(S.E. 18)
Los Hechos de los Apóstoles nos han puesto en contacto con la vida y la
historia de la Iglesia primitiva. Con el estudio de las epístolas paulinas va a
resultar más directo este contacto. No obstante, antes de entrar en el detalle
de los textos, es útil detenerse en algunas generalidades.[1]
Tras los
libros de carácter histórico–narrativo, Evangelios y Hechos de los Apóstoles,
el Nuevo Testamento presenta los escritos sagrados que desarrollan
teológicamente el núcleo original de la predicación apostólica sobre Jesús.
Entre estos escritos destacan las cartas, catorce en total, cuyo remitente
lleva el nombre de San Pablo o, como en el caso de la Carta a los Hebreos, muestran
el influjo y la autoridad de este Apóstol.
En la
antigüedad clásica había dos géneros epistolares: las cartas familiares,
comerciales, etc., y las epístolas, especie de tratados o ensayos sobre un
tema, dedicados a alguna personalidad, amigo o familiar. Los escritos de San
Pablo participan de ambos géneros: son cartas por su tono familiar, con
saludos, recomendaciones y despedidas; y son epístolas, en cuanto presentan
enseñanzas doctrinales y morales.
El orden
en que las cartas paulinas suelen venir en códices antiguos y ediciones
impresas de la Biblia es convencional, no cronológico: primero se agrupan las
dirigidas a comunidades; después las enviadas a personas. Dentro de esa
agrupación, se ponen por orden de extensión y de relevancia en la vida de la
Iglesia, a excepción de Hebreos, que suele ser la última.
1.- SAN PABLO
Para
reconstituir la vida de san Pablo tenemos a nuestra disposición dos clases de
documentos: por una parte, los Hechos de los Apóstoles; por otra, las notas
autobiográficas esparcidas en las epístolas. Aparte las indicaciones concretas
relativas a cada carta, San Pablo habló de su pasado en varias ocasiones: Gal
1:11-2:14; 1 Cor 15: 8-9; 2 Cor 11:22-33; Rom 11:1; Fil 3: 4-6; 2 Tim 1:5; 3:
10-11. Estas notas autobiográficas son el testimonio más sólido que poseemos
sobre la vida de san Pablo, y las notaciones de los Hechos deben matizarse en
función de ellas.
San Pablo
fue el hombre al que Dios llamó y envió para emprender la difusión universal
del cristianismo. Ciertamente, ya en el mismo Jesucristo está presente el
designio de salvación universal, pero la personalidad y la actividad de San
Pablo fueron decisivas para extender la buena noticia del Evangelio por el
mundo entonces conocido.
El
anuncio del Evangelio a los gentiles no fue una genial decisión personal de San
Pablo, pues en realidad dimanaba de la propia esencia de aquel mensaje. San
Pablo lo que hizo fue ponerlo en práctica tal como lo había recibido. Por eso,
habla de un misterio escondido durante siglos en Dios y ahora manifestado, del
cual él se sabe ministro: la salvación de judíos y gentiles hasta formar un
solo Cuerpo, que es la Iglesia. Como manifestación concreta de esa actitud se
puede señalar que San Pablo procuró actuar siempre de acuerdo con el Colegio
Apostólico. Por eso consultó a los Apóstoles y presbíteros de Jerusalén sobre
el modo en que estaba realizando su labor evangelizadora, y ellos le
ratificaron el encargo de predicar a los gentiles, mientras que San Pedro se
dedicaba más directamente a los judíos. Sin embargo, no fue el único en
acometer esa ingente tarea, pues también los Doce fueron a anunciar el
Evangelio a otros pueblos y otros países sin relación con el judaísmo, como se
desprende de las antiguas tradiciones sobre su vida, de las noticias que nos
dan los primeros escritores cristianos, y de las mismas cartas del Nuevo
Testamento (las llamadas cartas católicas), que se dirigen también a fieles que
proceden de los gentiles. ´
1.1.- Formación de San Pablo: un judío
de la diáspora
San Pablo
fue un instrumento cuidadosamente formado y escogido para la misión divina que
le fue encomendada. Él era sin ninguna duda un judío. Pero un judío nacido y
educado en la diáspora, en ambiente griego. Él mismo se refiere a su judaísmo
con orgullo: era de la tribu de Benjamín, de una familia observante, fariseo en
la interpretación de la Ley, celoso en mantener las tradiciones paternas (Cfr
Gal 1:14; 2 Cor 11:22). Su pensamiento tiene siempre como centro la Sagrada
Escritura, que cita y comenta explícitamente muchas veces; su preocupación es
la Salvación prometida a Israel; y su visión teológica está profundamente
penetrada por el sentido de la historia, según las tradiciones de su pueblo.
Este
judío, que adquirió en Jerusalén a los pies de Gamaliel (Cfr. Hech 22:3) una
buena formación rabínica, había recibido previamente una esmerada educación
helenística en Tarso, su ciudad natal. No sabemos qué estudios cursó, pero por
su estilo y por muchos rasgos de su pensamiento, es más que probable que tuviera
una formación retórica esmerada, de nivel superior, y que su conocimiento del
estoicismo fuera bastante profundo.
Junto a su origen judío y su formación helenística, un tercer factor a
tener en cuenta es que San Pablo era ciudadano romano por nacimiento, lo que
constituía un privilegio muy valorado (Cfr. Hech 22: 25-28). Este hecho supone
que su padre había conseguido la apreciada ciudadanía con la posibilidad de
transmitirla, y esto hace pensar que la familia de Pablo, aun siendo muy
practicante, no pertenecía a los grupos judíos más cerrados como los celotes.
Esta apertura mental en el ámbito civil, unida a una honda convicción
religiosa, explica muchas de sus palabras alentadoras, como, por ejemplo, las
dirigidas a los filipenses: “Por lo demás, hermanos, cuanto
hay de verdadero, de honorable, de justo, de íntegro, de amable y de
encomiable; todo lo que sea virtuoso y digno de alabanza, tenedlo en estima. Lo
que aprendisteis y recibisteis, lo que oísteis y visteis en mí, ponedlo por
obra; y el Dios de la paz estará con vosotros” (Fil 4: 8-9).
1.2.- Vocación y misión
El libro de los Hechos nos ha transmitido tres relatos de la vocación de
San Pablo en el camino de Damasco (Hech 9: 1-19; 22: 5-16; 26: 10-18). En el
primer relato, Dios mismo revela a Ananías la misión de San Pablo: “El Señor le dijo: Vete, porque éste es mi instrumento elegido
para llevar mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le
mostraré lo que deberá sufrir a causa de mi nombre” (Hech 9: 15-16). El segundo relato cuenta
cómo Ananías revela a Saulo su misión: “Él
me dijo: El Dios de nuestros padres te ha elegido para que conocieras su
voluntad, vieras al Justo y oyeras la voz de su boca, porque serás su testigo
ante todos los hombres de lo que has visto y oído”(Hech 22: 14-15). En el tercer relato, finalmente, San
Pablo resume su toma de conciencia de la misión recibida: “Y el Señor me dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero
levántate y ponte en pie, porque me he dejado ver por ti para hacerte ministro
y testigo de lo que has visto y de lo que todavía te mostraré. Yo te libraré de
tu pueblo y de los gentiles a los que te envío, para que abras sus ojos y así
se conviertan de las tinieblas a la luz y del poder de Satanás a Dios, y
reciban el perdón de los pecados y la herencia entre los santificados por la fe
en mí” (Hech 26: 15-18). Según concluimos de estos
textos, a San Pablo le fue asignada por Dios la misión de anunciar el Evangelio
a todos los hombres, primero a los judíos y después a los gentiles.
San
Pablo, al revelársele Jesús y comprender que era el Mesías glorificado, tuvo
que cambiar radicalmente su manera de pensar como ferviente fariseo. Si antes
consideraba que el camino para llegar a Dios era la Ley, ahora se convence de
que la Ley sola no sirve, puesto que Jesús, el Mesías e Hijo de Dios, había
sido condenado según la Ley, era maldito para la Ley (Cfr. Gal 3:13). Si antes
pensaba que el verdadero Israel era el que descendía de Abrahán según la carne
y cumplía la Ley, ahora entiende que el verdadero Israel son los seguidores de
Jesús, con los que Jesús mismo se identifica (Cfr. Hech 9:5). En el camino de
Damasco, al encontrarse con Cristo, San Pablo adquiere una nueva visión de los
planes de Dios y esa visión será la base de su reflexión posterior y de su
teología.
Inmediatamente
después de su encuentro con Cristo, San Pablo se dirige a los judíos de Damasco
(Cfr. Hech 9:20) y, cuando fue a Jerusalén, predicó a los helenistas, es decir,
a los judíos de origen no palestino (Cfr. Hech 9:29). Sólo más tarde tuvo lugar
en Antioquía su primer contacto con los gentiles, cuando ayudó a Bernabé en su
obra evangelizadora (Cfr. Hech 11:25). Después, cuando el Espíritu Santo le
designó, junto con Bernabé, para una misión especial, fue a Chipre y empezó a
predicar en las sinagogas de Salamina (Cfr. Hech 13:5). Lo mismo hizo en
compañía de Bernabé en Antioquía de Pisidia, y la misma conducta —empezar por
la predicación en la sinagoga— mantuvo en Iconio, en Filipos, Tesalónica,
Berea, Corinto, Éfeso y Roma. En Antioquía de Pisidia, Corinto y Éfeso se
enfrentó con la obstinada oposición de los judíos y declaró que se iba a
dedicar a los gentiles, como hizo de hecho, aunque no descuidó nunca el trato
con los miembros de su pueblo, para los cuales siempre tuvo palabras de afecto
(Rom 9: 1-5).
1.3.- La inculturación helénica
San Pablo
optó por escribir directamente en griego las cartas dirigidas a las comunidades
cristianas. Decisión lógica —ya que era la lengua de uso común para esos
cristianos—, pero de indudable trascendencia para marcar nuevos caminos en la
expresión del mensaje de la fe. El escrito más antiguo del Nuevo Testamento es
posiblemente una carta suya, la Primera a los Tesalonicenses, redactada
alrededor del 51-52 d.C., directamente en griego.
Conviene
recordar que la mayor parte del Antiguo Testamento, donde se contiene el
comienzo de la Revelación divina, fue escrito en hebreo, con algunos pasajes en
arameo, y sólo en épocas cercanas a la era cristiana se redactaron algunos
libros en griego. La gran tarea de verter la revelación bíblica en el contexto
cultural griego, comenzada con la traducción del Antiguo Testamento (la versión
de los Setenta), sería continuada y culminada con el Nuevo Testamento, cuyos
libros fueron compuestos en esa lengua. Aquella decisión del Apóstol dio
comienzo a la cultura cristiana en griego, destinada a perdurar siglos y a
forjar el pensamiento cristiano.
1.4.- Cronología de la vida de San
Pablo
No es
posible establecer con absoluta exactitud la cronología de toda la vida de San
Pablo, pues las principales fuentes para su conocimiento, sus cartas y los
Hechos de los Apóstoles, no se preocupan excesivamente por ofrecer referencias
temporales. Sin embargo, se pueden datar con cierta precisión los hitos más
importantes de su vida.
Los
estudiosos se inclinan a pensar que San Pablo nació en Tarso de Cilicia (Cfr.
Hech 9:11) entre los años 5-10 d.C., pues Lucas le califica con el
adjetivo “joven”, al relatar el martirio de
San Esteban (Cfr. Hech 7:58), ocurrido no mucho tiempo después de la muerte del
Señor el año 30.
Para la
fecha de la aparición de Cristo cerca de Damasco las referencias principales
están en la Carta a los Gálatas (Gal 2: 1-2 y 1: 14-21), donde San Pablo
refiere que tres años después de recibir la llamada del Señor subió a Jerusalén
(Cfr. Gal 1:18), y que volvió a hacerlo catorce años más tarde (Cfr. Gal 2:1).
Teniendo en cuenta que la asamblea de Jerusalén ocurrió el año 48 o
el 49, se piensa que la aparición cerca de Damasco debió de darse hacia
el 32 o el 35.
El dato
más firme para el establecimiento de fechas en su actividad apostólica lo
ofrece una inscripción de Delfos, publicada en 1905, en la que se menciona
a Junio Galión como procónsul de Acaya. Galión desempeñó ese cargo entre el
año 51 y el 52. Según el relato de Hechos, San Pablo, estando en
Corinto durante su segundo viaje misionero, fue llevado por judíos amotinados
ante el tribunal de Galión, el cual, al ver que se trataba de cuestiones de la
Ley judía, no quiso intervenir (Cfr. Hech 18: 12-17). La comparecencia de San
Pablo ante Galión debió de ocurrir a fines del año 51 o poco después.
La
cautividad de San Pablo en Cesarea la Marítima puede también datarse con cierta
precisión. Según Hechos, San Pablo fue conducido de Jerusalén a Cesarea por
orden del tribuno Claudio Lisias, para comparecer ante el prefecto Antonio
Félix (Cfr. Hech 23:24-24:27). Durante el arresto de San Pablo en Cesarea,
Antonio Félix fue sustituido por Porcio Festo. A pocos días de la llegada de
Festo, San Pablo apela al tribunal de César (Cfr. Hech 25:11). ¿Cuándo
ocurrieron estos sucesos? Los historiadores Tácito y Flavio Josefo, que se
refieren al cambio de Félix por Festo, no son muy precisos, pero la mayoría de
los estudiosos modernos se inclina por el año 60.
Hechos no habla de la muerte de San Pablo. Una antigua tradición,
recogida en el siglo IV por Eusebio[2],
dice que murió decapitado en Roma, durante la persecución de Nerón, la misma en
la que Pedro fue crucificado (años 64-67). San Clemente Romano (hacia
el 95), refiere que San Pablo “viajó hasta el
extremo occidente” [3] antes
de dar testimonio con la muerte. Los otros documentos antiguos que se refieren
al posible viaje a España son más tardíos[4],
e historiográficamente menos seguros. Por su parte, los análisis de Cartas y de
Hechos no aportan datos en contra de esas antiguas tradiciones. Los cálculos de
la edad que podría tener en su martirio oscilan entre los 55 y 60
años.
Resumiendo,
podríamos hacer el siguiente cuadro esquemático:
·
Nacimiento: entre
el 5 y el 10 d.C.
·
Conversión: entre
el 32 y el 35.
·
Estancia de Damasco
y en Arabia. Visita a los Apóstoles: hacia el 37.
·
Estancia en
Antioquia: 43-44.
·
Primer viaje
misional: 45-49.
·
Concilio de
Jerusalén: 49.
·
Segundo viaje
misional: 49-52.
·
Tercer viaje
misional: 53-58.
·
Cautividad en
Cesarea: 58-60.
·
Viaje a Roma:
60-61.
·
Cautividad en Roma:
61-63.
·
Posible viaje a
España: entre el 63 y el 67.
·
Segunda cautividad
en Roma: 65.
·
Muerte en Roma:
hacia el 67, teniendo entre 55 y 60 años.
2.- LAS COMUNIDADES Y CARTAS PAULINAS
Las cartas
de San Pablo, escritas a comunidades cristianas concretas, responden a
necesidades específicas pero ofrecen unas perspectivas doctrinales que
trascienden esos precisos momentos y les confieren un valor perenne. A la vez,
proporcionan abundante información acerca de la actividad del Apóstol y de las
circunstancias históricas en las que se desenvolvió. Con los datos que ofrecen,
completados por aquellos recuerdos de su actividad que han quedado consignados
en los Hechos de los Apóstoles, es posible seguir, al menos a grandes rasgos,
las huellas de la acción de San Pablo en la historia del cristianismo naciente.
2.1.- Las comunidades paulinas
El
Evangelio se difundió en un primer momento por la cuenca del Mediterráneo en el
seno de las comunidades judías de la diáspora. Allí donde había judíos empezó a
haber algunos cristianos. Se trataba al principio de ciudades importantes por
ser encrucijadas de caminos, centros del comercio o capitales de regiones o
provincias del Imperio. Pronto, antes del 50 d.C., hubo cristianos en
Roma, Alejandría, Antioquía, Cesarea y Damasco.
San
Pablo, en su labor evangelizadora, dedicó particular atención a las poblaciones
donde confluían las vías de comunicación, y con ellas los intercambios
comerciales y culturales. Tal es el caso de Tesalónica. Lo mismo se puede decir
de Corinto y Éfeso, en las que el Apóstol se detuvo varios años y que estaban
emplazadas en lugares estratégicos. De este modo el cristianismo podía
difundirse con facilidad a las regiones vecinas.
Después
de Jerusalén, la siguiente comunidad cristiana en orden de importancia residía
en Antioquía. Por lo que podemos reconstruir a partir de los Hechos de los
Apóstoles, se trataba de una comunidad cristiana en la que la mayor parte de
sus miembros eran de origen pagano. Allí los creyentes en Cristo recibieron por
vez primera el nombre de “cristianos” (Hech
11:26). Los antioquenos poseían un acentuado espíritu misionero y se sentían
vinculados con lazos de fraternidad y solidaridad con la comunidad de Jerusalén
(Cfr. Hech 11: 27-30).
Es
precisamente desde Antioquía desde donde San Pablo realiza sus viajes
apostólicos, narrados con gran detenimiento en el libro de los Hechos de los
Apóstoles (Hech 13:1-28:31). El Apóstol, primero en el interior de Asia Menor
(Galacia, Panfilia, Licaonia), y luego por el continente europeo (Tesalónica,
Filipos, Atenas, Corinto), no se limitó a convertir y bautizar, sino que
estableció comunidades estructuradas, con unos responsables al servicio de la
instrucción cristiana, santificación y difusión del Evangelio.
Estas
comunidades cristianas primitivas, salvadas las diferencias geográficas y
étnicas, tienen caracteres comunes: en primer lugar, incluyen, en un plano de
absoluta igualdad, a gentiles y judíos (Cfr. Gal 3:28); no sólo esto sino que
también están en un plano de igualdad libres y esclavos, hombres y mujeres.
Todos han sido rescatados por Cristo y gozan de la condición de hijos de Dios.
Sobre esta base común descansan las otras propiedades de la vida de los
cristianos.
2.2.- Las cartas paulinas
Las cartas de San Pablo responden a necesidades concretas de las
comunidades por él fundadas, a la preparación de viajes que proyectaba hacer, a
circunstancias personales de los destinatarios, etc. Por eso, lo que escribe en
sus cartas no constituye un sistema de ideas o un cuerpo teológico
estructurado, sino la vivencia del misterio de Cristo, que él quiere difundir
por todo el mundo y que expone a las comunidades o personas a las que escribe.
San Pablo sólo tiene un propósito: anunciar el Evangelio de Jesucristo que
es “fuerza de Dios para la salvación de todo el
que cree…” (Rom 1:16). Ésta será la doctrina que irá
exponiendo en cada una de sus cartas desde distintos puntos de vista,
atendiendo siempre a la situación y mentalidad de los destinatarios. El núcleo
fundamental es en todas ellas el mismo: Jesucristo es el salvador del hombre y
del mundo, de todo hombre —judío o gentil— y de la entera creación.
Desde el
punto de vista histórico, hay datos para asegurar que, de entre las cartas que
se conservan de San Pablo, la primera que escribió fue la dirigida a los
tesalonicenses en el curso de su segundo viaje misionero (1ª Tesalonicenses), y
que, después, en el tercer viaje escribió la Carta a los Gálatas, las dos
dirigidas a los Corintios y la Carta a los Romanos. En cuanto a las demás, se
discute en qué momento de la vida del Apóstol han de ser situadas con
precisión.
La investigación histórica y literaria de las cartas que se han
transmitido en torno a la figura del Apóstol ha puesto de manifiesto que
algunas de ellas presentan unos rasgos específicos tan característicos que no
permiten dudar seriamente de que tengan al propio San Pablo como autor. Se
trata de la Carta a los Romanos, las dos dirigidas a los Corintios, Gálatas,
Filipenses, la Primera a los Tesalonicenses y Filemón. En estas cartas la
autenticidad paulina no ha sido discutida con argumentos de peso ni en la
antigüedad ni en nuestros días. En cambio, la Segunda Carta a los
Tesalonicenses, Efesios, Colosenses, las dos Cartas a Timoteo y la dirigida a
Tito han suscitado en tiempos recientes opiniones confrontadas. Se discute
hasta qué punto se puede afirmar que fueron redactadas personalmente por San
Pablo o si más bien, aunque contengan doctrina paulina, la composición última
debiera de ser atribuida a alguno de sus discípulos[5].
En mucha
mayor medida se discute la relación con el Apóstol de la Carta a los Hebreos,
ya que en ese caso ni siquiera figura su nombre en el encabezamiento, como
sucede en las demás. En cualquier caso, la Iglesia ha recibido todas esas
cartas como divinamente inspiradas, fuente de la Revelación cristiana de valor
permanente, a la vez que las tiene como preciosos testimonios sobre la vida y
el pensamiento del Apóstol, de sus colaboradores y de las primeras comunidades
cristianas.
3.- GRANDES TEMAS DOCTRINALES DE LAS
CARTAS DE SAN PABLO
Las
cartas de San Pablo tienen una gran riqueza doctrinal. En las introducciones a
las distintas cartas se irán señalando los rasgos más característicos de cada
una de ellas. Sin embargo, hay algunos contenidos que reaparecen una y otra vez
con formulaciones, ya sea análogas, ya complementarias, que conviene tener en
cuenta desde el principio para entender bien a San Pablo. Nuestro cometido
ahora, es presentar las líneas maestras de la doctrina expuesta en sus
escritos.
3.1.- La resurrección de Cristo
La
aparición de Cristo resucitado a San Pablo cerca de Damasco es la vivencia
clave para la fe y para la enseñanza del Apóstol. Por lo demás, San Pablo sigue
la predicación apostólica en la significación de la resurrección gloriosa de
Jesús como prueba por excelencia de la verdad de lo que hizo y dijo. San Pablo
explicita que la resurrección de Cristo es también la prueba de nuestra
resurrección. El rito de la inmersión en el agua bautismal significa y produce
nuestra muerte con Cristo al pecado, y la salida del agua, el nacimiento de la
nueva criatura a la vida de la gracia y a la esperanza de la futura
resurrección gloriosa (Cfr. Rom 6: 5-11).
3.2.- Jesucristo, el único salvador
Antes de
su conversión, San Pablo compartía la concepción básica del judaísmo, a saber,
que Dios había elegido a Israel como pueblo depositario de las promesas a los
patriarcas, renovadas en la Alianza y la Ley de Moisés, y que la salvación
residía en el cumplimiento de la Ley. No se habla en el epistolario ni en
Hechos de qué modo esperaba San Pablo la liberación divina por medio del Mesías
anunciado por los profetas. En cualquier caso, antes de la experiencia del
camino de Damasco compartía la opinión de muchos de sus correligionarios de que
Jesús el Nazareno no era el Mesías, sino que era tomado por tal por algunos
judíos disidentes, lo cual constituía un peligro que debía ser combatido con
brío en bien del judaísmo (Cfr. Hech 22: 3-5). Pero cuando se le reveló
resucitado se produjo en San Pablo la súbita comprensión de la verdad: ¡Jesucristo vive! ¡Es el Mesías! Las gracias
subsiguientes le hicieron profundizar en la fe: Jesús era el Hijo de Dios y San
Pablo debía anunciarlo (Cfr. Gal 1: 15-16).
Lo que después predicó y escribió es la vivencia del misterio de Cristo.
Su vocación divina era para anunciar la buena nueva, el Evangelio de
Jesucristo, que es “fuerza de Dios para la
salvación de todo el que cree” (Rom
1:16). Éste es el núcleo doctrinal que expondrá en sus cartas desde diversos
enfoques. El mensaje de fondo es el mismo: Jesucristo es el único salvador de
todo hombre, judío o gentil (Rom 3:22-23).
3.3.- El misterio salvífico
El “evangelio” de San Pablo es la proclamación del
plan de Dios para la salvación de la humanidad. El designio fue anunciado en el
Antiguo Testamento, por los profetas, pero sólo mediante Cristo ha sido
revelado a los Apóstoles. San Pablo expresa el plan salvador de Dios en Cristo
mediante varias fórmulas equivalentes: “misterio de
Cristo”, “del evangelio”, “de Dios”, “de la fe”, etc., o simplemente “el misterio”, para indicar que ha estado
escondido por los siglos hasta su revelación en Cristo. Lo que se le revela a
San Pablo es precisamente que el misterio se ha realizado en Cristo. El evento
de Damasco y las sucesivas gracias recibidas no significaban una nueva
religión, sino la comprensión profunda de la única revelación, desde los
patriarcas hasta su plenitud en Jesucristo.
3.4.- La divinidad de Jesucristo
En las
cartas muestra con claridad que Jesús es el Hijo de Dios. Emplea diversos
títulos, ya utilizados en la predicación apostólica: “el Señor”, “el Hijo de
Dios”, “el Salvador”. Incluso en Rom 9:5 y Tit 2:13 le llama “Dios”
(“Dios bendito”, “Gran Dios”). Y en Col 1: 15-17 habla de su preexistencia
eterna antes de ser enviado al mundo, antes incluso de que el mundo existiera.
Jesucristo es coeterno al Padre y enviado por Él, por amor a los hombres.
3.5.- La Encarnación del Hijo de Dios
El Hijo de Dios asumió nuestra existencia humana, “nacido de mujer, nacido bajo la Ley”(Gal 4:4), “se anonadó a sí mismo” (Fil 2:7), y venció al
pecado en su propia carne (Cfr. Rom 8:3). De este modo, todos los elementos que
esclavizaban a la criatura humana —pecado, carne, muerte, Ley— fueron vencidos
por Cristo. Su muerte es la mayor demostración del amor de Dios por el hombre
(Cfr. Rom 5:8). Cristo, al asumir la condición humana, se constituye en
representante y cabeza de la humanidad, en el nuevo Adán (Cfr. 1 Cor 15: 20-22;
Rom 5:14). La muerte de Cristo ha obtenido el perdón de los pecados y nos ha
introducido en una vida nueva (Cfr. Rom 4:25).
3.6.- Justicia y justificación
San Pablo
habla de la justicia de Dios. Con este término, se designa el poder salvífico
de Dios a través de la obra redentora de Cristo, que alcanza al fiel mediante
la adhesión por la fe en Jesús. El otro lado de la cara es la justificación, es
decir, la nueva relación de la criatura humana con Dios, realizada por la
gracia divina.
En el
proceso de la justificación, según San Pablo, se pueden apreciar tres aspectos:
Primero, la justificación se da por iniciativa divina, no por mérito de
acciones humanas precedentes (Cfr. Rom 8: 29-30). Segundo, Dios quiere que
todos los hombres se salven (Cfr. 1 Tim 2: 3-4). Tercero, aunque Dios toma la
iniciativa y la parte principal en la justificación, cada hombre debe
corresponder personalmente (Cfr. Rom 6: 17-18).
3.7.- La existencia cristiana
en Cristo
Al adherirnos a Cristo por la fe somos hechos hijos de Dios: “Y, puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el
Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre! De manera que ya no eres siervo,
sino hijo; y como eres hijo, también heredero por gracia de Dios” (Gal 4: 6-7). La vida en Cristo, o el vivir
Cristo en el cristiano (Cfr. Gal 2: 19-20), se identifica con la filiación
divina y con el don del Espíritu Santo, por el cual se nos ha infundido el amor
de Dios (Cfr. Rom 5:5).
La
dignidad del cristiano lleva consigo serias exigencias morales. La depravación
moral de la sociedad greco–romana del siglo I exigía a los neófitos
superar concepciones éticas y hábitos de conducta sumidos con frecuencia en el
pecado. Era menester la gracia de Dios y la correspondencia humana (Cfr. 1 Cor
6: 9-11). San Pablo da también la razón teológica de la dignidad del cristiano
al afirmar que su cuerpo es templo del Espíritu Santo (1 Cor 6:19).
3.8.- La Iglesia
De los
hagiógrafos neotestamentarios, San Pablo es el que más veces y más
profundamente sondea el ser de la Iglesia. La penetración de San Pablo en este
misterio comienza ya en el momento de su conversión, cuando oyó del mismo
Jesús, que se le aparece resucitado en el camino de Damasco, la misteriosa
identidad entre Cristo y los cristianos: “Saulo,
Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hech 9:4). A esta revelación primera y
directa se irán añadiendo otras revelaciones y otras experiencias, que irán
completando y ahondando su visión del misterio de la Iglesia.
Aunque en
sus cartas, a veces, se designa por iglesias las comunidades cristianas locales
o regionales (Cfr. 1 Tes 1:1; 2 Cor 1:1), ya en la primera etapa, el Apóstol
tiene clara conciencia de que la Iglesia es una y única: no hay más que una
Iglesia. Y junto a las notas de unidad de la Iglesia y de unión de los
cristianos con Cristo y entre sí, encontramos la concepción, profundamente
arraigada, de que la Iglesia es Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios (Cfr. Rom
12;5; 1 Cor 10:16…). Se subraya así la relación profunda y misteriosa de la
Iglesia con Cristo, que convierte a la Iglesia en instrumento universal de
salvación (Cfr. Ef 3: 9-11).
[1] Las introducciones a cada evangelio y cartas
del Nuevo Testamento están tomadas de la Sagrada Biblia, Ed. Eunsa, Navarra y
de la Introducción a la Biblia de A. Robert y A. Feuillet, Ed. Herder,
Barcelona 1967.
[5] En la introducción a cada una de las cartas
se habla de modo más específico sobre este particular.
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