Lo ha dicho públicamente el
Santo Padre, así que no creo que esta vez se me echen al cuello por decirlo yo:
repito textualmente las mismas palabras que el Papa. Deberían, pues, algunos
estar más que contentos al ver mi “conversión".
Claro que nadie se contenta cuando no quiere contentarse. Como les pasa
a los independentistas o a los terroristas o a los políticos o a los
depredadores de todo signo; por ejemplo y por señalar.
La Jerarquía -las autoridades
eclesiásticas- ha fracasado en un tema no menor, sino mayúsculo -lo sigue
diciendo Francisco-, que va a la misma esencia de su ministerio y servicio,
corrompiéndolo: prostituyéndolo, por usar un lenguaje propio
de la Sagrada Escritura.
Unos cuantos de sus más
encumbrados miembros -no todos, ni muchísimo menos; pero qué duda cabe que
significativos por su “calidad” y su
cantidad-, se han pegado el gran morrón en el interior de la Iglesia Católica;
de la que eran sus “cabezas", sus “pastores", sus “legisladores",
sus “maestros", y sus “padres", porque representaban a Cristo
mismo. Y, con su pecaminoso hacer, han obrado contra Jesucristo, contra su
misma Iglesia, y contra las almas todas. Amén sus pecados personales, por
acción y por omisión, que hayan cometido. Y pecadores somos todos.
Copio del Romano Pontífice: “El fracaso de
las autoridades eclesiásticas -obispos, superiores religiosos, sacerdotes y
otros- al afrontar adecuadamente estos crímenes repugnantes ha suscitado
justamente indignación y permanece como causa de sufrimiento y vergüenza para
la comunidad católica". Que es casi lo mismo que dijeron, públicamente y en conjunto, los
obispos chilenos. Y con la que cayó y sigue cayendo en EEUU, el Papa no ha
tenido otro remedio que hacerse eco del asunto, y salir, al menos de palabra y
como sobre ascuas, al paso del escándalo. Un escándalo que va in crescendo. Y ya no solo por lo que ha
sucedido, sino por la nula respuesta práctica y de calado por parte de la misma
Iglesia.
No se puede denunciar
públicamente con mayor claridad. O sí: porque cabría mucha más precisión y
mucha más concreción de cara a los autores en un primer plano de inmediatez
-muchos de los nombres se saben desde hace tiempo-; pero, mucho más importante
aún, de cara a los remedios que hay que poner para sanar las raíces del
problema: sin esta sanatio a radice,
cualquier otro medio que se quiera poner va a ser papel mojado; o seco; pero
mero papel.
A estas alturas de la peli, ya no estamos en la
Iglesia para perder más tiempo, ni para que crezcan los enanos, ni para seguir
apareciendo como incompetentes e impotentes, por no decir cómplices.
Porque la mera denuncia, por muy
estentórea que pueda parecer en el primer acto de la función, no va más allá, como también se ha
constatado en estos últimos años: no vale para nada
mientras no venga la pertinente toma de
decisiones para confirmar la verdad de tal denuncia, y para llevar a la
práctica y hacer visible y creíble su contenido.
Dicho lo que el Papa ha dicho,
¿qué queda entonces? Pues lo que salía en el
titular: ¿Y ahora qué?
Porque por dicho y redicho no ha quedado; es más, a muchos de esos jerarcas se
les ha llenado la boca con lo de “tolerancia cero” -oficialismo
de mannual-, y han seguido callando vergonzantemente y actuando como si nada.
Luego ya se ve que, si uno se descuida, las proclamas son como los mítines de
campaña de los políticos que, dicho por más de uno de ellos, están para mentir
a la gente, que se lo cree todo. Como dicen por Aragón: ¡Animalicos…!
El arzobispo de Los Ángeles
(California) -condiscípulo mío en Roma, por cierto-, ha dicho, visto lo visto,
que “la fractura más profunda hoy en la Iglesia es
moral y espiritual". Y tiene más razón que un santo.
Por tanto, después de aplicar
la “tolerancia cero” a todos los niveles en
los casos -muchos ya- que sea preciso, sin ningún miedo a que haya menos
sacerdotes o religiosos, y menos obispos y demás, habrá luego que reconstruir
los seminarios y las casas de formación; habrá que poner por obra lo que
reiterada y encarecidamente escribió san Juan Pablo II para los “curriculum” de estudio de los seminaristas;
habrá que reconstruir la vida de piedad de los seminaristas y
postulantes; habrá que vestirlos como lo que son; habrá que dejarse de
experimentos litúrgicos y de cualquier otra índole que desdigan de su vocación;
habrá que cerciorarse sobre su progreso espiritual y vocacional, sobre su
madurez humana, intelectual y moral; y habrá que arrumbar, de una vez por
todas, todo lo que ha traído esta corrupción de las raíces más profundas de la
vida en el interior de la Iglesia.
Porque la explicación de la
desaparición de enteros países de más que milenaria tradición católica, la
explicación del vaciamiento de las homilías, de la desaparición de la
frecuencia de Sacramentos, de la Adoración del Santísimo, de la piedad popular
-que ya se ve que donde se ha conseguido arrinconarlas y arrancarlas han
desaparecido hasta los mismos cátolicos: algo
tendría que ver por tanto; y no por el folclore, precisamente-, está en estos
árboles malos que solo pueden dar frutos malos. ¡Y vaya si los han dado!
Y tendrán que llevarlo a cabo
aquellos pastores con mando en plaza que, sin respetos humanos y con todos los
respetos divinos que haga falta -y les van a hacer mucha falta-, se decidan a
poner blanco sobre negro el problema y actuar en consecuencia, frente al “oficialismo” que, o bien está en el ajo o deja
que lo sigan estando los implicados en primer plano.
Siguiendo con el arzobispo de
Los Ángels: lo primero que hizo al tomar posesión de su sede fue poner en un
auténtico “arresto domicialiario” a su
antecesor, por poner un ejemplo; y no lo hizo porque no usaba bonete. Antecesor
que no ha dicho ni pio: por la cuenta que le tenía.
Por supuesto: seguir con el “conciliarismo”
de las Conferencias Espiscopales, que vienen a ser a nivel
jerárquico-eclesial como las “comunidades de base” de
la jerarquía católica para plantarse “colectivamente”
y, de este modo, pretendida y erroneamente disminuir sus obligaciones de
obediencia frente a las disposiciones papales, es un auténtico suicidio
colectivo de toda la cadena de mando de la Iglesia Católica. Con las
excepciones que haya, que las hay, naturalmente.
Y el Papa, ¿qué va a hacer? Pues lo
mismo que ha dicho y hecho hasta ahora al respecto: buenas palabras, casi
poéticas algunas, algún gestito que quede bien, pero nada práctico ni efectivo.
Sería un “milagrazo” que, a estas alturas,
fuese a cambiar su trayectoria o su discurso. Y no lo hará.
Me encantaría no
acertar, equivocarme totalmente. Pero me remito a su trayectoria pública y
publicada. Lo último, recién dicho y calentito aún, han sido sus
declaraciones en el viaje de vuelta de Dublín a Roma. Pues eso.
Vamos a seguir
rezando para que se acorte el tiempo de prueba, si es la Voluntad de Dios.
José Luis
Aberasturi
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