Algo tienen en común las disputas que suscitó la
publicación de Amoris Laetitia y la nueva polémica que se acaba de
originar por la pretensión de la mayoría de obispos alemanes de permitir la
comunión a los luteranos casado con católicos: el Sacramento de la Eucaristía, origen y culmen de la vida cristiana para
un católico.
En Amoris
Laetitia, y en su posterior interpretación bonaerense, se deja
abierta la posibilidad de que puedan comulgar sacramentalmente los divorciados
que se hayan vuelto a casar civilmente (o vivan maritalmente con sus nuevas
parejas sin ninguna vinculación legal). Se ha defendido públicamente que estas
personas que viven en adulterio puedan acceder, tras un proceso de
discernimiento (palabra que se está utilizando como ariete para justificarlo
casi todo), primero al sacramento de la penitencia y luego a la comunión
sacramental. Y ello, sin necesidad de propósito de enmienda alguno. Es decir,
te confiesas, comulgas y sigues viviendo en adulterio, llevando vida marital
con tu segunda pareja con plena conciencia de vivir en pecado mortal como
si tal cosa (o sin conciencia alguna: no sé qué es peor).
Y aquí entra en juego el
problema de la conciencia. Dicen
que puedes vivir en pecado mortal objetivamente y que tu conciencia, sin
embargo, te permita sentirte en gracia y comulgar tranquilamente. ¿Cómo es
posible? Pues porque nos han dado el cambiazo en el concepto de conciencia.
Para un católico, la conciencia no crea
la ley moral, sino que debe asimilarla y reflejarla. El fundamento de la
ley moral es Dios: no la propia conciencia. La conciencia rectamente formada
confronta los propios actos con la ley moral, sin justificaciones ni excusas.
Ahora bien, la modernidad
prescinde de Dios y niega las leyes morales universales y las cambia por “lo que yo siento” o “lo
que yo opino” o “lo que a mí me viene bien
para justificar mis propias inmundicias”. “Yo siempre obro el bien y ese bien es lo que me apetece”. Subjetivismo (lo que a mí me parece
que está bien, está bien: nadie tiene por qué decirme que algo está bien o mal
y, menos aún imponérmelo) y sentimentalismo
(lo que yo siento que está bien, está bien). Mientras no dañe a terceras
personas, todo lo haga estará bien. En esto consiste el relativismo moral que
conduce, irremediablemente, al nihilismo, al desprecio de la ley natural y a la
anomia: la abolición de las leyes morales universales. No es de extrañar que ya
casi nadie se confiese porque nada es pecado (no hay mandamientos…) y que
muchos sacerdotes infectados por el modernismo consideren que en realidad no
hay pecados mortales ni hay condenación ni hay infierno y que todos vamos al
cielo. Por lo tanto, ¿para qué sentarse en el confesionario? Si es que, en
realidad, no tienen fe: no creen en nada.
El discurso sigue así: “aunque me haya divorciado y me haya vuelto a casar, yo
siento que he hecho bien y creo que no hago nada malo; por lo tanto, tengo
derecho a comulgar y a que nadie me discrimine”. Comulgar es un derecho
para todos, justos y pecadores, santos y corruptos.
¿Puede alguien comulgar si está en pecado mortal? No.
¿Puede alguien confesarse válidamente sin propósito
de la enmienda, sin el firme propósito de no seguir pecando? No.
¿Puede alguien confesarse si vive en adulterio y
recibir la absolución si luego va a seguir viviendo igualmente con su segunda o
tercera pareja? No.
A Dios no se le puede engañar.
Y, sobre todo, los católicos no podemos
consentir que se profane el Santo Cuerpo de Cristo y se cometa sacrilegio,
que es uno de los peores pecados se pueden cometer porque atenta directamente
contra Dios mismo. Comulgar en pecado mortal es un acto sacrílego y blasfemo.
Es despreciar a Cristo. Y los católicos no podemos consentir que pisoteen lo
que para nosotros es lo más sagrado: el mismísimo Cuerpo de Nuestro Señor
Jesucristo, realmente presente en la Eucaristía. Cristo resucitado está en la
Sagrada Comunión. Y hay sacerdotes y obispos que han perdido la fe y permiten
que se profane el Santísimo Sacramento, tendremos que ser los laicos quienes
denunciemos y defendamos los derechos de Nuestro Señor Jesucristo, los derechos
de Dios. Todos somos indignos de recibir al Señor: “Señor,
no soy digno de que entres en mi casa”. Comulgar es un privilegio de
quienes recorremos en esta vida el camino de la santidad en gracia de Dios
dentro de la Santa Madre Iglesia. Comulgar es un don inmerecido que el Señor
nos regaló al precio de su preciosísima Sangre derramada por nosotros en la
Cruz. Así que comulgar sin las debidas disposiciones o tomárselo como un puro
acto social (como puro postureo) es un pecado muy grave e intolerable.
Dice Trento:
CAN. VII. Si alguno dijere, que la Iglesia yerra cuando ha enseñado y
enseña, según la doctrina del Evangelio y de los Apóstoles, que no se puede
disolver el vínculo del Matrimonio por el adulterio de uno de los dos
consortes; y cuando enseña que ninguno de los dos, ni aun el inocente que no
dio motivo al adulterio, puede contraer otro Matrimonio viviendo el otro
consorte; y que cae en fornicación el que se casare con otra dejada la primera
por adúltera, o la que, dejando al adúltero, se casare con otro; sea
excomulgado.
Punto.
Ahora, la mayoría de los obispos alemanes se han propuesto dar la comunión a los
luteranos que se han casado en matrimonios mixtos con católicos. Pero
hay siete obispos disidentes que se oponen a permitir la intercomunión de los
luteranos. Ahora se les pide que tomen una decisión por consenso. O sea, que se
pongan de acuerdo entre ellos.
Pongamos un caso: imagínense
que hay un coche rojo y hay diez personas que dicen que es verde y una se
empeña en decir que el dichoso coche es rojo. ¿Quién tiene razón? ¿Qué consenso
pueden alcanzar al respecto? Si el coche es rojo, aunque todo el mundo diga que
es verde, seguirá siendo rojo. ¿Qué consenso cabe? ¿Sería aceptable que
llegaran al acuerdo de que no es rojo ni verde, sino marrón? Pues no. El coche
seguirá siendo rojo: ni verde ni marrón.
Entre el error y la verdad no hay consensos ni dialécticas que valgan
para alcanzar una síntesis que contente a todos. La dialéctica entre lo
verdadero y lo falso es imposible. O se acepta la verdad o se persiste en el
error. No hay
términos medios ni acuerdos transaccionales (ni para ti ni para mí).
¿Reconocen los luteranos que en el santísimo
sacramento de la Eucaristía se contiene verdadera, real y substancialmente el
cuerpo y la sangre juntamente con el alma y divinidad de nuestro Señor
Jesucristo, y por consecuencia todo Cristo? No.
¿Admiten los luteranos la Adoración Eucarística? No.
¿Reconocen los luteranos el sacramento del orden y
la sucesión apostólica? No.
¿Creen los luteranos que sola la fe es preparación
suficiente para recibir el sacramento de la santísima Eucaristía? Sí.
¿Creen los luteranos que la confesión sacramental
es indispensable para vivir en gracia y poder comulgar? No.
Los protestantes no creen en
la transubstanciación, no tienen sacerdotes ordenados, no aceptan el sacramento
de la penitencia, no profesan el Credo de la Iglesia Católica ni aceptan su
disciplina de los sacramentos. Los protestantes son herejes y no pueden
comulgar en la celebración de la Santa Misa de los católicos mientras no
acepten nuestro credo. Es decir, hasta que se conviertan a la única fe
verdadera, que es la que predica la Iglesia Católica. Ese es el verdadero
ecumenismo: en la conversión de todos a la Verdad,
que es Cristo.
De cara a ese consenso tan
deseable sobre quién puede comulgar y quién no, recomiendo vivamente que se
repasen el Decreto
sobre el Santísimo Sacramento de la Eucaristía y los Cánones del Sacrosanto Sacramento de la Eucaristía,
aprobados por el Concilio
de Trento. Todo lo ahí recogido es dogma de fe y no puede ser
modificado, mal que les pese a muchos. Los dogmas no se tocan, porque quien lo
hiciere sería automáticamente excomulgado y quedaría fuera de la Iglesia. No
nos iremos nunca los católicos fieles: se irán de
la Iglesia los que caen en herejía y no estén dispuestos a rectificar y a
aceptar la verdadera doctrina: da igual que sean obispos, religiosos o
seglares.
Los “motivos
pastorales” no justifican la herejía. Los “nuevos
paradigmas” huelen a azufre que apestan. Y no son otra cosa que un
intento de justificar la ruptura con la Tradición y con la Santa Doctrina y la
demolición de todo el edificio de la moral católica. Pero las puertas del
Infierno no prevalecerán. No soy teólogo ni sacerdote ni religioso. Soy un
seglar nada más. No tengo autoridad alguna. Pero somos muchos los católicos que estamos dispuestos a seguir defendiendo la
verdadera fe de la Iglesia. Ténganlo presente los que crean ingenuamente que no
van a encontrar resistencia: vamos a pelear.
Esta es nuestra fe,
en la que nos reafirmamos:
DECRETO (DEL CONCILIO DE TRENTO) SOBRE EL SÍMBOLO
DE LA FE
En el nombre de la santa e
indivisible Trinidad, Padre, Hijo, y Espíritu Santo. Considerando este
sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en
el Espíritu Santo, y presidido de los mismos tres Legados de la Sede
Apostólica, la grandeza de los asuntos que tiene que tratar, en especial de los
contenidos en los dos capítulos, el uno de la extirpación de las herejías, y el
otro de la reforma de costumbres, por cuya causa principalmente se ha
congregado; y comprendiendo además con
el Apóstol, que no tiene que pelear contra
la carne y sangre, sino contra los malignos espíritus en cosas pertenecientes a
la vida eterna; exhorta primeramente con el mismo Apóstol a todos, y
a cada uno, a que se conforten en el Señor, y en el poder de su virtud, tomando
en todo el escudo de la fe, con el que puedan rechazar todos los tiros del
infernal enemigo, cubriéndose con el morrión de la esperanza de la salvación, y
armándose con la espada del espíritu, que es la palabra de Dios. Y para
que este su piadoso deseo tenga en consecuencia, con la gracia divina,
principio y adelantamiento, establece y decreta, que ante todas cosas, debe
principiar por el símbolo, o confesión
de fe, siguiendo en esto los ejemplos de los Padres, quienes en los más
sagrados concilios acostumbraron agregar, en el principio de sus sesiones, este
escudo contra todas las herejías,
y con él solo atrajeron algunas veces los infieles a la fe, vencieron a los
herejes, y confirmaron a los fieles. Por esta causa ha determinado deber expresar
con las mismas palabras con que se lee en todas las iglesias, el símbolo de fe que usa la santa Iglesia
Romana, como que es aquel principio en que necesariamente convienen los que
profesan la fe de Jesucristo, y el fundamento seguro y único contra que jamás prevalecerán las puertas del infierno. El mencionado símbolo dice así: Creo en un solo Dios, Padre omnipotente,
criador del cielo y de la tierra, y de todo lo visible e invisible: y en un
solo Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, y nacido del Padre ante todos
los siglos, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero;
engendrado, no hecho; consustancial al Padre, y por quien fueron criadas todas
las cosas; el mismo que por nosotros los hombres, y por nuestra salvación
descendió de los cielos, y tomó carne de la virgen María por obra del Espíritu
Santo, y se hizo hombre: fue también crucificado por nosotros, padeció bajo el
poder de Poncio Pilato, y fue sepultado; y resucitó al tercero día, según
estaba anunciado por las divinas Escrituras; y subió al cielo, y está sentado a
la diestra del Padre; y segunda vez ha de venir glorioso a juzgar los vivos y
los muertos; y su reino será eterno. Creo también en el Espíritu Santo, Señor y
vivificador, que procede del Padre y del Hijo; quien igualmente es adorado, y
goza juntamente gloria con el Padre, y con el Hijo, y es el que habló por los
Profetas; y creo ser una la santa, católica y apostólica Iglesia. Confieso un
bautismo para la remisión de los pecados: y aguardo
la resurrección de la carne y la vida
perdurable. Amén.
Pedro L. Llera
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