Hay una ley natural
y esta ¡nos hace libres!
Por: P. Miguel A. Fuentes, IVE | Fuente: TeologoResponde.org
Por: P. Miguel A. Fuentes, IVE | Fuente: TeologoResponde.org
No sería de extrañar
que muchas veces hayas escuchado la palabra ley y la palabra libertad. Tengo
suficientes elementos para temer que no te hayan presentado ni de una ni de
otra el verdadero concepto.
Hoy en día se exalta mucho la libertad, sin hacer las aclaraciones que
corresponden; y no se habla de la ley sino en un sentido empobrecido; y
probablemente la mayoría de nuestros contemporáneos se formen una idea de estos
dos conceptos como el de dos pugilistas que se dan tortazos sobre el ring de
nuestra conciencia. Si yo quiero ser libre, la ley me frena; si intento imponer
la ley, confino mi libertad o la de mis semejantes. Con una idea así no tendrán
mucho futuro los que quieran hablarme de los mandamientos de Dios. ¡Y qué
pensarás de mí si te vengo a decir que los mandamientos de Dios te liberan y te abren horizontes desconocidos! ¿Me creerás o pensarás que hablo como un cura que
viene a imponerte mojigaterías?
Y sin embargo, quisiera llamar tu atención sobre este punto, porque si no
comprendes la potencia liberadora de los mandamientos y de la ley (natural y divina)
te aseguro que no te están desatando ninguna cadena sino que te están robando
las piernas con las que camina tu verdadera libertad.
Antes de proseguir, quiero aclarar un punto para que no nos confundamos.
Hablaré indistintamente (para simplificar las cosas) de los mandamientos de
Dios (o decálogo, o sea diez palabras o leyes) y de la ley natural,
como si fueran la misma cosa. No lo son, pero coinciden sustancialmente. La ley
natural es la ley que está grabada en nuestro corazón, desde el momento en que
hemos sido creados (todo ser la lleva grabada en su naturaleza). El decálogo ha
sido revelado por Dios en varias oportunidades; la más solemne fue la
revelación de Dios a Moisés sobre el monte Sinaí; pero más veces aún lo repite
nuestro Señor en los Evangelios. En realidad el decálogo es una expresión
privilegiada de la “ley natural”. Como la
sustancia de los mandamientos pertenece a la ley natural, se puede decir que,
si bien han sido revelados, son realmente cognoscibles por nuestra razón, y, al
revelarlos, Dios no hizo otra cosa que recordarlos (añadiendo indudablemente
algunas precisiones o aplicaciones estrictamente reveladas). San Ireneo de Lyon
decía: “Desde el comienzo, Dios había puesto en el
corazón de los hombres los preceptos de la ley natural. Primeramente se
contentó con recordárselos. Esto fue el Decálogo”[1]. La humanidad
pecadora necesitaba esta revelación; lo dice San Buenaventura: “En el estado de pecado, una explicación plena de los
mandamientos del Decálogo resultó necesaria a causa del oscurecimiento de la
luz de la razón y de la desviación de la voluntad”[2]. Por esto,
conocemos los mandamientos de la ley de Dios por la revelación divina que nos
es propuesta en la Iglesia, y por la voz de la conciencia moral.
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