Lo cierto es que la
eutanasia introduce una dinámica de muerte, que resulta implacable. Revindicar
el derecho a morir, cuando nuestra legislación ni tan siquiera ha sido capaz de
reconocer el derecho a vivir del nasciturus, nos encamina hacia la eutanasia
impuesta.
Llama la
atención la falta de debate social tras la aceptación a trámite en el Congreso
de Diputados de la ley de eutanasia, presentada
por el PSOE y aprobada con el apoyo de PNV, Podemos, ERC y PDeCAT.
Lo curioso es que, mientras unos políticos propugnan la
legalización de la eutanasia, en respuesta a una supuesta demanda social,
los expertos en cuidados paliativos
–que son quienes atienden a los pacientes terminales– son los más reacios.
El pronunciamiento de las asociaciones de cuidados paliativos ha sido nítido:
su objetivo es ayudar a vivir con dignidad hasta la muerte. Lo que incluye,
además del alivio del dolor, el control de los síntomas y el bienestar
psicológico y espiritual; pero en ningún caso, la eutanasia y el suicidio
asistido. Estos últimos vulneran la ética médica además de socavar la relación
de confianza entre el médico y el paciente.
Rafael Mota, presidente de la
Sociedad Española de Cuidados Paliativos, afirma: «Cuando
un enfermo ingresa en cuidados paliativos te dice que así no se puede vivir.
Cuando lleva un tiempo bien tratado, deja de pedir la muerte. Llevo 17 años
viendo enfermos en estado terminal y sé que la gente no quiere morir; lo que no
quiere es sufrir. Quiere vivir». Por su parte, Anne de la Tour, presidenta de la Asociación
de Acompañamiento y Cuidados Paliativos de Francia, respondía
recientemente a los 156 diputados franceses que han propuesto una ley similar: «Sería una ley
escrita para los sanos, para apaciguar su miedo a un sufrimiento lejano y
potencial, cuando los que están en situación real e inmediata lo que
reclaman es que se cumpla la promesa de aliviar el sufrimiento, de un fin de
vida que siga siendo vida hasta el final y de una muerte humana que no les
quite nunca su dignidad».
Lo cierto es que la experiencia demuestra que la eutanasia
termina siendo competidora de los cuidados paliativos. De hecho, en los
países en los que se ha legalizado la eutanasia, disminuye la inversión en
cuidados paliativos. Obviamente, es
mucho más fácil recurrir al atajo del «corredor de
la muerte», que adentrarse en
un acompañamiento más complejo. En nuestro contexto social, los cuidados
paliativos han experimentado un avance espectacular en los últimos años, y
todavía existe un gran margen para su mejora, ya que aún no están reconocidos
en España como una especialidad.
La introducción de esta
proposición de ley en España, ha coincidido con la imposición de le eutanasia
al niño británico Alfie Evans, en contra de la voluntad de sus padres.
Se trata de un caso que ha abierto los ojos a una parte importante de la
opinión pública europea: ¿La eutanasia es una elección libre, como afirman sus defensores;
o, por el contario, en la práctica
puede ser legalmente impuesta, como ha sucedido con Alfie Evans, con el
pleno respaldo de los tribunales británicos y el de Estrasburgo?
Lo cierto es que la eutanasia introduce una dinámica de
muerte, que resulta implacable. Revindicar el derecho a morir, cuando
nuestra legislación ni tan siquiera ha sido capaz de reconocer el derecho a
vivir del nasciturus, nos encamina hacia la eutanasia impuesta. Existen
sobrados ejemplos en los países en cuya legislación se introdujo la eutanasia,
en un primer momento, como una oferta voluntaria. Por ejemplo, es un hecho
constatado que la legalización de la
eutanasia en Holanda, ha provocado un notable desplazamiento de ancianos a
otros países de Europa, por temor a que la eutanasia les sea aplicada contra su
voluntad. Tampoco está de más recordar que el primer estado del mundo en legalizar la eutanasia fue la Alemania
nazi, en septiembre de 1939. En la práctica, se convirtió en un recurso
bélico para que el estado pudiese deshacerse de las personas consideradas como
un lastre improductivo.
A la coincidencia en el tiempo
del caso Alfie Evans, se ha sumado otra: el suicidio en una clínica de Suiza
del anciano científico australiano David Goodall. Antes de
suicidarse con una inyección letal, pronunció una conferencia en un hotel de
Basilea, donde explicó que él era partidario de que pudiéramos decidir dónde y
cuándo deseamos morir. Su caso, al igual que el de Ramon Sampedro, demuestra
que la reivindicación de la eutanasia como un recurso reservado para las
personas que padecen una enfermedad terminal, esconde otra realidad: Más allá de eufemismos, lo que verdaderamente se persigue
es simplemente legalizar la práctica del suicidio asistido. Y llegados a
este punto, es inevitable plantearse algunas cuestiones de alto contenido filosófico
y teológico: No existe el
derecho a quitarse la vida. Y esta
afirmación no solo es válida para aquellos que reconocemos en Dios al autor de
la vida, sino para todo ser humano que toma conciencia de que la vida precede a
su propia voluntad. El ser humano es un
ser social, y su obrar no está exento de responsabilidad moral hacia el
conjunto de la sociedad. Como decía San Agustín: «¡Yo soy yo, pero no soy
mío!».
Y, por último, es necesario
hacerse la pregunta sobre dónde se funda la dignidad del ser humano. ¿Acaso el enfermo tiene menos
dignidad que el sano? Creemos
firmemente que la dignidad es inherente a la persona, y que ni siquiera una
enfermedad como el Alzheimer puede suprimirla. Y es que, la dignidad del ser
humano no estriba en su salud, sino en su potencialidad de ser amado
incondicionalmente.
+ José Ignacio Munilla, obispo de San
Sebastián
Publicado
el Domingo de Pentecostés en El Diario Vasco
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