sábado, 24 de febrero de 2018

EL PURGATORIO: LA MADUREZ LOGRADA DESPUÉS DE LA MUERTE



OBJETIVO CATEQUÉTICO
1. Presentar la eventual purificación del justo después de su muerte, situación relacionada con la imperfección e inmadurez presente del hombre.
2. Presentarle el purgatorio, no como un infierno en pequeño, sino como un proceso necesario para que el justo manchado, inmaduro, pueda entrar en el gozo de la plena comunión de vida con su Dios y, así, acceder al misterio de la plenitud humana.

INMADUREZ PERMANENTE
Tenemos ansias de ser mejores. Lo necesitamos. Es como una sed de dignidad y de plenitud personal. Sin embargo, la vida diaria nos muestra que esa profunda aspiración difícilmente queda satisfecha. Nuestras debilidades, nuestros límites, nuestros defectos, nos hacen experimentar la inmadurez que todavía tenemos y que no hemos logrado superar.

TENSIÓN INQUIETANTE
Para el creyente, deseoso de encontrarse con Dios en una conversión cada vez más plena, la experiencia de su pecado le provoca una tensión, que le inquieta y le hace exclamar como a Pablo: “Realmente, mi proceder no lo comprendo, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco… En efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo… ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (Rm 7, 15.18.24).

“SED PERFECTOS COMO VUESTRO PADRE CELESTIAL”
A pesar de su inmadurez, el creyente no deja de escuchar las palabras de Jesús: “Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8). Y también: “Sed perfectos, como vuestro Padre Celestial es perfecto” (Mt 5, 48). Esta llamada a la perfección y a la limpieza de corazón contrasta con la impureza y la inmadurez del hombre.

ISAÍAS RECONOCE SU CONDICIÓN PECADORA Y ES PURIFICADO
Todos estamos llamados a encontrarnos con Dios, a contemplar su rostro: “Ahora vemos confusamente en un espejo; entonces veremos cara a cara. – Mi conocer es por ahora limitado, entonces podré conocer como Dios me conoce” (1 Co 13, 12). Sin embargo, ¿cómo llegar a contemplar el rostro de Dios, cómo verle cara a cara, desde nuestra debilidad? “¿Quién subirá al monte del Señor…?” (Sal 23, 3).

ISAÍAS RECONOCE SU CONDICIÓN PECADORA Y ES PURIFICADO
El profeta Isaías, ante la presencia de la santidad de Dios, experimenta su perdición por su condición pecadora: “¡Ay de mí, estoy perdido! Yo hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los Ejércitos” (Is 6, 5). No obstante, por la acción de Dios, el profeta es transformado y purificado, como el oro por el fuego en el crisol: “Voló hacia mí uno de los serafines, con un ascua en la mano, que había cogido del altar con unas tenazas; la aplicó a mi boca y me dijo: Mira: esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está perdonado tu pecado” (Is 6, 6-7).

EL JUSTO, SORPRENDIDO POR LA MUERTE SIN LA MADUREZ Y LIMPIEZA REQUERIDAS, NECESITA DE UNA PURIFICACIÓN
Puede ocurrir que al justo lo sorprenda la muerte sin la madurez y limpieza de corazón requerida para entrar inmediatamente en la vida eterna. Sabemos por la Biblia que sólo los sin mancha, los limpios de corazón, verán a Dios (Is 35, 8; 52, 1; Mt 5, 8; Ap 21, 27). La Iglesia cree que, en este caso, el justo habrá de pasar, después de su muerte, por una purificación definitiva que lo prepare para poder vivir en la inmediata cercanía de Dios. La Iglesia, siguiendo la práctica anterior de los tiempos del Antiguo Testamento, ha orado siempre por los difuntos: esta oración estuvo siempre animada por su fe en la purificación de los justos necesitados de ella después de su muerte y su doctrina de la purificación ratificó esa constante práctica de la oración.

“¿QUIÉN SUBIRÁ AL MONTE DEL SEÑOR?”…
El texto del segundo libro de los Macabeos (12, 40-46) constituye uno de los pasajes clásicos de la Escritura en este tema. En los cadáveres de los soldados israelitas, muertos en defensa de su patria, se encuentran objetos del culto idolátrico, cuya posesión estaba severamente prohibida por la Ley. No obstante, Judas hace una colecta con cuyo producto manda ofrecer un sacrificio por el pecado en el templo de Jerusalén. Estamos aquí ante la práctica de una oración por los difuntos, en la que se supone la posibilidad de una purificación posterior a la muerte.

EN LA IGLESIA APOSTÓLICA
La segunda carta a Timoteo (1, 16-18) contiene una oración de Pablo en favor de un cristiano, Onesíforo, que le ayudó en momentos difíciles y que ha muerto: “Concédale el Señor encontrar misericordia ante el Señor aquel Día.” La legitimidad de los sufragios por los difuntos está garantiza-da por un uso que se remonta al judaísmo precristiano (2 M 12) y que la Iglesia apostólica conoció y practicó. La tradición más antigua contiene abundantes testimonios de oraciones litúrgicas o privadas por los difuntos: indicaciones en este sentido se encuentran en las catacumbas y cementerios cristianos. El ejemplo más conocido es el célebre epitafio de Abercio, al final del cual se lee: “quien comprende y está de acuerdo con estas cosas, ruegue por Abercio”. Tertuliano en el siglo III comenta la costumbre de celebrar el aniversario de los difuntos con “oblaciones”, esto es, con una acción litúrgica. San Efrén recomienda a los hermanos que recuerden su memoria el trigésimo día de su muerte: “pues los muertos son auxiliados por la oblación que hacen los vivos” (RJ 741).

SOLIDARIDAD ECLESIAL CON LOS DIFUNTOS
Esta oración de los cristianos vivos por los difuntos supone una solidaridad eclesial entre los miembros de Cristo que peregrinan en la tierra y los que ya han muerto en gracia de Dios. El Concilio Vaticano II dice: “La Iglesia de los peregrinos, desde los primeros tiempos, tuvo perfecto conocimiento de esta comunión de todo el cuerpo místico de Cristo y por eso veneró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y ofreció también sufragios por ellos, porque santo y saludable es el pensamiento de orar por los difuntos para que queden libres de sus pecados (2 M 12, 46)” (LG 50)

TODOS UNIDOS EN LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS
Dice también el Concilio: “Así, pues, hasta que el Señor venga re-vestido de su majestad y acompañado de todos sus Ángeles (Cfr. Mt 25, 31), y, destruida la muerte, sean sometidas a Él todas las cosas (Cfr. 1 Co 15, 26-27), algunos de entre sus discípulos peregrinan en la tierra; otros ya difuntos se purifican; otros son ya glorificados contemplando “claramente al mismo Dios, Trino y Uno, tal cual es”; mas todos, aunque en grados y formas distintas, estamos unidos en el mismo amor de Dios y del prójimo y cantamos el mismo himno de gloria a nuestro Dios. Porque todos los que son de Cristo, por tener su Espíritu, se funden formando una sola Iglesia y en Él se unen entre sí (Cfr. Ef 4, 16). La unión, pues, de los peregrinos con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo, de ninguna manera se interrumpe; antes al contrario, según la fe perenne de la Iglesia, se fortalece con la comunicación de bienes espirituales. Por estar los bienaventurados más íntimamente unidos con Cristo, consolidan más eficazmente a toda la Iglesia en santidad, ennoblecen el culto que Ella misma da a Dios en la tierra y contribuyen de múltiples maneras a su más dilatada edificación (Cfr. 1 Co 12, 12-27). Porque recibidos ya en la patria y gozando de la presencia del Señor (Cfr. 2 Co 5, 8), por El, con El y en El no cesan de interceder por nosotros ante el Padre… Su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad” (LG 49).

ORACIÓN DE SAN AGUSTÍN POR SU MADRE (MUERTA)
San Agustín tiene en Las Confesiones (IX, 13) esta bella oración por su madre, Santa Mónica: “Sanado ya mi corazón de aquella herida (la muerte de su madre), derramo ante ti, Dios nuestro, otro género de lágrimas muy distintas por aquella tu sierva: las que brotan del espíritu conmovido a vista de los peligros que rodean a todo el que muere. Porque aun cuando mi madre, vivificada en Cristo, vivió de tal modo que tu nombre es alabado por su fe y sus costumbres, no me atrevo a decir que no saliese de su boca palabra alguna contra tus mandamientos. Así, pues, dejando a un lado sus buenas acciones, por las que te doy gracias, te pido ahora perdón por los pecados de mi madre. Óyeme por la “Medicina” de nuestras heridas (Cristo), que pendió del leño de la cruz y sentado ahora a tu diestra, intercede contigo por nosotros. Yo sé que ella obró misericordia y que perdonó de corazón las ofensas a quienes le ofendieron; perdónale tú sus deudas, si algunas contrajo durante tantos años después de ser bautizada. Perdónala, Señor, perdónala. Descanse en paz, pues, con su marido. E inspira, Señor y Dios mío, a cuantos leyeren estas cosas, que se acuerden ante tu altar de Mónica, tu sierva, y de Patricio, en otro tiempo su esposo, por cuya carne me introdujiste en esta vida. Acuérdense con piadoso afecto de los que fueron mis padres en esta luz transitoria, mis hermanos ante ti, Padre, en el seno de la madre Católica y mis conciudadanos en la Jerusalén eterna, por la que suspira tu pueblo peregrinante.”

EL DOGMA CATÓLICO SOBRE LA PURIFICACIÓN
105. El dogma católico sobre la purificación de quienes se durmieron en el Señor fue definido en los Concilios unionistas de Lyon (en 1274; DS 856) y Florentino (en 1439; DS 1304). La Iglesia enseña como doctrina de fe: a) la existencia de un estado en el que los difuntos son enteramente purificados; b) el carácter penal (expiatorio) de ese estado; c) la ayuda que los sufragios de los vivos prestan a los difuntos. El Concilio de Trento alude también al dogma del purgatorio al hablar de la justificación (DS 1580) y sale al paso de los rasgos “curiosos o supersticiosos” en los que, por desgracia, abundan las representaciones populares (DS 1820).

NO ES UN INFIERNO EN PEQUEÑO. “DUERMEN EL SUEÑO DE LA PAZ”
106. Un modo tan corriente como equivocado de entender el estado de purificación o purgatorio es imaginárselo como un infierno en pequeño. La liturgia afirma, por lo contrario, que quienes se encuentran en ese estado de purificación “duermen el sueño de la paz”. Ellos son hijos de Dios, están en gracia, esperan con absoluta certeza la vida eterna. Si algún término de comparación puede utilizarse para entender el purgatorio, el más próximo es, sin duda, la experiencia de los místicos. Estos, por su inmadurez y sus manchas, sienten como causa de sufrimiento la misma cercanía, asegurada y beatificante, de Dios.

INTEGRACIÓN DE LAS DIVERSAS DIMENSIONES DEL HOMBRE EN LA ÚNICA DECISIÓN FUNDAMENTAL
El dogma católico de la purificación de quienes durmieron en el Señor parece suponer que la libre decisión de la persona en esta vida señala fundamentalmente su destino final, pero no tiene por qué alcanzar necesariamente todos los estados del ser, como si la rica complejidad del hombre se asumiese indefectiblemente, de una vez y durante la existencia temporal, en aquella decisión. Esto supuesto, el purgatorio puede entonces ser pensado como la integración de las diversas dimensiones del hombre en la única decisión fundamental.

LA PURIFICACIÓN, DIMENSIÓN DEL JUICIO
La reflexión cristiana sobre el purgatorio ha de considerar más que la extensión temporal de ese estado de purificación, su condición de experiencia reconciliadora en la intimidad de la persona de quien se encuentra con el rostro de llamas y los pies de fuego (Ap 1, 14-15) de Cristo juez: la purificación del justo, más allá de las fronteras de la muerte, es una consecuencia en dimensión del juicio escatológico y está en estrecha conexión con él. El juicio, criba y discernimiento de la vida humana en su tiempo de peregrinación, alcanza su punto culminante, sometiendo todo lo inmaduro de la existencia temporal a un proceso por el que se logra plenamente el hombre nuevo en Cristo.

Pablo parece referirse a ese proceso en un pasaje de la primera epístola a los Corintios, referido a los evangelizadores que edifican la Iglesia. Se trata de quienes quedarán a salvo aquel Día, pero pasando a través del fuego: “Mire cada uno cómo construye. Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo. Encima de ese cimiento edifican con oro, plata, piedras o con madera, heno o paja. Lo que ha hecho cada uno, saldrá a la luz; el día del juicio lo manifestará; porque ese día despuntará con fuego y el fuego pondrá a prueba la calidad de cada construcción: si la obra de uno resiste, recibirá su paga; si se quema, la perderá; él sí saldrá con vida, pero como quien escapa de un incendio.” (1 Co 3, 10-15).

POR LA PURIFICACIÓN AL PREMIO DE LOS SANTOS: UN NOMBRE NUEVO, UNA IDENTIDAD QUE NADIE CONOCE
109. Por la purificación, si fuera preciso, el creyente es definitivamente transformado y renovado hasta llegar a la pureza de corazón necesaria para gozar de la vida divina. Con ello el hombre accede a su plenitud personal. Se le devuelve a cada uno su verdadero rostro y a cada uno se le da una identidad nueva, un nombre nuevo que sólo él conoce. Es el premio dado a los santos. Como dice el libro del Apocalipsis: “Le daré también una piedrecita blanca, y grabado en la piedrecita un nombre nuevo, que nadie conoce, sino el que lo recibe” (Ap 2, 17).

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