martes, 7 de agosto de 2018

EL SERMÓN DE LA MONTAÑA


Sus palabras no son meras fórmulas, sino verdade­ros preceptos que son como condiciones para el ingreso en el Reino de Dios, y en los que tienen su sitio vocablos como sacrificio, renuncia, despegue de sí, penitencia.
El Sermón de la Montaña se presenta como la Carta Magna, continuación de la Ley Antigua y promulga­ción de la Nueva y Eterna Alianza.
Ante él nos preguntamos: los preceptos de este Sermón ¿conciernen a cada cristiano personalmente?, ¿en qué medida hay que tenerlos en cuenta?, ¿cómo deben realizarse?, ¿son simples consejos sin poder obligante?, ¿son respuestas a una casuística concreta o directivas legales siempre válidas?
El Sermón de la Montaña es el primero de los cinco grandes discursos que forman el armazón del Evangelio de S. Mateo y es la expresión concentrada de la Moral evangélica. Literariamente está formulado en frases cortas que poseen un cierto ritmo con paralelismos y asonancias que facilitan la memorización, con vistas a la transmisión oral, y la meditación, intentando formar un conjunto tan completo como sea posible. Su enseñanza comienza con las Bienaventuranzas, agrupadas como un conjunto de promesas sobre el Reino, que responden a la cuestión de la felicidad y de la salvación y que alimentan una confianza donde se renueva la esperanza judía. Las Bienaventuranzas nos colocan ante opciones morales decisivas: «Nos invitan a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1723).
«Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de Dios, y en particular el mandamiento del amor al prójimo, interiorizando y radicalizando sus exigencias: el amor al prójimo brota de un corazón que ama y que, precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores exigencias. Jesús muestra que los mandamien­tos no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino moral y espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor (cf. Col 3,14)» (San Juan Pablo II, Encíclica Veritatis Splendor nº 15). Por ello las bienaventuranzas forman un conjunto de preceptos que orientan la actividad de los discípulos a la vez hacia el Padre que «ve en lo secreto» (Mt 6,18), y hacia el prójimo, según las dos dimensiones de la caridad. El cambio es tal que supone una transformación de la Moral: ya no se trata de una Moral estática basada en una ley natural que fija límites, sino de una Moral dinámica animada por un ímpetu hacia el progreso y hacia el perfeccionamiento de la generosidad.
El Sermón nos revela lo que el Espíritu Santo quiere realizar en nuestra vida si abrimos nuestro espíritu a su acción por la fe, esperanza y caridad. El Sermón es una Palabra que quiere encarnarse en nosotros y ser puesta en práctica con ayuda de la gracia vivificante que contiene. Posee por tanto dos dimensiones: una es la de interioridad, dirigida hacia el corazón del hombre y su relación con el Padre; la otra puede ser calificada como su dimensión exterior, estando dirigida hacia la acción concreta y hacia los demás, dimensiones que coinci­den con el amor a Dios y al prójimo, incluido el amor hacia los enemigos (Mt 5,44).
Jesús no intentó abolir la ley judía. Él mismo la cumplió y mandó cumplirla (Mt 5,17). Pero al mismo tiempo se siente con autoridad para interpretarla y cambiarla, ya que se sabe portador de un mensaje nuevo, de una interpretación de la voluntad de Dios que supera la praxis legalística judía y la justicia de escribas y fariseos (Mt 5,20). En efecto el problema central para el judío religioso era como alcanzar la justicia ante Dios, siendo la respuesta del rabinismo la acumulación de un número de méritos que supere ante Dios el peso de las culpas.
En cambio Jesús rompe con este esquema. Radicaliza su espíritu, incluso yendo más allá de la letra (cf. Mt 5,21-48). La enseñanza sobre el divorcio (Mt 5,31-32), los juramentos (Mt 5,33-37), la ley del talión (Mt 5,38-42) constituyen casos claros de revocación de la antigua Ley. Para el discípulo cristiano el toracentrismo de la Ley queda desplazado por el cristocentrismo. Además una de sus enseñanzas más claras es la gratuidad de la salvación. Las parábolas del publicano y del fariseo (Lc 18,9-14), del hijo pródigo (Lc 15,11-32) y la de los jornaleros de la viña (Mt 20,1-16) nos indican que no debemos confiar en nuestras propias fuerzas, sino que lo que hemos de buscar es nuestra entrega radical a Dios.
Por ello la voluntad de Dios es para Jesús norma absoluta­mente obligante, voluntad que hay que buscar en la realidad viva, siendo la intención el centro de la personalidad moral (Mt 5,8 y 28; Mc 7,6), pero sin olvidar el actuar externo (Mt 7,21; Lc 6,43-49).
Sus palabras no son por tanto meras fórmulas, sino verdade­ros preceptos que son como condiciones para el ingreso en el Reino de Dios, y en los que tienen su sitio vocablos como sacrificio, renuncia, despegue de sí, penitencia. En cuanto a su posibilidad de realización hemos de reflexionar y meditar la respuesta de Jesús a sus discípulos que le preguntaban asombrados ante sus exigen­cias, sobre quién podría salvarse: «Para los hombres es imposi­ble, pero no para Dios, porque para Dios todo es posi­ble» (Mc 10, 27). Es decir Jesús es exigente pero bueno frente a los descon­certados y cree realizables sus preceptos, no porque podamos realizarlos por nosotros mismos, sino porque sabe que Dios nos ayuda siempre con sus gracias. Por nuestra parte si queremos comprender el Sermón de la Montaña, es necesario empezar por creer y ponerlo en práctica, pues sólo resulta comprensible para aquéllos que se comprometen con él por la fe activa y debemos tener muy claro que necesitamos la ayuda de la gracia divina para empezar a cumplirlo.
En resumen Jesús nos invita a poner nuestra confianza, no en nuestros méritos u obras, sino en la Omnipotencia, Misericor­dia y gracia de Dios.
Pedro Trevijano, sacerdote

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