mezquino e incluso bajo. Elegimos lo que Él desprecia y aborrece, nos exponemos
a sabiendas al peligro de vernos separados completamente de Él. Esta
actitud nos priva de las ayudas de la gracia, nos va abismando en un estado
de debilidad, de indiferencia y de tibieza, al mismo tiempo que aumenta
nuestra satisfacción, orgullo y ceguera. La ruina de las almas radica en el
pecado venial frecuente, habitual.
MEDIOS PARA COMBATIRLOS:
a) Oración: No basta el deseo y el
esfuerzo humano. Es preciso que nos ilumine la gracia divina. Por nosotros no
vendrá «Dios es que obra en nosotros el querer y el
obrar según su beneplácito» (Phil 1, 13). Luego hay que pedirlo. Para
entender la gravedad del pecado venial deliberado ha de ser Dios quien nos
ilumine verdaderamente (pedirlo en la oración, llevar una vida de oración,
santa...). Será también la gracia divina quien nos de el valor, vigor y
fortaleza para combatirlo.
b) Tener los principios bien claros: «que las cosas
pequeñas son tan necesarias de vencer como las grandes. Esto implica valorar
perfectamente la gravedad del pecado venial, especialmente del »deliberado«. No considerarlo
insignificante, sino que es una lacra, una ofensa a Dios, algo que Él aborrece
con todo el poder de su santidad, un obstáculo para nuestro avance espiritual.
Convencerse que después del pecado mortal, el venial es nuestra mayor
desgracia: obstaculiza la gracia, la repele y
arrincona de modo que no puede desarrollarse donde crece la planta venenosa del
pecado venial habitual.
c) Uso frecuente y provechoso del sacramento de la
penitencia: este sacramento no solo perdona los pecados cometidos sino que fortalece
y prepara el alma para el porvenir, gracias al arrepentimiento, a la absolución
del sacerdote y a la penitencia que éste impone. Hemos de tener especial
atención a excitar el dolor por
haber cometido pecado venial.
Sabemos por el Concilio de
Trento que existen muchas formas de perdón para el pecado venial (golpes de
pecho, agua bendita, atención perfecta de una homilia, etc...) pero se
recomienda también la confesión de los mismos en el sacramento de la penitencia
por ser muy provechoso (podemos acusarnos al mismo tiempo de los pecado
cometidos en nuestra vida pasada)
d) Vigilancia continua: »Velad y orar
para no caer en tentación« (Mt 26, 41)...
e) Ejercicio reflexivo de las virtudes
cristianas: especialmente de la Fe, de las virtudes cardinales de la templanza
(autodominio) y de la fortaleza para los sacrificios que se nos exigen.
Pero lo más importante es el amor de Dios y al prójimo. Creciendo
este amor se vigoriza el deseo de no cometer el pecado venial. Se trata, pues,
de un combate constante contra nuestro amor propio, ese gran enemigo que nos
hace guerra continua, y nos impide adquirir y poseer el «AMOR DIVINO».
Fuente principal:
En la intimidad con Dios de
Benito Baur O.S. B.
Javier Navascués
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