Monseñor Aguer ha dejado de
ser Arzobispo de la Plata pero su profunda, oportuna y elegante palabra seguirá
siendo, por muchos años, luz para quienes peregrinamos en Argentina. Lo saludé
sólo una vez, pero sus escritos, especialmente los vinculados a temas de
educación y sus homilías, han sido de un enorme valor en todos estos años de
ministerio sacerdotal. Admiré y admiraré siempre su notable erudición y su
capacidad de decir la verdad de siempre en un lenguaje comprensible para el
hombre de hoy, además de su valentía para dejarse “despellejar”
si era necesario, asumiendo la incorrección política y eclesial muy
seguido.
Me tomo el atrevimiento
-adelantándome a lo que tal vez se hará luego desde la dirección del portal- de
compartir su homilía en la Fiesta de Corpus Christi. Una joya en todo sentido.
Ruego al Señor que Monseñor
continúe ejerciendo su magisterio episcopal allí donde la Providencia lo envíe,
para Gloria de Dios y provecho de todos nosotros.
LA SANGRE Y EL PERDÓN
Homilía
en la Misa de Corpus Christi
Iglesia
Catedral, 2 de junio de 2018
Había
llegado el día en que se sacrificaba el cordero pascual, y Jesús encomienda a
sus discípulos que preparen la comida ritual de la celebración. La indicación y
su cumplimiento parecen un suceso misterioso, pero ocurrido en una situación
que resultaba habitual para esa fecha. A los comienzos, según se lee en el
Deuteronomio (16, 7), la pascua debía celebrarse en el atrio del
templo, pero después se transfirió a las casas; se hizo rito hogareño. Era
costumbre que los habitantes de Jerusalén ofrecieran generosamente lugar a los
peregrinos para cumplir con la fiesta. Los discípulos, siguiendo el mandato
recibido, debían encontrar el lugar adecuado, matar el cordero, preparar panes
ácimos y disponer la mesa con sus accesorios. Todo sucedió tal como la
providencia de Jesús lo había planeado.
La
comida propiamente tal, después de lavarse las manos, consistía en compartir el
cordero asado, según lo prescrito y en las tradiciones. Sin embargo, la
precedía un “aperitivo”, por llamarlo así;
se pasaba una primera copa, antes y después de la cual correspondía una
alabanza; seguían las hierbas amargas, mojadas en vinagre, y la compota –jarosét, en
hebreo- de dátiles, higos y pasas. Después de un primer rezo de salmos venía la
segunda copa, cuando se explicaba el sentido de la fiesta: el paso, la pascua,
de Israel de la esclavitud a la libertad; el pan ázimo era un memorial de
aquella intervención de Dios en favor de su pueblo. Recordemos rápidamente que
la eucaristía es el memorial del sacrificio de Cristo, cordero inmolado y pan
de vida. La tercera copa ritual, de bendición, corresponde en la Última Cena a
la consagración del vino como sangre de la alianza nueva y definitiva, que es
derramada en la cruz por la comunidad y para que el mundo entero llegue a ser
Iglesia de Dios. El gesto de tomar el pan, pronunciar la bendición, partirlo y
entregarlo es la berajá, la oración judía sobre la mesa, que Mateo y
Marcos llaman eulogía, y Lucas y Pablo eujaristía.
Las
palabras de la institución eucarística nos son transmitidas con variantes en
los tres evangelios sinópticos y en la primera Carta a los Corintios, pero
todas las fórmulas recogen lo esencial: el cuerpo y la sangre del Señor son
dados a comer y beber. Esa celebración de la Cena ocurre insertada en el
dinamismo de la Pasión, sacrificio de la Nueva Alianza para el perdón de los
pecados. Este año, la liturgia de la Palabra subraya el valor de la sangre, que
tenía una importancia capital en el ritual de los sacrificios del Antiguo
Testamento; hacía referencia a aquella sangre que señaló las puertas de los
israelitas en Egipto para librarlos del exterminador. En los pueblos primitivos
la sangre está siempre en relación con lo sagrado y con la creación de una
comunidad. Según el Levítico la sangre es el alma de la carne, el principio
vital del cuerpo (17, 11). Carne y sangre constituyen, según el pensamiento
bíblico, al hombre en su naturaleza perecedera. El Hijo eterno de Dios,
el Logos, asumió nuestra
condición mortal; se hizo carne, sárx (Jn. 1, 14). En el llamado Discurso
Eucarístico del cuarto evangelio (Jn. 6,
53-56), Jesús promete que su carne –sárx–
será comida-brósis- y su sangre-háimá– será bebida –pósis-. En
las palabras de la Cena en lugar
de carne se dice cuerpo -sōma-.
El cuerpo carnal del Señor y su sangre preciosa, tomados de María, hacen
presente en el sacramento eucarístico a la persona misma de Jesús, verdadero
Dios y verdadero hombre: cuerpo, sangre, alma y divinidad, como aprendí a
recitar del catecismo a los siete años. Esa presencia del Resucitado, que lleva
los estigmas de la Pasión, el cuerpo entregado y la sangre derramada, anticipan
la comunión celestial de los fieles con él y nos inducen a valorar debidamente
la vida humana, la carne y la sangre de todo hombre, imagen de Dios.
El
carácter sagrado de la sangre sustenta el precepto del decálogo que prohíbe el
homicidio. El derramamiento de la sangre del prójimo reclamaba venganza. la
cual era regulada cuidadosamente en la Torá de Israel. La
historia del hombre exiliado del jardín del Edén comienza con una maldición que
tuvo y tiene una vigencia terrible: Multiplicaré
los sufrimientos de tus embarazos; darás a luz a tus hijos con dolor. Sentirás
atracción por tu marido, y él te dominará (Gén.
3, 16). Ningún feminismo triunfante podrá evadirla totalmente; sólo la
recepción humilde y obediente de la sangre de Cristo es la auténtica liberación
de la mujer. Aquella historia inicial continúa con el primer homicidio; la
sangre inocente reclama ser vengada: la
sangre de tu hermano grita a mí desde el suelo (Gén. 4, 10). La figura del inocente Abel se
cumple en Cristo; su sangre recoge la sangre de todos los inocentes asesinados,
que clama venganza. Así caerá sobre ustedes
toda la sangre inocente derramada en la tierra desde la sangre del justo Abel;
esto dijo Jesús en su inventiva contra los escribas y fariseos (Mt. 23, 35).
Tomen nota los diputados y senadores, los que se aprestan a
legalizar el crimen abominable.
No lo llamo yo así, lo hace el Concilio Vaticano II en el párrafo 51 de la
Constitución Pastoral Gaudium et spes. Se escandalizaron en el Congreso, durante el
pseudo debate que acaba de concluir cuando un médico presentó un video en el
que aparece la realidad sangrienta del aborto: el niño por nacer – porque es
eso un embrión de 14 semanas- arrancado a pedacitos del nido en el que debía
crecer, para ser arrojado en un tacho de residuos biológicos. La operación
podrá ser realizada en condiciones asépticas, por cierto, pero ¿sobre quién,
sobre qué cabezas recaerá la sangre, mezclada, del niño y de su madre? Las
almitas inocentes serán acogidas en la misericordia de Dios, ¿pero quién
librará a una sociedad asesina de los pobres, de los más pobres e indefensos,
quién la librará del clamor de la venganza inseparable de la sangre derramada?
No será, de seguro, el Fondo Monetario Internacional. En la carne y la sangre
de la niña violada, embarazada sin quererlo, y en la de la carne y la sangre de
su hijito sacrificado, están -unidos por una misteriosa fraternidad- la carne y
la sangre de Cristo. Caín, Herodes, Pilatos, y todos los verdugos, pueden
atarse al cuello un pañuelo verde. El precio del crimen abominable le será
cobrado al mundo el día del juicio, y a la sociedad argentina mucho
antes. El paso que algunos están empecinados en dar ya se está pagando,
anticipadamente, en las actuales e irremediables desdichas. Llama la atención,
para llorar, la adhesión de las izquierdas del arco político, que proclaman,
creo que sinceramente, los derechos de los pobres, a la iniciativa típicamente
burguesa de poder liquidar legalmente a los niños aún no paridos. Es una
iniciativa falazmente presentada como en favor de los pobres por los que no
quieren que se reproduzcan los pobres, y lo hacen porque no saben, no pueden o
no quieren arrancarlos de su situación de pobreza. Vuelvo sobre mis palabras.
Si yo digo que el aborto es un crimen
abominable, se altera el cotarro de los “comunicadores”, y a mucha gente discreta que trabaja por la
cultura del encuentro le parecerá una expresión exagerada, irrespetuosa y
molesta. Pero lo dijo el Vaticano II, y nadie lo recuerda. La verdad de la fe
acerca del cuidado de toda vida, sólo viene a confirmar certezas científicas, filosóficas,
jurídicas, sociológicas, psicológicas y políticas; el argumento teológico, la
Sagrada Escritura y el magisterio eclesial son un sello que acredita la verdad
de la naturaleza inscripta en el precio de la sangre. Que piensan esto las “católicas por el derecho a decidir”, y los
democráticos entusiastas del debate.
En
cada una de las especies eucarísticas está Jesucristo todo entero; en la hostia
consagrada está su sangre, y en el cáliz en el que el vino dejó de ser vino,
está su carne. Dentro de un rato, pasearemos al Corpus, brevemente, por
nuestras calles, y luego él bendecirá a la ciudad indiferente. Pero no son
indiferentes nuestros corazones, sino llenos de lúcido fervor y de esperanza.
A
la hora doce de Roma se publicó hoy la noticia de que el Santo Padre Francisco
aceptó la renuncia al cargo de arzobispo de La Plata que le presenté hace unos
días, poco antes de cumplir 75 años, como lo “ruega”
el derecho canónico. Mi sucesor es monseñor Víctor Manuel Fernández, ex
Rector de la Universidad Católica Argentina, quien iniciará su ministerio como
pastor de esta Iglesia particular dentro de pocos días, para que el 29 de este
mes pueda recibir de manos del Sumo Pontífice el palio, que es la insignia de
los arzobispos metropolitanos. Así me lo comunicó el Encargado de Negocios de
la Nunciatura Apostólica. Es asombroso comprobar cómo los periodistas anuncian
anticipadamente lo que va a ocurrir, aunque se trate de hechos velados por el
secreto pontificio, porque este es el más vulnerable de los secretos. Muchos de
ustedes recibirán una revistita parroquial, que, de seguro, no habrá sido
editada esta mañana, y que contiene lo que hoy se publicó en Roma.
El
mismo representante de la Santa Sede también me indicó que esta celebración de
Corpus Christi sea mi despedida de ustedes. Pienso que a través de ustedes
puedo llegar a toda la feligresía. Así lo hago, en efecto, con todo cariño y
gratitud, después de un ministerio platense de casi 20 años; uno y medio como
coadjutor de mi venerado predecesor, Mons. Galán, y 18 como arzobispo. Todo
pasa, todos pasamos; la Iglesia, sea una multitud innumerable de naciones o
un pusillus grex, un mínimo rebaño, dura, permanece, hasta que
Cristo vuelva.
Me
permito unas pocas palabras de agradecimiento y de disculpa. De agradecimiento,
en primer lugar, al Papa Francisco, filialmente, en el amor de Jesús, María y
José, como escribí en el texto de mi renuncia. Luego a los sacerdotes y laicos
que han trabajado conmigo y aún más que yo; ¿qué podría hacer un obispo sin su
presbiterio, y sin los laicos comprometidos con la misión pastoral de la
Iglesia, y que llevan adelante tantas iniciativas? De un modo particular pienso
en los jóvenes y en los queridos seminaristas que se preparan para ser el clero
de mañana. Gracias por el talento, la laboriosidad, la oración y la
lealtad. Sobre todo por la lealtad, que con la sinceridad es un bien tan
escaso, que excluye toda simulación, hipocresía y adulación. No puedo hacer
nombres, no corresponde, y además, sería una lista larguísima; cada uno sabe, y
el Señor más que nosotros.
Ahora
la disculpa; el perdón, mejor dicho: lo pido a quienes se han sentido dañados,
perjudicados por mí de cualquier forma. Yo también perdono a quienes me hayan
deseado el mal. El perdón recíproco nos identifica como cristianos. Lo dice el
apóstol: Como elegidos de Dios, sus santos
y amados, revístanse de sentimientos de profunda compasión. Practiquen la
benevolencia, la humildad, la dulzura, la paciencia. Sopórtense los unos a los
otros, y perdónense mutuamente siempre que alguien tenga motivo de queja contra
otro. El Señor los ha perdonado: hagan ustedes lo mismo (Col. 3, 12, ss.) San Pablo añade que el
amor es el vínculo de la perfección; vínculo suena en griego a sýndasmos, es lo que ata, aúna y constituye de
las partes de un todo, un solo Cuerpo; de ese vínculo y de esa unidad procede
la paz. No hay amor sin perdón; se puede discursear de modo conmovedor sobre la
misericordia, pero practicarla cuesta mucho. No es posible vivir según el ideal
apostólico sin la eucaristía. Dice Pablo: vivan
en la acción de gracias, o sean agradecidos; traduciendo
literalmente el eujuásristoi gínesthe se podría decir: vuélvanse eucarísticos,
háganse eucarísticos (Col. 3, 15).
Nuestra
agrietada Argentina necesita del perdón de Dios y del perdón recíproco entre
todos los ciudadanos para superar aquella maldición proferida en un arrebato
contagioso de pasión política: ¡al enemigo, ni
justicia! La Eucaristía nos hace eucarísticos, y nos preserva, si
nuestra libertad consiente, para que esa maldición no penetre en la comunidad
de la Iglesia, y podamos entonces aportar a la Patria una fuente de amor y de
paz. Meditemos esto mientras acompañamos al Corpus por nuestras calles. Gracias.
Amén.
+ Héctor Aguer
Leandro Bonnin
No hay comentarios:
Publicar un comentario