Los dos Testamentos dan testimonio de la salvación humana como obra de
Dios. En sus dimensiones más profundas, a pesar de su casi inabarcable
diversidad, la teología de la Biblia es básicamente unitaria; no hay ruptura
entre ambos Testamentos.[1]
En este
artículo y en el siguiente buscaremos, en apretada síntesis, las claves del
mensaje bíblico de salvación, como preparación en la Antigua Alianza, y como
cumplimiento en la Nueva. Los libros del AT, aunque contengan elementos
imperfectos y pasajeros, dan testimonio de la maravillosa pedagogía del amor
salvífico de Dios, cuyo fin principal es la preparación de la venida de
Jesucristo
LA HISTORIA SAGRADA ES UNA HISTORIA DE
SALVACIÓN
Los
cristianos veneramos el AT como verdadera Palabra de Dios; es una parte de la
Sagrada Escritura. La Antigua Alianza no ha sido revocada, porque sus
libros divinamente inspirados conservan un valor permanente. Nos trasmiten
enseñanzas sublimes sobre Dios, una sabiduría salvadora acerca del hombre,
verdaderos tesoros de oración y esconden el misterio de nuestra salvación.
La
religión del AT -como la del NT- es una religión histórica. Los cinco primeros
libros de la Biblia son el fundamento de la religión judaica y se han
convertido en su libro canónico por antonomasia, la Ley (o Torah). En el
Pentateuco, en efecto, encontramos la historia de los orígenes, de las
relaciones de Dios con el mundo y de las revelaciones de Dios al hombre no ha
sido revocada, porque sus libros divinamente inspirados conservan un valor
permanente. Nos trasmiten enseñanzas sublimes sobre Dios, una sabiduría
salvadora acerca del hombre, verdaderos tesoros de oración y esconden el
misterio de nuestra salvación.
Dios
tiene sus designios e interviene con un plan en la historia humana. Abrahán, el
primero de los patriarcas hebreos, que vivió en torno al siglo XIX a.C., marca
el comienzo de lo que podemos llamar, en sentido estricto, la historia sagrada,
si bien ésta viene precedida por una etapa difícil de datar que comienza con la
creación de la primera pareja humana. El plan divino consiste, entre otras
cosas, en la elección de unos protagonistas -Abrahán, Isaac, Jacob para
iniciar, por medio de ellos y de su descendencia carnal, la salvación de la
humanidad. En esta historia de salvación el suceso tiene un carácter salvífico.
No es una historia que pueda ser comprobada hasta en sus detalles más menudos
por las fuentes documentales y en la que sólo interese la descripción del puro
acontecimiento. Es más bien una historia que, pudiendo ser o no comprobada,
según los casos, va unida a un significado.
Los
libros del AT narran, en general, las relaciones mantenidas por Dios con
determinados hombres, en determinados lugares y en circunstancias también
concretas. En particular, los libros de la Torah presentan la legislación
mosaica en situaciones y experiencias vividas por el pueblo desde sus orígenes
hasta la época del destierro babilónico.
PEDAGOGÍA DIVINA Y PREPARACIÓN EVANGÉLICA
Desde las
primeras páginas del Génesis se da respuesta a los problemas que se plantea
todo ser humano sobre el mundo y la existencia, el gozo y el sufrimiento, la
vida y la muerte. Además, el creyente judío encuentra la respuesta a su
problema particular y a sus preguntas esenciales: ¿Por qué Yahvé, el Único, es
el Dios de Israel? o ¿por qué Israel es su pueblo entre todas las naciones de
la tierra? En el desarrollo de la historia humana contada en los libros del AT
se observa un proceso de selección en su relato de sucesos, que nos descubren
la admirable pedagogía del amor salvífica de Dios.
El
Pentateuco narra la primera etapa y las claves fundamentales de esta historia:
los orígenes y constitución de Israel como pueblo de Dios fundado en la Alianza
y en la Ley, si bien por los hechos narrados y por las leyes que presenta, deja
entrever el designio divino de la salvación de la humanidad. Es una obra
histórica que ofrece, a la vez, pautas de comportamiento a los hombres.
El
Génesis, comienza teniendo presente a toda la humanidad en la creación, en el
drama del primer pecado, en la propagación de la humanidad por toda la tierra y
en la expansión del mal que trae como castigo el diluvio. Con Noé se da un
nuevo comienzo de la humanidad; pero la atención del autor sagrado se centra en
los descendientes de Sem - uno de los hijos de Noé - cuya línea va siguiendo
hasta llegar a Abrahán, a quien Dios bendice, promete la tierra de Canaán y una
descendencia numerosa.
Después,
la historia bíblica selecciona la descendencia de Abrahán, primero a Isaac y
luego a Jacob, dejando al margen a Ismael primero y a Esaú después. La atención
del relato se fija más tarde en los doce hijos de Jacob, de los que surgirán
las doce tribus que han de formar el pueblo de Israel, y, entre éstos, se
selecciona a Judá y a José.
El libro
del Éxodo sitúa en primer plano a Moisés -y a su hermano Aarón-, descendiente
de Leví, pero a partir de este momento el protagonista principal será ya el
pueblo de Israel. El autor sagrado siguiendo un proceso selectivo nos presenta
el final de esta historia con un cambio de escenario: considerando al principio
a toda la humanidad, acaba por fijarse en un solo pueblo, el pueblo elegido de
Dios.
Esta
selección nos permite descubrir las principales claves del AT para la
preparación evangélica. Por una parte, la elección, las promesas, la alianza y
la Ley son hilos que se entrecruzan en la trama del Pentateuco y que atraviesan
de arriba abajo todo el AT. Por otra parte, la tierra prometida, la institución
de la monarquía, la construcción del Templo y la predicación profética son
nuevos hilos que se entrecruzan con los anteriores en la trama de las
narraciones de los demás libros históricos y proféticos del AT. Finalmente, la
reflexión de los sabios en los libros sapienciales, vienen a enriquecer y
completar el cuadro de la preparación evangélica.
LA ELECCIÓN
Yahvé, el
Dios uno y único, actúa en la historia humana eligiendo a un pueblo para ser
instrumento de salvación de los demás pueblos. Las promesas se irán después
realizando conforme a este plan divino de elección. En efecto, tras la creación
de nuestros primeros padres, Dios escoge primero a Noé y después a Abrahán y
esta elección se extiende a todo el pueblo de Israel bajo la mediación de otro
elegido, Moisés. Tal elección llega a su cumplimiento en Jesucristo -su Hijo
amado, el Elegido– y en la Iglesia, nuevo pueblo de Dios.
LAS PROMESAS
La
elección va acompañada de las promesas. Las promesas, en un principio, se
refieren directamente a la posesión del país en el que vivieron los Patriarcas
-la Tierra Prometida-, pero implican mucho más: significan que existe entre
Israel y el Dios de los padres relaciones singulares, únicas. Porque Yahvé ha
llamado a Abrahán a una misión peculiar. Yahvé ha hecho de su descendencia un
pueblo y le ha tomado como su pueblo, por una elección gratuita, por un
designio amoroso, concebido desde la creación y continuado en el tiempo, a
pesar de las infidelidades de los hombres. Ya desde los orígenes, a todos los
descendientes de Adán les promete la liberación y la victoria frente al mal
(cfr Gen 3:15); después a Noé, tras el Diluvio, se le garantiza y promete un nuevo
orden en el mundo. Sigue la promesa divina al patriarca Abrahán, renovada en
sus descendientes Isaac y Jacob, que llega a alcanzar a todo el pueblo nacido
de ellos. Conducido por Moisés y rescatado de Egipto, vuelve a prometer al
pueblo, la tierra de los padres: Israel es el pueblo de Dios entre las
naciones, sencillamente porque Dios así lo ha querido y sólo por eso Israel ha
recibido la Promesa, que encontrará su cumplimiento definitivo en Cristo.
LA ALIANZA
La
elección y las promesas están garantizadas y ratificadas por una Alianza. El
centro del Pentateuco lo constituye la Alianza de Dios con su pueblo por
mediación de Moisés. Pero esa Alianza es un eslabón más de una cadena de
alianzas que comienza con Noé -impropiamente con Adán y Eva en el Paraíso- y
continúa con los patriarcas hasta Moisés. Israel se considerará desde entonces,
y con razón, el pueblo de la Alianza. No se trata de un pacto entre iguales,
porque Dios no lo necesita y es quien toma la iniciativa. Sin embargo, se
compromete por un pacto en el que exige como contrapartida la fidelidad de su
pueblo. La falta de correspondencia de Israel a esta alianza pudo romper el
vínculo que el amor de Dios había formado, pero no fue así. De hecho, Josué
renovará la alianza mosaica en Siquem una vez que ha conquistado la tierra
prometida; y de nuevo se ratificará en la misma tierra de Canaán a la vuelta
del exilio babilónico. Los profetas anunciarán una nueva alianza., que
culminará en Jesús de Nazaret.
LA LEY
La
Alianza lleva consigo la Ley, que viene a ser la normativa que el pueblo, por
su parte, ha de cumplir para mantener su pacto con Dios. En la etapa mosaica
los libros del Éxodo, Números, Levítico y Deuteronomio aportan los datos
básicos. Dios revela entonces a Moisés su nombre: YHWH.
Es el llamado “tetragrama sagrado”, se lee Yahvé
y significa “El que es”. En adelante el
monoteísmo será la primera verdad de la fe de Israel.
Los
hechos más importantes de este período son: el episodio de la zarza ardiente,
la vocación de Moisés como nuevo guía de Israel, la revelación del nombre de
Dios y la nueva relación de amistad entre Yahvé-Dios y el pueblo escogido,
fundamentada en la Alianza del Sinaí. En este contexto, la Ley adquiere un
profundo significado: el pueblo acepta agradecido
la elección, y sabe que de su cumplimiento depende la promesa. La ley de Dios
aparece así como un don. La Ley enseña, pues, al pueblo sus deberes,
regula su conducta conforme al querer divino y, manteniendo su Alianza, prepara
la realización de las Promesas.
LA TIERRA PROMETIDA
Terminada
la etapa mosaica, los libros del AT nos cuentan una historia que es también
historia salvífica. Desde la muerte de Moisés -a finales del siglo XIII a.C.-
el elegido es Josué, primer protagonista de una larga historia que llega hasta
la monarquía de los Macabeos. La historia contada en los libros históricos
-Josué, Jueces, Samuel, Reyes, Crónicas, Esdras, Nehemías y Macabeos- es una
historia santa, marcada por la continua intervención de Dios en las vicisitudes
de su pueblo. Cada uno de estos libros narra un periodo de la historia sagrada,
a través de los más variados géneros literarios: histórico, profético, poético,
didáctico o midrásico y hasta el popular.
La fe en
la elección divina gratuita y en la Alianza, marcó para siempre la unión entre
Dios y el pueblo de Israel. Todo cuanto se relata en estos libros ha de
enmarcarse, para su debida comprensión, en una visión teológica de la Historia,
que culmina en la llegada del Mesías, anunciado por Dios desde el principio y
esperado por Israel como verdadero Salvador.
EL REINO O REINADO DE DIOS
La
promesa de la posesión de la tierra, apunta veladamente a la posesión del
Reino. La noción de Reino o Reinado de Dios es otra de las “claves tipológicas” de la Antigua Ley. En los
escritos del AT, se destacan dos ideas: la Soberanía de Dios sobre la creación
entera, y de modo especial sobre un pueblo que elige para sí entre todas las
naciones. En el AT, y particularmente en los Salmos, se nos revela la soberanía
universal de Dios. Es decir, el Reino de Dios hay que entenderlo como ejercicio
del poder divino y de su providencia sobre los hombres, Reinado de Dios en el
que se realiza su plan de salvación.
A través
de toda la historia de la salvación vemos a Dios actuar con total dominio y
soberanía, con libertad plena sin condicionamiento alguno. Él toma siempre la
iniciativa para llamar o elegir a los hombres que van a colaborar en sus
designios: Noé, Abrahán, Moisés, Saúl, David, etc. Yahvé
es el rey de su pueblo, el que le guía y le protege siempre, llevado por su
bondad y fidelidad, el que le propone y concede un pacto o Alianza.
Yahvé
unía a las tribus, vivía en medio de ellos y daba instrucciones concretas. En
la etapa de los jueces, se siente tan fuerte la soberanía única de Dios que el
juez Gedeón rechaza la dignidad de soberano hereditario por deferencia a la
suprema grandeza de Dios (cfr Jue 8:23), y el profeta Samuel se irrita contra
el pueblo cuando éste le pide un rey terreno (cfr 1 Sam 8:7; 12:12).
LA MONARQUÍA DAVÍDICA
Es
razonable que el pueblo ya asentado en la tierra de Canaán, por influjo de los
pueblos vecinos, desee tener un rey que unifique a las doce tribus. Yahvé
considera este deseo como un rechazo de su soberanía y, a través de Samuel, les
hace ver los inconvenientes de la Monarquía. Pero el pueblo sigue suplicando un
rey y, finalmente, Dios accede a su petición. El rey en Israel es sólo un “lugarteniente” de Dios, no es una encarnación de
Dios como en Egipto y Babilonia con la divinización del faraón o del monarca. Yahvé
es el rey de Israel, y rey universal, Señor de cielos y tierra. En la narración
de la elección del rey se aprecia la libertad y soberanía de Dios que escoge a
quien le parece. Ya la elección del primer rey (cfr 1 Sam 10: 1-2) tiene lugar
mediante una unción religiosa, que significa la efusión del Espíritu divino a
quien la recibe. El rey, como Ungido de Yahvé, se convierte en una persona
sagrada e inviolable.
David es
el fundador de la nación israelita unida e independiente. Es verdad que esta
situación no sobrevivió mucho tiempo a su fundador y a su hijo Salomón, pero
David será siempre recordado como el rey ideal de los israelitas, referente
principal del monarca mesiánico y uno de los grandes protagonistas de la
historia de la salvación, como Jacob, Moisés o Josué (cfr Gen 49, Deut 33 y Jos
24 respectivamente). Sus sucesores en el trono serán también los ungidos de Yahvé
y su trono el trono de Yahvé. Los Salmos que se cantaban en la ceremonia de
entronización real aluden con claridad a la realeza de Dios, de la que
participa el nuevo rey. En la vida del rey David merece destacarse como gran
acontecimiento, la promesa mesiánica del profeta Natán. David decide edificar
un Templo a Yahvé en Jerusalén y Dios le promete a través del profeta que de su
estirpe saldrá el Mesías (cfr 2 Sam 7: 12-16).
EL TEMPLO
Salomón,
hijo de David, llevó a término el proyecto de su padre e inició la construcción
del Templo hacia el año 970 a.C. Dios había ordenado a Moisés en el desierto,
camino de la tierra de Canaán, la fabricación del antiguo Santuario portátil
-donde se guardaban las Tablas de la Ley-. Allí se manifestaba, de modo
particular, la presencia de Yahvé en medio del pueblo, y se le tributaba el
culto debido. Durante la conquista de la tierra prometida, el Santuario fue colocado
en varios lugares -Guilgal, Siquem y Silo-, porque era desmontable conforme a
la situación nómada del pueblo. Sólo después que David establece la capital en
Jerusalén, el rey concibe la idea de trasladar allí el Santuario y albergarlo
en un gran templo de piedra (cfr 2 Sam 7: 1-4).
El Templo
de Salomón -orgullo del pueblo judío- fue destruido completamente por las
tropas de Nabucodonosor en el año 586 a.C. cuando la deportación de los hebreos
a Babilonia (cfr 2 Rey 24:13 y 25:13 ss). Con su habitual pedagogía, Dios irá
desvelando, por medio de los profetas, el «misterio» de la figura del Templo,
haciéndoles ver que el edificio de piedra es ante todo un signo para alcanzar
una clara conciencia de la presencia de Dios. La destrucción del Templo es señal
de un castigo que Dios permite para que el pueblo comprenda el valor
instrumental y relativo del Templo de Jerusalén frente la primacía del culto
del corazón (cfr Deut 6:4; Jer 31:31).
Después
del destierro, de vuelta a Palestina, se iniciaron las tareas de reconstrucción
que, tras numerosas dificultades, finalizaron en el 515 a.C.(cfr Esd
4:24-6:22). Este segundo Templo fue llamado también de Zorobabel, por ser este
rey davídico el principal impulsor de las obras. En sus líneas generales era el
mismo que el de Salomón, pero mucho más pobre en su ornamentación y
construcción. En el exilio han aprendido la lección: Ezequiel ve la gloria de
Dios en el destierro y comprende que Dios está presente en toda la tierra y que
recibe complacido el culto que sale del corazón humano; el “templo” de la tierra no es sino una imagen
imperfecta del “trono” de Dios en los cielos
(cfr Ez 1: 11.16; Is 66:2).
Cuenta el historiador judío Flavio Josefo que entre los años 20-19 a.C.
Herodes el Grande, con el fin de granjearse la simpatía de los judíos, inició
las obras de reconstrucción parcial y embellecimiento del Templo.[2] Tardaría diez años en esta tarea, si
bien las cuestiones de detalle no se finalizaron hasta el 62 d.C. El tercer
Templo mantuvo un gran parecido con el de Salomón, si bien las construcciones
circundantes fueron notablemente modificadas y embellecidas. Este Templo fue
visitado por Jesucristo, pero en el año 70 de nuestra era fue completamente
destruido por las legiones de Tito y ya no volvió a ser reconstruido. En la
actualidad sobre la antigua explanada se levanta una mezquita árabe, llamada
mezquita de Ornar. Los cimientos ciclópeos de la muralla occidental que
sostenían la explanada del Templo de Herodes constituyen lo que popularmente se
denomina el muro de las lamentaciones.
EL EXILIO
Las
previsiones de Dios sobre la elección del rey se fueron cumpliendo, pero los
reyes davídicos se olvidaban de la Alianza y a menudo la incumplían; eran
rebeldes a los mandatos de Yahvé y se alejaban de Dios. Los profetas, movidos
por el Espíritu de Yahvé, se enfrentaron muchas veces contra la infidelidad de
los reyes, con duras y enérgicas amenazas. Sus predicciones se cumplieron, y
los reyes de Israel (Reino del Norte) y de Judá (Reino del Sur) serán
deportados. El pueblo había rechazado la realeza de Yahvé y en el Exilio
sufrirá las consecuencias.
La
misericordia de Yahvé sigue en pie. Los profetas dejaron entrever siempre la
luz de una esperanza de salvación y presentan con gran energía la futura venida
del Reino de Dios. Después de las catástrofes nacionales, cuanto menor era su
esperanza, tanto mayor era la expectación de una intervención divina. Todos
piensan y desean la llegada de aquel que ha de venir, todos ansían la presencia
salvadora del Mesías. En la mayoría de los judíos, sin embargo, tal expectación
mesiánica es interpretada con un marcado sentido nacionalista y político.
Soñaban con la vuelta del esplendor, de aquella edad de oro de la monarquía
davídica.
EL MESÍAS
El
mesianismo es otra de las claves del AT para entender la pedagogía divina en la
preparación evangélica. Los profetas surgen en tiempos de la Monarquía davídica
y sobreviven al Exilio. Una gran parte de la lucha por mantener la fe
monoteísta en el pueblo elegido, fue confiada por Dios a los profetas. Esta fe
en el auxilio del único Dios fue una espléndida ayuda para fomentar y
desarrollar la esperanza bíblica del Mesías, pero difícilmente pudo fundarla o
crearla. Esta esperanza hay que buscarla, en último término, en la misma
revelación divina.
El
mesianismo es un fenómeno que surge en el seno del judaísmo, con anterioridad al
cristianismo. Es indudable que a partir del exilio de Babilonia los escritores
posteriores interpretan textos anteriores en sentido mesiánico: ante la
catástrofe en la que se encontraban, “releyeron” antiguos
textos para darles “otro alcance” de
esperanza, centrada en el Mesías. Es, sin duda, coherente explicar la
expectación mesiánica a través del método de relectura de los textos de la
Biblia. Un texto escrito en una situación histórica y religiosa determinada
puede ser posteriormente “releído” desde una
actitud nueva, que encuentran en tal texto elementos que no se veían con tanto
relieve en el momento originario de su redacción.
Todos los
estudiosos serios admiten que la esperanza mesiánica -como hecho histórico- se
encuentra en los libros sagrados escritos después del exilio. Entre los
católicos y judíos observantes actuales, se admite la promesa mesiánica ya
desde la profecía de Natán a David, hacia el año 1000 a.C. En estos ambientes
se considera que el mesianismo es la columna vertebral del AT.
LA SABIDURÍA
Los
libros del AT que los judíos llamaron Escritos o Ketubim, y que nosotros
llamamos sapienciales, vienen a completar la preparación de la llegada del
Evangelio. En efecto, si la Ley pone en relación al hombre con Dios y a los
hombres entre sí; y los Profetas vienen, sobre todo, a recordar el cumplimiento
de la Ley y la fidelidad a la Alianza; los Escritos sapienciales van
desarrollando los contenidos de la recta conducta del hombre ante Dios y con
los demás hombres, no ya como normas morales, sino como reflexiones religiosas.
Como los demás pueblos, Israel cultivó también un saber práctico, fundado en la
experiencia de las leyes por las que se rige la vida del hombre. Tal
experiencia de vida, nacida de la observación cotidiana, se acumula en un acervo
cultural de sabiduría como doctrina, recogida en los libros sapienciales más
antiguos -Proverbios y Eclesiastés- y proclamada en forma sentenciosa,
con frases enunciativas y consejos. Esta sabiduría se desarrolla en el pueblo
de la Antigua Alianza al filo de las vicisitudes de la monarquía y de la
predicación profética.
Paralelamente
a la predicación profética, y al abordar la vida del espíritu, surge otro
desarrollo doctrinal de diferente estilo, menos sobrenatural y más natural. Los
profetas hablan desde la Alianza y la historia de la salvación como portavoces
de Dios y de los preceptos divinos; el sabio, en cambio, reflexiona
racionalmente y dirige sus consejos y consideraciones pragmáticas a hombres y
mujeres del pueblo, prescindiendo de toda vinculación histórica. Esta sabiduría
hebrea no hay que entenderla como pura acumulación de conocimientos, sino que
es un conocimiento salvífico, es decir, un conocer para vivir de manera recta y
alcanzar la salvación. Por eso, la más antigua sabiduría positiva de Israel
tiene un carácter universalmente válido. Todo forma parte, una vez más, de la
maravillosa pedagogía divina: si un hombre no sabe cimentar su conducta moral
en Dios no es sabio, es un necio, aunque acumule muchos conocimientos.
Ahora
bien, desde comienzos del siglo VI a.C., con el exilio y la realeza
prácticamente desaparecida, se da una clara evolución: aquella primera
sabiduría empírica, que en sus orígenes subsistió como género literario
independiente junto a la sabiduría religiosa, fue desplazada cada vez más por
ésta. La sabiduría humana se enfrenta y se contrasta con la sabiduría divina.
Este es precisamente el argumento del libro de Job; ahora la autocrítica de la
sabiduría profundizará aún más las enseñanzas de los profetas. Termina reconociendo
que la última palabra de la sabiduría está en Dios.
Se llega
así a la conclusión de que la revelación divina del AT puede compendiarse en la
noción de sabiduría. Un buen botón de muestra es la identificación que se da en
el libro del Eclesiástico entre Ley y Sabiduría: la Ley es la plenitud de la
Sabiduría. El sabio no extrae ya su doctrina de la experiencia y observación
cotidianas, sino de los textos sagrados del AT. Y así llegamos al último de los
libros sapienciales, donde el autor del libro de la Sabiduría incorpora también
el saber profano a la sabiduría dada por la revelación de Dios.
La
sabiduría-doctrina de los libros preexílicos del AT se ha convertido en una
sabiduría-cualidad en su evolución postexílica. Pero también ahora se entiende
esta sabiduría tanto como una cualidad sobrenatural comunicada a los hombres
por el favor divino, como una cualidad natural, adquirida por la experiencia y
trasmitida por la educación. Tal síntesis, pues, entre el saber profano y el
religioso, bajo el concepto de sabiduría, fue un instrumento idóneo de Israel
para el diálogo con los gentiles, porque esta noción ocupaba un puesto eminente
en el mundo espiritual helenístico y servirá de puente para el encuentro de
Israel con la cultura griega.
CONCLUSIONES
El AT, leído
a la luz de la fe cristiana, no sólo no pierde nada de su excelso sentido
religioso, sino que se capta con mayor profundidad. Primero en los tiempos
apostólicos, y después en su tradición, la Iglesia descubre y esclarece la
unidad del plan divino en los dos Testamentos gracias a la tipología. Los
acontecimientos que vivió Israel, siendo reales y personales de aquel pueblo,
son tipos o figuras de los nuestros. Como creemos que Dios actúa en la
historia, reconocemos que esos sucesos existen también en función de las
realidades venideras que son Cristo y la Iglesia.
El Dios
que revela Jesucristo no es otro que el que se había dado a conocer a Moisés
-el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob-, el Dios único, trascendente y
misericordioso, que actúa en la historia humana. El NT revela que esa actuación
divina ha alcanzado una cota insospechada: Dios se ha hecho hombre para salvar
al hombre. Y en este hecho central de la historia, Dios se da a conocer como
Padre, Hijo y Espíritu Santo, Trinidad de Personas en el Único Dios.
[1] Para la
elaboración de este artículo he usado el libro de Josemaría Monforte, Conocer la Biblia, Ed Rialp.
No hay comentarios:
Publicar un comentario