La liturgia de la
Iglesia nos sumerge, en la Semana Santa, en el drama de la Pascua del Señor, de
su paso de la muerte a la vida, de este mundo al Padre. Los pasajes del
Evangelio que se proclaman en la Santa Misa adquieren, en este marco, su
contexto adecuado y vivo de comprensión.
Uno de estos pasajes es el de
la unción en Betania (Jn 12,1-11), perícopa que sigue a la de la resurrección
de Lázaro y a la de la condena a muerte de Jesús por el Sanedrín y que precede,
en el cuarto evangelio, a la de la entrada de Jesús en Jerusalén.
Es un texto muy bello que
contrapone el derroche del amor a la cicatería del egoísmo y de la codicia. Por
una parte está María, la hermana de Lázaro. Por la otra, en un mundo espiritual
muy diferente, está Judas Iscariote, el que iba a traicionar a Jesús.
María manifiesta, en lo que le
resulta posible, el agradecimiento y el amor hacia Jesús. Ella y sus hermanos
eran amigos de Jesús. Pero esa amistad, si cabe, se había reforzado al ser
Lázaro uno de los destinatarios de un gran milagro, de una gran señal por parte
de Jesús, que rescató a Lázaro de la podredumbre del sepulcro y lo devolvió a
la vida. El que ya olía mal porque estaba muerto – Lázaro- había regresado a la
vida.
¡Qué poco podría calcular
María el modo de agradecer esa señal! O quizá, más bien, su cálculo era el más
exacto, por ser el más ajustado a la realidad. Al exceso de un don – devolver
la vida a un muerto – no se puede corresponder, hasta en justicia, más que con
un don aparentemente excesivo, aunque nosotros jamás podremos excedernos, ir
más allá de lo justo, con relación a Dios.
María opta por un perfume “auténtico y costoso”. No era un simulacro de
perfume, sino un verdadero perfume que aparentaba ser lo que era: muy costoso.
Y le ofrece eso que es mucho – aunque sea muy poco – a Jesús: “Le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera”.
Era mucho, porque era lo que ella mejor podía ofrecerle. Era poco,
porque Jesús, que es Dios, lo merece todo.
Esa fragancia es la del amor,
la de la gratitud, y también es la del deseo y de la esperanza. Ungir a Jesús
con el perfume es expresión, en cierto modo, de la voluntad de hacer todo lo
posible para preservar a quienes amamos de la muerte y de la corrupción; es
expresión de no querer ver la muerte de Jesús, ya presentida como próxima. Es
un anhelo muy humano: ¿Quién dudaría a la hora de ungir con un bálsamo
protector a las personas amadas para evitar su pérdida, su deterioro y su
destrucción? Seguramente nadie.
El signo del amor, de la
gratitud y del deseo es un perfume, una fragancia que preserva de la muerte y
que inunda de buen olor la casa y el mundo. En realidad, el primero que eligió
el perfume como signo de amor y de exceso no fue María, fue Dios mismo. Dios,
que es amor, no puede excederse en nada más que en amor. Su exceso es su
misericordia. Y esa misericordia es fragante. Lo dice San Pablo, en la Carta a
los Efesios: “Vivid en el amor como Cristo os amó y
se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor” (Ef
5,2). Jesús es un perfume auténtico – Él es la oblación – y costoso – Él es la
víctima -. Y su fragancia es agradable y suave.
El “suave
olor” es el olor de la santidad, el “buen
olor de Cristo”: “Somos incienso de Cristo ofrecido a Dios” (2 Cor
2,15). Él, Cristo, difunde por medio de nosotros la fragancia de su
conocimiento.
El perfume no es un
complemento exterior, sino que es un elemento que se adhiere a la persona que
lo incorpora a sí misma. El que “huele a Cristo” está
vinculado a Él –en el doble sentido de la palabra “oler”:
el que atisba a Cristo, y en cierto modo lo “huele”,
y el que expande, por haberla incorporado a sí, la fragancia de Cristo -
.
El sentido del olfato juzga
sobre la materia – y discierne instintivamente si está sana o podrida- y juzga
sobre lo bueno y lo malo, sobre lo que procede de Dios o aparta de Él.
La contrapartida de María es
Judas. Judas tiene la fe estropeada. Ya no cree, porque ya no tiene confianza.
Y ya no huele, ya no puede oler, a Cristo. Para unos, el perfume de Cristo es “olor de muerte”; para otros “olor de vida” (2 Cor 2,16).
A Judas ya nada le huele bien.
Prefiere solo tocar, en el sentido de dominar, “la
bolsa”. Él estaba por encima de amores y de agradecimientos. Estaba,
también, por encima de las esperanzas. Él quería, ya, “lo
suyo”, que no era suyo, sino lo que estaba en la bolsa. Judas era un
ladrón.
Pero el gran pecado de Judas
no era querer lo que estaba en la bolsa. Ni su gran pecado era el ser un ladrón
– junto a Jesús en la Cruz hay un ladrón muy distinto - , sino que su gran
pecado era su hipocresía: Habría que vender el perfume – el perfume del amor,
de la gratitud – y dárselo “a los pobres”.
Judas ya no cree en Jesús,
porque no se fía de Él, y por ello no siente objeción a la hora de burlarse de
uno de los rasgos de Jesús: “Bienaventurados los
pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt
5,3). A Judas no le importaba Jesús y, en consecuencia, no le importaban los
pobres. Podía ya profanar el rostro de Jesús y exponer a su profanación, o a su
interesada explotación, el rostro de los pobres.
¡Y cuánta profanación y
explotación a cuenta de los pobres! ¡Cuánto disfraz! “Los
pobres”, así en general, han dado para mucho. No siempre para sacar lo
mejor del ser humano. Los buenos se han compadecido de cada persona, más si es
pobre, pero, sin esa concreta compasión, sin ese amor concreto, “los pobres” pasan a ser un señuelo, un ídolo más,
en nombre del cual se ha mentido – como Judas – y se ha matado y se han
cometido de las peores injusticias.
Los pobres verdaderos no se
oponen a Jesús, ni se oponen al amor y a sus excesos. Los pobres verdaderos
reciben la sobreabundancia del perfume de Dios para irradiarlo en el mundo. No
por casualidad saludamos a María como “Rosa
mística”, la Reina en la que se percibe el mejor olor, la fragancia de
Cristo.
María nos orienta a Jesús.
Gracias a Ella, “Él nos miró a través de la red de
la carne, nos inflamó de amor con sus caricias, y nosotros corrimos detrás de
su perfume” (San Agustín).
Nadie está libre de la
nostalgia de este perfume. W. Benjamin dijo que del reconocimiento de un olor
esperamos el privilegio de un consuelo.
Guillermo Juan
Morado.
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