Comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap.,
predicador del Papa, al Evangelio del III Domingo de Pascua – B
III Domingo de
Pascua – B
(Hechos 3, 13-15. 17-19; I Juan 2, 1-5a; Lucas 24, 35-48)
¡EN VERDAD HA
RESUCITADO!
El
Evangelio nos permite asistir a una de las muchas apariciones del Resucitado.
Los discípulos de Emaús acaban de llegar jadeantes a Jerusalén y están
relatando lo que les ha ocurrido en el camino, cuando Jesús en persona se
aparece en medio de ellos diciendo: «La paz con
vosotros». En un primer momento, miedo, como si vieran a un fantasma;
después, estupor, incredulidad; finalmente, alegría. Es más, incredulidad y
alegría a la vez: «A causa de la alegría, no
acababan de creerlo, asombrados».
La suya
es una incredulidad del todo especial. Es la actitud de quien ya cree (si no,
no habría alegría), pero no sabe darse cuenta. Como quien dice: ¡demasiado
bello para ser cierto! La podemos llamar, paradójicamente, una fe incrédula.
Para convencerles, Jesús les pide algo de comer, porque no hay nada como comer
algo juntos que conforte y cree comunión.
Todo esto
nos dice algo importante sobre la resurrección. Ésta no es sólo un gran
milagro, un argumento o una prueba a favor de la verdad de Cristo. Es más. Es
un mundo nuevo en el que se entra con la fe acompañada de estupor y alegría. La
resurrección de Cristo es la «nueva creación». No
se trata sólo de creer que Jesús ha resucitado; se trata de conocer y
experimentar «el poder de la resurrección» (Filipenses
3, 10).
Esta
dimensión más profunda de la Pascua es particularmente sentida por nuestros
hermanos ortodoxos. Para ellos la resurrección de Cristo es todo. En el tiempo
pascual, cuando se encuentran a alguien le saludan diciendo: «¡Cristo ha resucitado!», y el otro responde: «¡En verdad ha resucitado!». Esta costumbre está
tan enraizada en el pueblo que se cuenta esta anécdota ocurrida a comienzos de
la revolución bolchevique. Se había organizado un debate público sobre la
resurrección de Cristo. Primero había hablado el ateo, demoliendo para siempre,
en su opinión, la fe de los cristianos en la resurrección. Al bajar, subió al
estrado el sacerdote ortodoxo, quien debía hablar en defensa. El humilde pope
miró a la multitud y dijo sencillamente: «¡Cristo
ha resucitado!». Todos respondieron a coro, antes aún de pensar: «¡En verdad ha resucitado!». Y el sacerdote
descendió en silencio del estrado.
Conocemos
bien cómo es representada la resurrección en la tradición occidental, por
ejemplo en Piero della Francesca. Jesús que sale del sepulcro izando la cruz
como un estandarte de victoria. El rostro inspira una extraordinaria confianza
y seguridad. Pero su victoria es sobre sus enemigos exteriores, terrenos. Las
autoridades habían puesto sellos en su sepulcro y guardias para vigilar, y he
aquí que los sellos se rompen y los guardias duermen. Los hombres están
presentes sólo como testigos inertes y pasivos; no toman parte verdaderamente
en la resurrección.
En la
imagen oriental la escena es del todo diferente. No se desarrolla a cielo
abierto, sino bajo tierra. Jesús, en la resurrección, no sale, sino que
desciende. Con extraordinaria energía toma de la mano a Adán y Eva, que esperan
en el reino de los muertos, y les arrastra consigo hacia la vida y la
resurrección. Detrás de los dos padres, una multitud incontable de hombres y
mujeres que esperan la redención. Jesús pisotea las puertas de los infiernos
que acaba de desencajar y quebrar Él mismo. La victoria de Cristo no es tanto
sobre los enemigos visibles, sino sobre los invisibles, que son los más
tremendos: la muerte, las tinieblas, la angustia,
el demonio.
Nosotros
estamos involucrados en esta representación. La resurrección de Cristo es
también nuestra resurrección. Cada hombre que mira es invitado a identificarse
con Adán, cada mujer con Eva, y a tender su mano para dejarse aferrar y
arrastrar por Cristo fuera del sepulcro. Es éste el nuevo y universal éxodo
pascual. Dios ha venido «con brazo poderoso y mano
tendida» a liberar a su pueblo de una esclavitud mucho más dura y
universal que la de Egipto.
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