Fue al alba del
jueves 6 de mayo de 1518.
Por: P. Rogelio Alcántara | Fuente: Siame.mx
La primera Misa documentada que se dijo en lo
que hoy es territorio mexicano fue celebrada por el presbítero Juan Díaz Núñez,
sevillano de nacimiento, quien hacia 1514, con permiso de su obispo, misionaba
en Cuba. De espíritu aventurero y evangelizador incansable, participó como
capellán en la expedición de Juan de Grijalva (capitán) y Antón de Alaminos
(almirante) a Yucatán en 1518. Gracias a él tenemos una crónica muy detallada
de esa campaña militar titulada: Itinerario de la armada del rey católico a la
isla de Yucatán, en la India, en año 1518.
Es aquí donde nos habla de esta primera
Misa. Narra el P. Juan Díaz:
“Sábado, primer día del mes
de Mayo del dicho año (1518), el dicho capitán de la armada salió de la isla
Fernandina (Cuba), […] el lunes siguiente, que se contaron tres días de este
mes de mayo, vimos tierra (Cozumel), […]; y por ser el día de la Cruz (3 de
Mayo), llamamos así aquella tierra […]. Jueves, a 6 días del dicho mes de Mayo,
el dicho capitán mandó que se armasen y apercibiesen cien hombres, los que
entraron en las chalupas y saltaron a tierra llevando consigo un clérigo. […]
El capitán subió a dicha torre juntamente con el alférez, quien llevaba la
bandera en la mano, la cual puso en el lugar que convenía al servido rey
católico; allí tomó posesión en nombre de su alteza, […] dentro (la torre)
tenía ciertas figuras, y huesos, y ceñís, que son los ídolos que ellos
adoraban, y según su manera se presume que son idólatras. Estando el capitán
con muchos de los nuestros encima de la dicha torre, entró un Indio acompañado
de otros tres, los cuales quedaron guardando la puerta, y puesto dentro un
tiesto con algunos perfumes muy olorosos, que parecían estoraque (bálsamo).
Este Indio era muy anciano; traía cortados los dedos de los pies, e incensaba
mucho aquellos ídolos que estaban dentro de la torre, diciendo en alta voz un
canto casi de un tenor; y a lo que pudimos entender creímos que llamaba a
aquellos sus ídolos. Dieron al capitán y a otros de los nuestros unas cañas
largas de un palmo, que quemándolas despedían muy suave olor. Luego al punto se
puso en orden la torre y se dijo misa, acabada ésta, llegó aquél mismo Indio,
que parecía ser sacerdote de los demás […]. Estos Indios llevaron al capitán,
junto con otros diez o doce y les dieron de comer […] y a las nueve de la
mañana, que son cerca de las quince en Italia, ya no parecía Indio alguno en
todo aquel lugar, y de este modo nos dejaron solos”.
En esta narración del P. Díaz encontramos
algunos detalles fascinantes que es interesante subrayar: era el alba del
jueves 6 de mayo de 1518 –tengamos en cuenta que aún no se utilizaba el actual
calendario gregoriano que entró en vigor en octubre de 1582–.
Se trató del encuentro de “dos mundos”: del mundo indígena, con su religión
natural, en la que a tientas se buscaba la divinidad, quedándose
inculpablemente en la idolatría; con el mundo del siglo de oro español, en el
que el catolicismo –la religión revelada por Dios Trino–, estaba profundamente
arraigado.
El contraste entre ambos sacerdotes es notable:
el indígena, mutilado (de los dedos de los pies) quemaba incienso invocando a
sus ídolos; el español, católico, ofreciendo el sacrificio redentor del
calvario, y lo hacía en el mismo lugar donde se había llevado a cabo el rito
pagano, queriendo que el Rey del Universo “tomara
posesión” de las “nuevas tierras” como
comenta el P. Mariano Cuevas (historiador ? 1949), después de la trágica
persecución cristera: “Y desde entonces, a través de cuatro largos siglos,
Cristo Sacramentado será, para siempre, el Rey de nuestro suelo”.
Es interesante contrastar que, mientras en el
norte de Europa la Iglesia se desgajaba por el cisma de Lutero, en el norte de
América, un heroico sacerdote católico, con un puñadito de cien hombres,
celebraba una Misa, sin imaginar su tremenda trascendencia para nuestra
historia.
Cuán agradecidos hemos de estar a este hombre:
el P. Juan Díaz Núñez, de quien vale pena conocer algo más. Nació en Sevilla en
el año 1480. En 1512 solicitó ser enviado a las Américas, después de la
expedición de 1518, volvió a Cuba, y regresó al año siguiente como capellán de
Hernán Cortés, fue cronista de la conquista, y junto con Bartolomé de Olmedo,
sacerdote de la Merced, al ser destruidos los ídolos del templo mayor de
Tenochtitlán, plantó la primera cruz, colocó allí la imagen de la Virgen María
(muy probablemente la Asunción) y, muy devoto de la Eucaristía, celebró en el
lugar la Santa Misa. Es probable, dado su espíritu aventurero, que en 1529
estuviera en las Islas canarias y participara en la búsqueda de la Isla de San
Borondón, una isla del Atlántico, inexistente. Finalmente lo encontramos
ejerciendo su ministerio en Quecholac, Puebla; se dice que él, junto con otros
dos clérigos, bautizaron “un millón y cien mil
almas” y catequizó, en su lengua nativa, a miles de indígenas, como un
verdadero apóstol. En su celo por la fe, destruyó los ídolos que allí adoraban,
lo que le acarreó poco después el martirio. Los indígenas agraviados lo mataron
a golpes y se comieron sus manos y sus pies, destrozaron su cuerpo y lo
enterraron en el jacal de paja que servía de ermita; corría el año de 1549.
Así, el sacerdote que dijo la primera Misa
(documentada) en lo que ahora es México, fue asesinado, como otros cientos de
sacerdotes lo han sido en nuestra Patria. Pero ¿qué les agravia del trabajo
sacerdotal hoy en día, para privarles de la vida? ¿Será que los sacerdotes,
fieles a su ministerio, siguen rompiendo los ídolos modernos, del tener, el
poder y el placer?
Que Nuestro Señor Jesucristo, a través de
nuestra participación consciente en la santa Misa que tome posesión de nuestra
tierra, como decía el P. Cuevas, y podríamos añadir: de la tierra de nuestro
corazón, para que las miles de Misas que se celebran hoy día en nuestra Patria,
en el jubileo de los 500 años de la primera, no queden estériles, sino que
produzcan en cada uno de nosotros los auténticos frutos del Evangelio. Amén.
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