Eugenenesia que nace en las
democracias liberales occidentales
Poco antes de comenzar la
Segunda Guerra Mundial, en mayo de 1939, Adolf Hitler levantó los pilares sobre
los que se asentaría la tristemente popular «Aktion T4»
(Manuel P. Villatoro/ABC) El periodista especializado en
temas históricos M. Villatoro publica en el diario ABC un extraordinario artículo que
repasa la conexión entre eugenesia y eutanasia, que aunque tiene un desarrollo
terrorífico en la Alemania Nazi, sus orígenes e impulsos se encuentran en las
democracias liberales occidentales: Estados Unidos y Reino Unido,
principalmente.
Aparte de la visión de
conjunto histórica, es sencillo rastrear en el artículo los pasos para la aprobación de la eutanasia
y la erradicación de los discapacitados que se
están dando en muchos países hoy en día.
Como dice Villatoro, hablar de
la «Aktion T4» es rememorar los
años en los que, amparándose en la necesidad de ahorrar recursos vitales para
el país durante la Segunda Guerra Mundial, el Tercer Reich inició un programa de eutanasia masivo que acabó con la vida de entre 70.000 y 275.000 «disminuidos físicos y mentales» (como solían ser
denominados por los germanos).
Oficialmente, el estado
comenzó a perpetrar estos asesinatos tras el inicio de la contienda. Sin
embargo, en una fecha tan temprana como mayo
de 1939, mucho antes de que el Tercer
Reich comenzara a levantar el centro de exterminio más popular de la
historia (el campo de concentración de Auschwitz), el régimen de Adolf Hitler ya coqueteaba con ideas
tan deplorables como la matanza sistemática de cualquier niño menor de tres
años que sufriera algún tipo de enfermedad que impidiera su perfecto
desarrollo.
Este programa, previo al
comienzo oficial de la cruel «Aktion T4» (aprobada por el
mismo «Führer» mediante un documento oficial
firmado en octubre de 1939 -un mes después de la invasión de Polonia-) supuso
la selección y el asesinato de unos
5.000 bebés de forma clandestina.
El sistema no podía ser más
cruel ya que, para evitar que aquel peligroso secreto de estado saliese a la
luz, primero se separaba a los niños de sus padres afirmando que se les
internaría en un centro en el que recibirían «el
mejor y más efectivo tratamiento disponible» para paliar sus
minusvalías. Posteriormente los pequeños eran enviados hasta uno de los 28
hospitales más famosos de Alemania, donde pasaban ingresados algunos meses
antes de ser exterminados mediante barbitúricos,
inyecciones letales o -incluso- inanición.
PRIMEROS PASOS
Entender el comienzo de este
programa de eutanasia infantil
requiere retrotraerse en el tiempo hasta el siglo XIX, época en la que el
británico Francis Galton empezó a abogar por «la mejora de la raza humana por
medio de acciones sociales tendentes a seleccionar las cualidades hereditarias
más deseables». Aquella filosofía, inocente para él, fue posteriormente llevada
al extremo por los seguidores de la eugenesia,
una corriente extrema que se generalizó a partir de los años 20 y que apostaba
-entre otras tantas cosas- por impedir a los menos aptos reproducirse.
En poco tiempo, esta
mentalidad corrió como la pólvora por países como Estados Unidos, Gran
Bretaña o Alemania. Sin
embargo, fue en esta última región en la que tuvo una especial acogida gracias
a la propaganda del nazismo.
Adolf Hitler pronto se
convirtió en uno de los seguidores más férreos de esta filosofía. De hecho, a
lo largo de su vida reiteró en varias ocasiones la necesidad imperiosa que
tenía Alemania de exterminar a los
enfermos mentales.
Con todo, cuando subió al
poder se conformó con impedir a los «disminuidos mentales» reproducirse. Así lo afirma la doctora
en derecho Carina Gómez Fröde en
su dossier «Eugenesia: moralidad o pragmatismo»:
«Durante la década de 1930, el régimen nazi esterilizó forzosamente a cientos de miles de personas a los que
consideraba mental y físicamente “no
aptos” (se estima que fueron aproximadamente 400,000 personas entre 1934-1937)».
A su vez, el estado germano
implantó pocos meses después de su ascenso al poder las llamadas «políticas
eugenésicas positivas». Una serie de recompensas mediante las que
se promovió que las mujeres solteras «racialmente
puras» tuvieran multitud de hijos con miembros del partido nazi.
EL CASO QUE LO CAMBIÓ TODO
Partiendo de esta base solo
era cuestión de tiempo que el nazismo iniciara su particular cruzada contra
todas aquellas personas a las que no considerara aptas a nivel racial, físico o psicológico.
No obstante, al «Führer» le faltaba un disparo que marcara el comienzo de
esta carrera criminal. Y este llegó en 1938, año en que recibió una carta en la
que un tal Knauer le pedía
permiso para matar a su propio hijo.
«Era
un miembro del partido que tenía un hijo de nueve semanas que había nacido
ciego, sin una pierna y parte de un brazo y que, además, padecía un retraso
mental, por lo que solicitaba al “Führer” autorización para acabar con su vida
por el bien de la raza», desvela Manuel
Moros Peña en su popular obra «Los médicos de Hitler».
El nombre de aquel individuo,
no obstante, es a día de hoy fuente de controversia. Y es que, algunos expertos
como L. Hudson (autor del
estudio «From small beginnings: the euthanasia of
children with disabilities») afirman que este caso fue bautizado como el
del «Niño K»
debido a que solo se conocía la inicial del apellido familiar (el cual
podía ser «Kretschmar» o «Knauer»).
Más allá de estas
controversias, Hitler envió a su médico personal, el doctor Karl Brandt, para analizar el caso.
Este desplazó sin dudarlo al chico a la Clínica
de la Universidad de Leipzig, donde le inyectaron una dosis de barbitúricos que acabó con su vida.
Aquel fue el comienzo de la crueldad sistematizada ya que, en palabras de
Moros, «Brandt recibió de Hitler la orden verbal de
actuar del mismo modo en casos similares».
No obstante, y a pesar de lo
convencido que estaba Adolf Hitler de
que Alemania necesitaba la eutanasia infantil, el Tercer Reich decidió mantener en secreto sus actividades. Y todo,
para no ganarse la enemistad del Vaticano y, en general, de la sociedad. «Lógicamente, tampoco la comunidad internacional estaría
dispuesta a consentir una política de “asesinatos
administrativos”. Ni los eugenistas norteamericanos se habían atrevido a
llegar tan lejos en sus propuestas», añade Moros en su obra.
PREPARATIVOS
Después de que se sucediera el
caso del «Niño K», Hitler creó
en mayo el «Comité
para el Tratamiento Científico de Enfermedades Severas Determinadas
Genéticamente» con el objetivo de empezar la selección de bebés
discapacitados. A nivel oficial, no obstante, su objetivo era el de hallar
curas para las dolencias hereditarias de los más pequeños.
Al frente de este organismo
fueron puestos el ya mencionado Karl Brandt; Hans Hefelmann; Herbert
Linden (médico, consejero y responsable de los hospitales estatales); Hellmut Unger (oftalmólogo); Hans Heinze (director de un famoso
asilo para «disminuídos»), Ernst Wentzler (pediatra) y Werner Catel (pediatra).
El Comité no tardó en ponerse
a trabajar. Tres meses después, cursó una circular en la que solicitó a los
pediatras y enfermeras de los diferentes centros que les hiciesen llegar
informes de todo aquel niño candidato a ser asesinado. Concretamente, los
miembros del grupo solicitaron que se enviara información sobre los pequeños de
hasta tres años que hubieran nacido con alguna deformidad.
«Entre ellas se
incluían deformidades o anomalías congénitas como idiocia o mongolismo,
especialmente si asociaban ceguera o
sordera; microcefalia o hidrocefalia
de naturaleza severa o progresiva; deformidades de cualquier tipo,
especialmente ausencia de miembros; malformaciones de la cabeza o espina bífida; o deformidades
invalidantes como la parálisis
espástica», añade Moros.
En su libro «The Nazi Doctors: Medical killing and the Psychology of
Genocide», el autor y psiquiatra Robert
Jay Lifton corrobora esta idea al afirmar que los pequeños eran
seleccionados si tenían «enfermedades hereditarias
serias como idiotez y mongolismo, sobre todo si está
asociado a ceguera o sordera; microcefalia, hidrocefalia,
malformaciones de cualquier tipo especialmente en la cadera, cabeza o columna
espinal; y parálisis incluyendo espasticidades». Lo más triste es
que el Comité estableció un castigo severo para aquellos médicos y enfermeros
que se negasen a adjuntarles la información requerida.
Los expertos coinciden en que,
al principio, la edad máxima que podía tener un niño para ser «seleccionado» (si es que puede llamarse así) por
el Comité era de 3 años. No obstante, con el paso de los años esta cifra fue
aumentando paulatinamente hasta rondar los 16 y 17 veranos en 1941. A nivel oficial, aquellos que designaron
a los chicos más mayores lo hicieron amparándose en las palabras del mismo
Hefelmann, quien expuso durante los tres años que duró este cruel programa que
el límite podía ser «excedido ocasionalmente».
SELECCIÓN
El proceso de selección era
siempre el mismo. El primer filtro era el propio Hefelmann, quien recibía en su oficina todos los informes enviados
por los médicos y enfermeras. A continuación, y tras hacer una primera criba,
enviaba los documentos a sus subordinados: Catel, Heinze y Wentzler. Sobre ellos recaía la
responsabilidad de elegir quién vivía y quién moriría.
El sistema de selección era
dantesco. Cada uno de los médicos recibía un dossier en el que se explicaban
las dolencias del pequeño y, sin haber siquiera hablado con ellos, elegían si
era enviado o no a la muerte.
Cuando habían tomado su triste
decisión, debían rellenar un campo del documento ubicado a la derecha que
contaba con tres columnas. En la primera de ellas tenían que dibujar una cruz (+) si enviaban al pequeño a la
muerte, y un signo de menos (-)
si posponían el asesinato en espera de ver la evolución del caso. Después,
hacían llegar ese documento a sus colegas para que dieran su opinión.
«A continuación,
el mismo documento y el cuestionario eran pasados a otro de los médicos que,
por lo tanto, ya conocía la opinión del primero y pocas veces le contrariaba. Más difícil, si no imposible, sería
que el tercero no pensara lo mismo que sus otros dos colegas. Por ello, no
resulta nada extraño que la unanimidad requerida para tratar a un niño fuera
algo extraordinariamente corriente», completa Moros en «Los médicos de Hitler».
Campos, por su parte, añade
que en principio los médicos «encargados de la
criba» debían identificarse pero que, con el paso de los meses,
terminaron firmando con pseudónimos para evitar el duro peso de la conciencia.
HACIA LA MUERTE
Una vez que se decidía qué
niños debían pasar por este crudo «tratamiento», los médicos notificaban a las
familias mediante una carta que su pequeño sería internado en un centro especial en el que intentarían hallar
una cura para su dolencia. Lo habitual era que los padres aceptaran pero, si se
negaban, las autoridades podían arrebatarles la custodia de su hijo. Aunque
antes solían utilizar el argumento de que eran unos privilegiados por estar
recibiendo la ayuda del estado.
Tras este trámite, los
pequeños eran enviados hacia las llamadas «Kinderfachabteilugen», unas
unidades de medicina fundadas por el Comité en los centros psquiátricos más
reconocidos de Alemania. En ellas permanecían encerrados un tiempo para que, a
primera vista, las familias creyeran que estaban recibiendo algún tipo de
tratamiento. Su destino final, no obstante, era la muerte. «Una de estas unidades se situaba en Kalmenhof, donde la mortalidad
infantil aumentó a partir de esta fecha de forma considerable, aunque la causa
del fallecimiento oficial fueran “causas naturales”», explica Mari Paz Campos Pérez en su dossier «Eutanasia y nazismo».
En las «Kinderfachabteilugen» también
eran encerrados aquellos niños cuyo tratamiento había sido «pospuesto». ¿Para qué? Simplemente,
para observar su evolución a lo largo del tiempo y tomar, a la postre, una
decisión definitiva sobre su destino. Al final, su suerte era similar a la de
los otros pequeños. «Probablemente no todos
sufrieran discapacidades permanentes, sino simplemente problemas de aprendizaje o pequeñas minusvalías. Sus vidas serían
truncadas por tres individuos que ni tan siquiera los habían explorado
personalmente», desvela Moros en su libro.
ASESINATOS
Ya en las salas de pediatría
creadas por el Comité, los médicos alemanes examinaban de forma pormenorizada a
los niños. Pero no para encontrar una cura para sus dolencias, sino para
decidir la causa más probable de su fallecimiento. Realizados los chequeos,
llegaba la hora de acabar con los «pacientes».
La forma más habitual de
asesinar a los pequeños era mediante barbitúricos.
En palabras de Campos, para ello se les administraba una «sobredosis de luminal (cuyo principio activo es el fenobarbital, un anticonvulsivante y
antiepiléptico) bebido o inyectado». Con todo, en ocasiones también se recurría
a las inyecciones de morfina. Aunque, en este caso, solo cuando el niño se
había acostumbrado al primer medicamento (muy habitual a la hora de paliar los
síntomas de la epilepsia).
Este sistema era el más rápido
y no era aplaudido por los doctores más sádicos. De hecho, algunos de ellos
como Hermann Pfannmüller
abogaban por dejar a los niños morir lentamente de hambre para no gastar ni una
moneda del presupuesto del estado y evitar las críticas de los organizamos
internacionales. Así lo dejó claro en 1939: «Estas
criaturas naturalmente representan para mí como nacionalsocialista tan sólo una
carga para la salud del cuerpo de nuestro Volk. No matamos con veneno o
inyecciones, porque proporcionaría material inflamable a la prensa extranjera y
a ciertos “caballeros de Suiza” [la Cruz Roja]. No, nuestro método es mucho más
simple y más natural, como pueden ver».
Imbuidos por el espíritu de
este deleznable personaje, muchos otros médicos idearon formas de matar a los
pequeños sin medicamentos. Así, algunos prefirieron dejarlos morir de frío. Un método que
consideraban idóneo debido a que, si alguna entidad internacional les
investigaba, podían alegar que las muertes se habían sucedido por culpa de un
terrible accidente.
Tras las muertes, el Comité
hacía llegar una misiva a la familia del chico explicándole la causa de su
fallecimiento. «A los padres se les enviaba una
carta estándar, usada por todas las instituciones, donde se les informaba de
que su pequeño había muerto de neumonía,
meningitis o cualquier otra
enfermedad infecciosa y que, debido al riesgo de contagio, el cuerpo había
tenido que ser incinerado. Se
calcula que fueron unos cinco mil los niños asesinados durante esta primera
fase del programa nazi de eutanasia», finaliza el autor en su obra.
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