Maximiliano
María Kolbe es un mártir franciscano de los campos de concentración nazis.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, Fray Kolbe era un ardiente defensor del
dogma de la Inmaculada Concepción. Durante la guerra fue encarcelado en
Auschwitz junto con prisioneros judíos. En una situación tensa llegó a ofrecer
su vida por salvar la de un reo que tenía una familia a la cual cuidar.
MAXIMILIANO KOLBE
(1894-1941)
Hoy puede
verse todavía lo que, durante la última Guerra Mundial (1939-1945) fue el campo
de concentración nazi de Auschwitz, en Polonia. Allí están algunos barracones,
que servían de prisión, las cercas de púas y los hornos crematorios. El siglo
XX, que ha conocido tanta guerras y violencias, no vio peor lugar que Auschwitz
donde, a sangre fría y de un modo tan macabro, se pudiera quitar la vida a
cientos de miles de inocentes. Por eso, este lugar ha quedado marcado
como la muestra más trágica de cómo el hombre es capaz de odiar tanto a los
hombres, sus hermanos. Es escalofriante pensar en la capacidad que se puede
llegar a tener para acabar con seres humanos, pisoteando de modo tan horrendo
su dignidad, en tormentos que superan la crueldad más inimaginable.
Pero
Auschwitz no sólo evoca en la memoria de los extremos del odio. También allí
algunos prisioneros fueron testigos del más grande amor que pudo tener un solo
hombre —Maximiliano Kolbe— por los otros, consiguiendo una gran victoria con lo
único que puede superar toda adversidad: el amor.
TODAS LAS FORMAS DE
HACER SUFRIR
Aquél
lugar era una “fábrica de cadáveres”, donde
fueron asesinados por los nazis varios millones de personas. Allí se
conocieron todas las formas de dolor que la imaginación humana de unos puede
causar a otros, mientras un coro de gritos y alaridos no era oído por
nadie fuera de esos muros. Es difícil creer que los presos fueran llevados como
animales a los trabajos forzados, a los paredones o a las cámaras de gas. Y que
los torturadores, empujados cada vez más locamente por su prepotencia, los
humillaran hasta estrujar su dignidad y la última gota de su poca esperanza. La
policía estaba muy bien armada, sobre todo con látigos. Había un buen número de
flagelaciones diarias y de ahorcamientos por semana. A mediodía, se comía sopa
rancia de patatas y nabos, y por la noche un poco de pan duro.
Un
sistema de aniquilamiento eran los trabajos forzados hasta el agotamiento, para
que los prisioneros rindieran hasta quedar en condiciones de ser exterminados
en los hornos. Los prisioneros perdían de tres a cuatro kilos de peso por
semana. Los que tenían una alimentación normal podían compensar su deficiencia
con elementos de su propio cuerpo hasta un lapso de tres meses. Cuando el “esqueleto viviente” ya no daba más de sí, se
llevaba a los hornos de cremación. Antes se les quitaba el oro de los dientes
que pudiera haber, para llevarlo al Banco Central; el cabello era muy útil para
rellenar colchones y la grasa para fabricar jabón.
EL CONVENTO MÁS GRANDE
DEL MUNDO
Procedente
de una familia muy pobre, Maximiliano se sintió atraído desde niño por hacer
una gran carrera, quizá de ingeniero o de inventor, pero al comenzar a madurar,
se decidió finalmente por la vida religiosa —dice— para convertir la tierra
entera… Al cumplir trece años de edad, en 1907, entra en el seminario de los
franciscanos conventuales en Leópolis. Va a Roma años más tarde, donde en 1915
se doctora en Filosofía y Teología. Y como es un enamorado de la Virgen,
mientras vive en la Ciudad Eterna, comienza con otros seis religiosos un
movimiento de apostolado mariano, llamado “Milicia
de la Inmaculada”. Antes de volver a su patria, Polonia, se ordena
sacerdote.
En 1922
edita, como órgano informativo de su Movimiento, el primer número de una
publicación llamada “Caballeros de la Inmaculada”. En
1923 comienza el trabajo editorial con una máquina tipográfica manual de su
propiedad. Como el movimiento va creciendo, consigue en 1927 un terreno cerca
de Varsovia para fundar un convento (llamado Niepokalanów — Ciudad de la
Inmaculada— ) y un centro editorial, y allí se instala con otros 20 frailes.
Años más tarde, su boletín llega a alcanzar una tirada de un millón de
ejemplares. De otro periódico, que también ha fundado, se difundirán 180,000
ejemplares y 250,000 los domingos. Además funda una radiodifusora. Maximiliano
es hombre emprendedor y creativo a pesar de que la tuberculosis que padeció
durante siete años le hizo perder un pulmón.
De 1930 a
1936 destinan a Maximiliano al Extremo Oriente junto con otros compañeros y
vive en Nagasaki, Japón. También allí edita su periódico. Luego vuelve a su
patria y continúa creciendo su convento. Cuando estalla la Segunda Guerra
Mundial ya hay 700 frailes y otros 200 preparándose para profesar. Es el
convento más numeroso de todo el mundo. A partir de septiembre de 1939, como
la aviación alemana bombardea Varsovia y deja caer algunas bombas sobre el
lugar, las autoridades obligan a Kolbe a dispersar la comunidad. Sólo cuarenta
de ellos se niegan y permanecen en el convento abandonado, esperando su suerte.
EL PRESO 16670
Los días
siguientes, llenos de angustia, aquellos hombres se preparan para lo peor:
detención, fusilamiento, bombardeos… Como era de esperarse, el padre Kolbe es
arrestado con sus compañeros por las tropas alemanas que llegan a las puertas
de Niepokalanów el 19 de septiembre. Son llevados en un camión y se les recluye
en un campo de concentración. El 8 de diciembre quedan, no obstantes, en
libertad. El padre Kolbe pide y se le concede un permiso para seguir
imprimiendo su periódico.
Pero poco
más de un año después, en febrero de 1941, es arrestado nuevamente y encerrado
en una prisión de Varsovia. A fines de mayo es llevado al campo de
concentración de Auschwitz. A partir de entonces lleva un tatuaje en el
antebrazo izquierdo: es el preso 16670.
Con la
cabeza afeitada, vestido de harapos a rayas, había pasado a ser un preso más
entre miles, pero todo el mundo sabía que era sacerdote, también los guardas
que le pegaban y azuzaban a los perros en su contra. Aquellos individuos y
los policías de la SS sentían una aversión especial hacia los sacerdotes
católicos a y los judíos, por ser representantes de una religión.
A
Maximiliano le daban tareas agotadoras y a veces siniestras. Tuvo que
transportar cadáveres en compañía de otro prisionero, que temblaba al recoger
los despojos y estaba a punto de desmayarse ante las ascuas del horno
crematorio, mientras Maximiliano rezaba y bendecía el humo de la hoguera. Otras
veces debía cavar en la arena húmeda con una pala que pesaba más que él;
empujar carretillas de pedruscos; trasladar troncos cuyo peso le hacían
tambalearse, debilidad que lo convertía en objeto de un nuevo castigo inmediato:
un día se le encontró golpeado hasta la extenuación sobre la hojarasca a la
que lo habían arrojado sus guardianes. Hubo que llevarlo al hospital, ardiendo
de fiebre y con el rostro maltratado sin piedad.
En los
veintiocho bloques del campo de concentración había que alargar como fuera la
propia supervivencia. Se trataba de evitar todo esfuerzo inútil, de hacer
durar veinticuatro horas el poquísimo alimento. En el bloque 18 Kolbe ocupaba
la parte inferior de una litera. De este modo podía, sin molestar a nadie,
levantarse para acariciar la mano de un moribundo o recibir la visita de los
demás presos que, aterrorizados, no soportaban tener que enfrentarse con la
muerte y tenían necesidad de oír la voz cálida, paterna, de Maximiliano Kolbe.
Varios supervivientes coincidieron en declarar años más tarde, que estaba sumamente
delgado —hasta los huesos— pero siempre disponible, invariablemente sonriente,
indiferente a su suerte, demasiado pendiente de los demás como para interesarse
por sí mismo, no viendo a su alrededor más que a desdichados, más dignos de
compasión que él.
No se
preocupen de mí, decía a los que le vendaban las heridas; aún puedo aguantar
más. Llegaba a repartir su pan y lo que daba era realmente sus últimas fuerzas,
lo que le quedaba de vida. ¿De dónde extraía su
fuerza aquella criatura tan maltratada, de dónde obtenía aquel enfermo
la esperanza que distribuía a su alrededor?
LA FUGA DEL PANADERO
De vez en
cuando se producían fugas, logradas o fallidas. En una ocasión encontraron a un
fugitivo desnudo, disimulado entre un montón de cadáveres. Era el modo de pasar
desapercibido en Auschwitz. Las evasiones fueron bastante frecuentes al final
de la guerra. Las represalias, siempre desproporcionadas, variaban con el
transcurso de los años: por una vida que escapaba, el castigo que imponían los
guardias exigía diez. Una decena de hombres condenados al suplicio del hambre y
de la sed “hasta que apareciera el fugitivo”.
Pero sólo era una mentira más: aunque el ausente reapareciera, los condenados
morirían más tarde.
A finales
de julio trasladaron a Kolbe al bloque 14. Allí las raciones de alimento eran
reducidas. Los menos inútiles estaban destinados a trabajos de jardinería o
ayudaban a la cosecha en el exterior del campo. La evasión a través de las
alambradas y fuera de la vista de las garitas era un asunto de decisión y de
oportunidad. El horrible maullido de las sirenas dio aviso de una fuga hacia
las tres de la tarde del último día de junio. Las sirenas se oían por todo el
campo y alertaban a las patrullas. Cuando esto ocurría, todos debían permanecer
de pie en el terreno de ejercicio. Se comprobó que el evadido pertenecía al
bloque 14 y que se trataba de un panadero de Varsovia apellidado Klos. A las
nueve de la noche distribuyeron un poco de sopa, excepto a los presos del
bloque 14, cuyas raciones fueron a parar a las alcantarillas. Enseguida se
dio la orden de regresar a los barracones. Los prisioneros mantuvieron durante
toda la noche unas débiles esperanzas.
En la
madrugada del día siguiente, los reclusos salieron hacia los trabajos
forzados. El fugitivo continuaba sin aparecer y los seiscientos prisioneros
del bloque 14 permanecieron inmóviles en mitad de la explanada, alineados por
estaturas en filas de sesenta. De vez en cuando uno de ellos se desmayaba. Los
dejaban en su sitio y, al cabo de un rato, una patrulla los amontonaba a un
lado. Estaba prohibido hablar o sentarse; y salir de la fila significaba la
condena a muerte. A las tres de la tarde se concedió un descanso para tomar la
sopa e inmediatamente se reanudó la investigación.
“YO OCUPARÉ SU LUGAR”
A la
caída de la tarde apareció el comandante ayudante de campo, Karl Fritsch, de
la SS, acompañado por sus escoltas y sus perros. Al caminar esta vez taconeaban
más fuerte sus botas negras muy bien lustradas. Fueron abriendo violentamente
algunas celdas y barracas oscuras, y con lista en mano leyeron varios nombres.
El comandante Fritsch anunció a los prisioneros que, como el fugitivo seguía
sin aparecer, diez de ellos iban a ser condenados a morir de hambre en el bloque
número 11. Luego recorrió las filas para elegir a sus víctimas. Decía, por
ejemplo: —¡Abre el hocico! ¡Enséñame los dientes
!….y …..—¡Fuera!
Un
ayudante anotaba los números. Así reunieron poco a poco el grupo de
condenados. En un momento dado, Fritsch señaló al prisionero Franciszek
Gajownieczek, sargento polaco, padre de familia quien, aterrado ante la idea de
la muerte, suplicaba que le perdonaran la vida. Entonces salió de la fila otro
prisionero. Era Maximiliano Kolbe. Se acercó a Fritsch y, con voz serena,
declaró en alemán que quería morir en el puesto de aquél hombre. Fritsch,
irritado por este gesto, echó mano al revólver y preguntó: —¿Te has vuelto loco?
El padre
Maximiliano repitió su petición con toda claridad, afirmando que su propia
vida era menos útil que la de aquel hombre, que era padre de familia. Después
de un momento de silencio, Fritsch le preguntó: — ¿Cuál
es tu profesión? — Soy sacerdote católico, respondió.
Tras un
nuevo silencio, Fritsch dio su aprobación y lo incluyó al grupo de prisioneros
destinados a la muerte, mientras que Franciszek volvía a ocupar su puesto en la
fila. Maximiliano, quien le había dicho alguna vez a Dios que quería convertir
el mundo entero iba a hacerse, con aquel gesto, el amigo de todos los hombres.
DESNUDO EN UN CALABOZO
Un
prisionero que había estado observando la escena desde un edificio vecino, vio
conducir al pequeño grupo de condenados hacia el bloque número 11. Maximiliano
Kolbe iba en último lugar, sosteniendo a un compañero. Todos estaban
descalzos.
El bloque
número 11, cuyo patio estaba rodeado por un elevado muro, era el de los
interrogatorios y donde se daba muerte a los condenados. Se subían varias escaleras
y luego se volvía a bajar al bunker, donde algunas cuevas de pocos metros
daban a un corredor cerrado con una verja. Los condenados dejaron sus ropas a
la entrada del bloque y entraron desnudos en su última morada. Era un local
de unos tres metros por tres, vacío a excepción de una cubeta higiénica. Un
tragaluz, casi a la altura del techo, iluminaba un poco. Al cerrar la puerta,
el carcelero, sonriente e irónico, les citó unos versos de un poema de su país:
“Se secarán como los tulipanes”, dijo.
El hambre
era terrible, la sed aún más. La deshidratación se producía inicialmente en las
células cerebrales, desencadenando tempestades de pesadillas y alucinaciones.
Sin embargo, aunque el padre Kolbe se debilitaba, no deliraba ni se quejaba.
Procuraba reconfortar a sus compañeros. Cuando entraban los guardias a retirar
los cadáveres lo solían encontrar en pie o de rodillas, rezando o entonando un
cántico, que repetían a coro sus acompañantes. Un testigo diría más tarde
que, cuando pasaba por el corredor, “creía estar en
la iglesia”. Según él, los moribundos de las celdas vecinas tenían la
misma impresión, así como los prisioneros de otros bloques que algunas veces,
de noche, podían escuchar los cánticos a través del tragaluz. Los mismos
carceleros se mostraban sorprendidos de Maximiliano. “Eso
es un hombre”, decían.
Todas las
mañanas retiraban del bunker a los muertos de la noche anterior. La puerta de
madera se cerraba de nuevo ante aquellos seres pálidos, que ya sólo eran
cadáveres ambulantes. Al cabo de catorce días, se dio la orden de rematar a los
moribundos. El ayudante de la muerte, armado con una jeringa de ácido fénico,
entró en la penumbra de la celda. Se encontró con tres agonizantes caídos en
piso de cemento y poco más allá, enroscado junto a la pared al padre Kolbe, que
estaba llegando a los últimos momentos de su pasión. El ayudante se acercó y le
clavó la jeringa venenosa. Era el 14 de agosto, víspera de la Solemnidad
de la Asunción de la Virgen.
Así murió
Maximiliano Kolbe y, con él, un hombre fuerte, noble, que era tan puro como un
niño y que tanto amó a la Virgen; el joven y entusiasta sacerdote que había
apuntado en su agenda el propósito de entregarse a los demás hasta el
sacrificio supremo; el prisionero que en otra época deseó que sus cenizas
fueran dispersadas al viento y que ese día grande, dedicado a la Madre de Dios,
se fue al Cielo: en medio del silencio y del
abandono, dejando el inmenso recuerdo de lo que es capaz el amor por un
hermano.
VIVIÓ PARA CONTARLO
La muerte
sufrida por amor, en lugar del hermano es un acto heroico del hombre. (…)
Maximiliano no murió, dio la vida por el hermano. En esta muerte, terrible
desde el punto de vista humano, estaba toda la definitiva grandeza del acto y
de la opción humanas: voluntariamente se ofreció a la muerte por amor. (… ) Por
esto la muerte de Maximiliano Kolbe se convirtió en un signo de victoria. La
victoria conseguida sobre todo el sistema de desprecio y odio hacia el hombre y
hacia lo que de divino existe en el hombre (…) ¿No
constituye esta muerte, afrontada espontáneamente, por amor al hombre, un
cumplimiento especial de las palabras de Cristo? ¿No hace esta muerte a
Maximiliano, de modo especial, semejante a Cristo, Modelo de todos los
mártires, que ofreció su propia vida en la cruz por los hermanos?
Sin duda,
fue emocionante oír de labios de Juan Pablo II este elogio preciadísimo de
caridad, ejemplo para nuestra época. Mucho más, absolutamente más, se habrá
emocionado Franciszek Gajownieczek, aquél preso a quien cuarenta años antes
Maximiliano le había salvado la vida, y que estaba presente en la ceremonia de
Canonización, con su familia, en la Plaza de San Pedro, en Roma. En la primera
fila.
Juan Pablo II, Homilía en la Canonización de Maximiliano Kolbe, 10 de octubre
de 1982.
Pbro. Dr. Rafael Arce Gargollo
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