Si no hay batalla, no hay Cristiandad. Si no hay batalla, no hay
verdadera Iglesia de Dios, no hay verdadera Iglesia Católica. El Concilio
Vaticano Segundo enseña: «A través de toda la
historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que,
iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día
final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para
acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia
de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo» (Gaudium et spes, 37). Esta situación dramática
del mundo que «todo entero yace en poder del
maligno» (1ª Jn.5,19; cf. 1ª Pe.5,8) hace de la vida del hombre un
combate (Catecismo de la Iglesia Católica 409).
La
Palabra de Dios nos enseña: «Lucha la buena lucha
de la fe; echa mano de la vida eterna, para la cual fuiste llamado» (1
Tim. 6,12). La vida cristiana es ciertamente contienda. San Pablo escribió que
luchamos contra las fuerzas de las tinieblas: «Para
nosotros la lucha no es contra sangre y carne, sino contra los principados,
contra las potestades, contra los poderes mundanos de estas tinieblas, contra
los espíritus de la maldad en lo celestial» (Ef. 6,12).
Santo Tomás de Aquino explica el significado que tienen las expresiones
bíblicas como mundo o este presente siglo malo. Nuestro
Señor consuela a sus discípulos poniendo el ejemplo de alguien que padece
persecución, con estas palabras: «Si el mundo os
odia, sabed que me ha odiado a Mí antes que a vosotros» (Jn.15,18).
También predice Nuestro Señor que serán odiados: «Seréis
odiados de todos los pueblos por causa de mi nombre» (Mt. 24,19). «Dichosos sois cuando os odiaren los hombres» (Lc.
6,22). Pensar esto brinda mucho consuelo al justo para que soporte valerosamente
las persecuciones. Según San Agustín, los miembros del cuerpo no deben
considerarse superiores a la Cabeza, ni negarse a ser parte del Cuerpo por no
estar dispuestos a soportar junto con la Cabeza el odio del mundo (Tract. in Io., 87, 2). El mundo puede tener dos
significados. En primer lugar, para quienes llevan una vida virtuosa en el
siglo: «Cristo estaba en Dios, reconciliando
consigo al mundo» (2 Cor. 5,19). Y también puede tener un sentido
negativo, dirigido a quienes aman al mundo: «El
mundo entero está bajo el Maligno» (1 Jn. 5,19). Y así, el mundo entero
odia a todo el mundo, porque los que aman el mundo, que están extendidos por
todo el orbe, odian al mundo entero (es decir, a la Iglesia de los buenos), que
se ha extendido por todo el planeta. A continuación dice otra cosa para darles
consuelo, basada en la razón porque los odian. Primero expone la razón por la
que a algunos los ama el mundo; y luego, por qué el mundo odia a los apóstoles.
Si el mundo ama a algunos es porque son como el mundo: «Si
fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo» (Jn. 15,19). Y así, el mundo
(esto es, los que aman el mundo) ama a quienes aman el mundo. De acuerdo con
esto, el Señor dice: «Si fuerais del mundo», o sea,
seguidores del mundo, «el mundo amaría lo suyo», porque seríais suyos y
semejantes a él: «Ellos son del mundo; por eso
hablan según el mundo, y el mundo los escucha» (1 Jn. 4,5). Y ahora
explica por qué el mundo aborrece a los apóstoles, porque no son como el mundo.
Dice: «Pero como vosotros no sois del mundo, el
mundo os odia» (Jn.15,19). (Expositio in evangelium beati
Ioannis, II pars, cap. 15, lectio 4).
El Catecismo de Baltimore enseña: «Se nos
llama soldados de Cristo para señalar que debemos resistir los ataques de
nuestros enemigos espirituales y afianzar nuestra victoria sobre ellos
siguiendo y obedeciendo a Nuestro Señor. Tenemos motivos sobrados para no
avergonzarnos jamás de la Fe católica, porque es la Fe tradicional establecida
por Cristo y enseñada por sus Apóstoles. Es la Fe por la que padecieron y
dieron la vida incontables mártires. La Fe que ha traído al mundo la verdadera
civilización, con todos sus beneficios. Y es la única Fe que verdaderamente
puede reformar y mantener la moral pública y privada. Es preciso conocer los
misterios fundamentales de la Fe y los deberes del cristiano (…) ya que es
imposible ser un buen soldado sin conocer el reglamento del ejército en cuyas
filas se combate y entender las órdenes de Cristo. La expresión los días son malos se refiere a la época en que
vivimos, rodeados por los cuatro costados de incredulidad, doctrinas falsas,
libros malos, malos ejemplos y tentaciones de toda índole» (3 part,
lesson 15).
En
tiempos de los Padres de la Iglesia, los cristianos tenían conciencia de que
eran soldados espirituales de Cristo y combatían por la Verdad aun a riesgo de
su vida. Tertuliano escribió: «Se nos ha convocado
a la guerra del Dios vivo, desde el momento en que respondimos conforme a las
palabras del Sacramento, es decir, cuando pronunciamos el voto bautismal de obediencia
a Cristo» (Mart., 3, 1). Por su parte, San Cirilo de Jerusalén dijo a
los catecúmenos: «Os habéis incorporado a las filas
del Gran Rey» (Catech. 3, 3).
El deber
cristiano de combatir el pecado, los errores y las tentaciones del mundo
incluya combatir los errores internos de la Iglesia, o sea toda herejía y
ambigüedad doctrinal.
San Ignacio de Loyola es uno de los maestros más elocuentes de la verdad
de la Iglesia militante combativa. En el libro de sus Ejercicios espirituales dice:
«Considera la guerra que vino a traer Cristo Jesús
del Cielo a la Tierra». La gente está hecha a la idea de que Nuestro
Señor Jesucristo vino para traer paz. Pero con toda naturalidad, San Ignacio
comienza la meditación diciendo: «Considera la
guerra que vino a traer Cristo Jesús del Cielo a la Tierra».
Un verdadero caballero espiritual católico del siglo XX como fue Plinio
Correia de Oliveira, el seglar brasileño que dedicó la vida a defender la Santa
Madre Iglesia de las arremetidas espirituales e infiltraciones del anticristiano
espíritu de la Revolución, el modernismo y el comunismo, afirmó: «Todo hombre nace soldado, aunque no todo soldado emplee
su armamento. En efecto, todos los hombres nacen soldados, porque, como dice la
Escritura, Militia est vita hominis super terram [La
vida del hombre en la Tierra es milicia] (Job 7,1). Nuestra vida es contienda,
y es así como debemos entenderla por encima de todo. Desde el momento en que se
ve la luz natural al nacer se es soldado. Más tarde, con el bautismo, se
adquiere la luz de la Gracia y se nace por segunda vez, en esta ocasión a la
vida sobrenatural, convirtiéndose en soldado para defenderla. No sólo eso; la
Iglesia tiene un sacramento particular por el que confirma al hombre como
soldado en toda la extensión de la palabra. Es el sacramento de la
Confirmación. No todo soldado hace uso de sus armas en el campo de batalla,
pero quienes lo hacen son privilegiados. Como la misión del soldado es
combatir, cuando toma las armas para entrar en batalla se vuelve privilegiado. Imaginemos
un pintor que no pinta, un músico que no sabe tocar, un cantante que no sabe
cantar, un profesor incapaz de dar clases o un diplomático al que se le impide
meterse en política» (Plinio Correia de Oliveira).
«Nuestro Señor Jesucristo, Rey de la Iglesia Católica, viene a pedirnos
que nos incorporemos a la guerra santa que libra dentro de la Iglesia contra el
progresismo, y dentro del Estado, contra el comunismo. Nos llama a luchar y a
no ser blandengues ni indiferentes en esta contienda, sino a batallar con toda
el alma.» «Desde luego, San Ignacio no habla de progresismo. Como su meditación
es para todos los tiempos, se refiere en sentido general al mundo, el demonio y
la carne, que son la causa de todos los errores en todas las épocas, en las que
simplemente cambian de nombre. En su tiempo, el error era el protestantismo,
apoyado por personas que se decían católicas pero en el fondo eran protestantes
que promovían el protestantismo al interior de la Iglesia Católica. En el
ámbito civil, tenían a eliminar toda desigualdad social y política. Es decir,
que eran precursores de la Revolución Francesa». (Plinio Correia de Oliveira)
Contamos con declaraciones impresionantes y muy apropiadas de pontífices
de los tiempos modernos sobre el carácter esencialmente combativo de la
Iglesia. León XIII enseñó: «Existe una fuerza enemiga, la cual a instigación e
impulso del espíritu del mal, no dejó de luchar contra el nombre cristiano y
siempre se asoció algunos hombres para juntar y dirigir sus esfuerzos
destructores contra las verdades que Dios reveló, y, por medio de funestas
discordias, contra la unidad de la sociedad cristiana. Son como cohortes
dispuestas para el ataque, y nadie ignora cuánto la Iglesia hubo de sufrir sus
asaltos en todo tiempo. Ahora bien, el espíritu común a todas las sectas
anteriores que se sublevaron contra las instituciones católicas, revivió en la
secta llamada masónica, la cual, prendada de su poder y riqueza, no teme avivar
el fuego de guerra con una violencia inaudita y de llevarlo aún en todas las
cosas más sagradas» (León XIII, encíclica Inimica vis, del
8 de diciembre de 1892).
«Negarse a combatir por Cristo significa luchar
contra Él. Él mismo nos garantiza que negará ante su Padre celestial a quienes
se nieguen a confesarlo en la Tierra» (León
XIII, encíclica Sapientiae christianae, 43)
«Los enemigos de la Iglesia tienen por objetivo –y
no vacilan en proclamarlo, jactándose muchos de ello– la destrucción total, si
fuera posible, de la religión católica, única verdadera. Con tal finalidad, son
capaces de todo, porque saben de sobra que cuanto más se desanimen quienes los
resisten, más fácil les resultará llevar a cabo su impío plan. Por eso, los que
estiman la prudencia de la carne y fingen
desconocer que todo cristiano tienen que ser un valiente soldado de Cristo; los
que desean alcanzar los premios merecidos por los vencedores, mientras viven
omo cobardes sin participar en la lid, están tan lejos de frustrar el avance de
los inclinados al mal que, por el contrario, hasta contribuyen a fomentarla» (íbid., 34).
San Pío X describe la verdadera situación del mundo a comienzos del
siglo XX afirmando que es sumamente hostil a Cristo y a su Verdad: «En verdad, con semejante osadía, con este desafuero de
la virtud de la religión, se cuartea por doquier la piedad, los documentos de
la fe revelada son impugnados y se pretende directa y obstinadamente apartar,
destruir cualquier relación que medie entre Dios y el hombre. Por el contrario
-esta es la señal propia del Anticristo según el mismo Apóstol-, el hombre
mismo con temeridad extrema ha invadido el campo de Dios, exaltándose por
encima de todo aquello que recibe el nombre de Dios; hasta tal punto que
-aunque no es capaz de borrar dentro de sí la noción que de Dios tiene-, tras
el rechazo de Su majestad, se ha consagrado a sí mismo este mundo visible como
si fuera su templo, para que todos lo adoren. Se sentará el templo de
Dios, mostrándose como si fuera Dios» (2 Tes.
2,2). (Pío X, encíclica E supremo apostolatus,
4 de octubre de 1903, 4-7). «En nuestra
opinión, el magnífico ejemplo de lo soldados de Cristo tiene mucho más valor
para conquistar y santificar las almas que las palabras de profundos
tratados» (Pío X, encíclica Editae
saepe, 26 de mayo de 1910, 4).
Pío XI
nos enseña: «Los incrédulos y los enemigos de la fe
católica, cegados por la presunción, pueden ciertamente renovar constantemente
sus ataques a todo lo que se llama cristiano, pero al arrebatar a la Iglesia
militante a aquellos a los que matan, se convierten en instrumento de su martirio
y de su gloria celestial. No menos hermosas que ciertas son estas palabras
deSan León Magno: “La religión de Cristo, cimentada en el misterio de la Cruz,
no puede ser vencida por ninguna forma de crueldad: las persecuciones no
debilitan a la Iglesia, sino que la fortalecen. El campo del Señor siempre no
deja de producir nuevas cosechas, mientras las semillas sacudidas por las
tormentas arraigan y se multiplican”» (Homilía pronunciada durante
la canonización de San Juan Fisher y Santo Tomás Moro, 19 de mayo de 1935).
El
cardenal Karol Wojtiła, futuro papa Juan Pablo II, en un discurso con motivo
del Congreso Eucarístico celebrado en Filadelfia en 1976, declaró: «Actualmente
asistimos a la mayor conflicto que ha experimentado la humanidad en su
historia. No creo que la sociedad de los EE.UU., ni tampoco la Cristiandad en
su conjunto, lo perciban plenamente. Estamos viviendo el enfrenamiento
definitivo entre la Iglesia y la antiiglesia, el Evangelio y el antievangelio,
Cristo y el anticristo. Este conflicto entra en los planes de la Divina
Providencia. Es, por tanto, el plan de Dios, y la Iglesia debe aceptar esta
prueba, afrontándola valerosamente». El papa Juan Pablo señaló las raíces de
este conflicto: «Este combate contra el Diablo que
caracteriza al Arcángel San Miguel no ha terminado, porque el Diablo sigue vivo
y activo en el mundo. Es más, el mal que contiene, el desorden que observamos
en la sociedad, la infidelidad del hombre, la fragmentación interna de la que
es víctima, no son meras consecuencias del pecado original, sino también el
efecto de las tenebrosas y contagiosas actividades de Satanás, saboteador del
equilibrio moral del hombre» (Discurso pronunciado el 24 de mayo de 987
en el monte Gargano).
Benedicto XVI habló de la necesidad de combatir al mal en nuestros
tiempos: «Hoy la palabra Ecclesia militans está algo pasada de moda; pero
en realidad podemos entender cada vez mejor que es verdadera, contiene verdad.
Vemos cómo el mal quiere dominar en el mundo y es necesario entrar en lucha
contra el mal. Vemos cómo lo hace de tantos modos, cruentos, con las distintas
formas de violencia, pero también disfrazado de bien y precisamente así
destruyendo los fundamentos morales de la sociedad. San Agustín dijo que toda
la historia es una lucha entre dos amores: amor a uno mismo hasta el desprecio
de Dios; amor a Dios hasta el desprecio de uno mismo, en el martirio. Nosotros
estamos en esta lucha» (Palabras del Santo Padre a los cardenales, 2
de mayo de 2011).
Tenemos un texto impresionante del siglo III que hace una ardiente
exhortación a ser en todo momento buenos soldados de Cristo: «Considerad bien lo que os digo: ¿Cuándo tiene Cristo
necesidad de vuestra ayuda? ¿Ahora, cuando el Maligno ha declarado la guerra a
su Esposa, o en los tiempos venideros, cuando Cristo reinará victorioso sin
necesidad de más asistencia? ¿Acaso no es evidente para el que tenga el menor
entendimiento, que es ahora cuando la necesita? Así pues, apresuraos de buen
grado ante la presente necesidad de librar batalla en el bando de este buen
Rey, que se caracteriza por otorgar generosos galardones después del combate» (Epístola de Clemene a Jacobo, 4).
Nuestras
armas son las de la justicia, que son ante todo las armas de la oración y de
una vida de santidad, las armas del auxilio espiritual de los santos ángeles,
las armas de la ciencia sagrada, de la apologética, de las justas y francas
protestas individuales y colectivas contra la descristianización y la
degradación moral de la sociedad.
Necesitamos con urgencia un nuevo Enchiridion
militia christianae, manual del combate espiritual
cristiano que escribió el humanista Erasmo de Rotterdam a principios del siglo
XVI. Necesitamos una nueva apología titulada Triunfo
de la Santa Sede y de la Iglesia ante los ataques de los innovadores, libro
que escribiera en 1799 el papa Gragorio XVI en medio de los ataques masónicos
de la Revolción Francesa contra la Iglesia.
Ya en
1946 Pío XII hizo un análisis muy acertado y realista de la situación
espiritual del mundo y de la Iglesia en nuestro tiempo: «El objetivo al cual dirige hoy el adversario sus arremetidas, abierta
o sutilmente, ya no es, como solía ser hasta ahora, un punto concreto de la
doctrina o la disciplina, sino todo el conjunto de la fe y de la moral
cristiana hasta las últimas consecuencias. Dicho de otro modo: se trata de un
asalto total; de un sí rotundo o un no rotundo. En tales circunstancias, el
verdadero católico dege mantenerse tanto más firme todavía sobre el terreno de
su fe y demostrarla en la práctica» (Discurso a los jóvenes de Acción
Católica de Italia, 20 de abril de 1946).
Al beato John Henry Newman debemos esta alentadora declaración sobre el
triunfo de la Iglesia en la batalla contra el mal y el mundo: «No tiene nada de novedoso en la Iglesia que, en tiempos
de confusión y ansiedad, cuando abundan los escándalos y el enemigo está a la
puerta, sus hijos, lejos de desfallecer, mejor dicho gloriándose en el peligro,
como se alegran los valientes en los desafíos que ponen a prueba su fuerza; no
tiene nada de novedoso, digo, que emprendan su tarea como si estuvieran en los
tiempos de mayor prosperidad. (…) La evocación del pasado nos augura el éxito. Nuestros
estandartes portan los nombres de numerosos campos de batalla que nos
hinchieron de gloria. Somos fuertes en la fortaleza de nuestros predecesores, y
con nuestra humilde capacidad, queremos hacer lo que hicieron los santos que
nos precedieron. (…) No hace falta tener carácter heroico para afrontar estos
tiempos y mirarlos con desdén; porque somos católicos. Contamos con dieciocho
siglos de experiencia. (…) Una o dos, o una docena de derrotas, si las
tuviéramos, no serán suficientes para acabar con la grandiosidad de llamarse
católico» (Discursos ante congregaciones mixtas, 12).
Como soldado de Cristo, todo católico debe ser siempre consciente de que
combate en el bando ganador, porque Christus vincit, y como expresó con gran
concisión San Juan Crisóstomo: «Más fácil es apagar
el sol que destruir la Iglesia» (Hom. In Is. 7). Cobremos ánimo y valor
en la santa batalla que libramos por Nuestro Señor y su Iglesia en los
tenebrosos y procelosos tiempos en que vivimos, con esta exhortación, también
de San Juan Crisóstomo: «Nadie puede separar lo que
Dios ha unido. Si, hablando de marido y mujer, dice: “Por esto dejará el hombre
a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne.
Lo que Dios juntó, el hombre no lo separe” (Mt. 19, 5-6). Si el matrimonio no
se puede disolver, mucho menos se podrá deshacer la Iglesia de Dios. Se la
podrá combatir, pero no será posible dañar el objeto de los ataques. Y mientras
me haces más ilustre, te debilitas combatiéndome. Duro te es dar coces contra
el agudo aguijón. No le embotas el filo, sino que te ensangrientas los pies.
Las olas no rompen la roca; se disuelven en espumas. Nada hay más poderoso que
la Iglesia; deja de combatirla, no sea que te venza. No libres combate contra
el Cielo. Si luchas contra un hombre, o lo vences o te vence. Pero si combates
la Iglesia no podrás triunfar. Porque Dios puede más que todos. “¿O es que
queremos provocar a celos al Señor? ¿Somos acaso más fuertes que Él?” (1
Cor.10,22) ¿Quién se atreverá a subvertir el orden que Dios ha establecido? No
conocéis su poder. Mira la Tierra y la hace temblar. Da la orden, y lo que se
sacudía queda firme. “El Cielo y la Tierra pasarán, pero las palabras mías no
pasarán” (Mt. 24,35). ¿Qué palabras? “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia, y las puertas del abismo no prevalecerán contra ella”
(Mt.16,18). Si no os fiáis de las palabras, confiad en los
hechos. ¡Cuántos tiranos han intentado dominar a la Iglesia! ¡Cuántas
parrillas, hornos, fauces de fieras y filosas espadas lo habrán intentado! Y no
lo han conseguido. ¿Qué fue de los opresores? Están sepultados en el silencio y
el olvido. ¿Y dónde está la Iglesia? Resplandece más que el sol. Las obras de
ellos se acabaron; las de la Iglesia son inmortales. Pues bien, si siendo tan
pocos no han podido dominarnos, ¿cómo los vencerás tú ahora que el mundo está
lleno del servicio a Dios? “El Cielo y la Tierra pasarán, pero las palabras
mías no pasarán”» (Mt. 24,35) (Homilia ante exilium,1-2).
Según el
rito tradicional de la Iglesia Católica Romana, en el santo bautismo se nos
hace siete veces la señal de la cruz para que siempre nos acordemos de que el
cristiano está inseparablemente ligado a la Cruz de Nuestro Señor, a fin de que
esté protegido espiritualmente y pueda vivir una vida de santo combate por Él
con la señal invisible de su Cruz. Se nos hace la cruz en la frente para que
aceptemos la cruz del Señor; se nos hace en los oídos para que escuchemos los
preceptos divinos; en los ojos, para que veamos la claridad de Dios; en la
nariz, para que percibamos la grata fragancia de Cristo; en la boca, para que
hablemos palabras de vida; en el pecho para que creamos en Dios, y en los
hombros para que asumamos el yugo del servicio a Cristo.
La mayor
ayuda con que podemos contar en nuestra vida personal como soldados de Cristo,
así como toda la Iglesia militante, está en la bienaventurada Virgen María,
Madre de Dios. Ella es vencedora en todas las batallas del Señor. Dirijámonos a
Ella para pedirle:
Reina
augusta de los Cielos, soberana de los ángeles: a Ti que al principio recibiste
de Dios el poder y la misión de aplastar la cabeza de Satanás, te suplicamos
humildemente que envíes a legiones de santos ángeles para que, a tus órdenes y
con tu poder, localicen a los demonios, los combatan en todas partes, pongan
freno a su osadía y los precipiten al abismo. ¿Quién como Dios? Madre buena y
tierna, siempre tendrás nuestro amor y esperanza. Madre de Dios, envía a los
santos ángeles y los arcángeles para que me defienda y mantenga al cruel
enemigo alejado de mí. Santos ángeles y arcángeles, guardadnos y protegednos,
amén.
(Conferencia dada en el Roma Life Forum el 17 de mayo de 2018)
(Traducido por
Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)
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