Cuando
Jesús, dando un grito, expiró, yo vi su alma celestial como una forma luminosa
penetrar en la tierra, al pie de la cruz; muchos ángeles, en los cuales estaba
Gabriel, la acompañaban. Vi su divinidad unida con su alma pero también con su
cuerpo suspendido en la cruz. No puedo expresar cómo era eso aunque lo vi
claramente en mi espíritu. El sitio adonde el alma de Jesús se había dirigido,
estaba dividido en tres partes. Eran como tres mundos y sentí que tenían forma
redonda, cada uno de ellos separado del otro por un hemisferio.
Delante del
limbo había un lugar más claro y hermoso; en él vi entrar las almas libres del
purgatorio antes de ser conducidas al cielo. La parte del limbo donde estaban los que esperaban la redención, estaba
rodeado de una esfera parda y nebulosa, y dividido en muchos círculos. Nuestro
Señor, rodeado por un resplandeciente halo de luz, era llevado por los ángeles
por en medio de dos círculos: en el de la izquierda estaban los patriarcas
anteriores a Abraham; en el de la derecha, las almas de los que habían vivido
desde Abraham hasta san Juan Bautista. Al pasar Jesús entre ellos no lo
reconocieron, pero todo se llenó de gozo y esperanzas y fue como si aquellos
lugares estrechos se expandieron con sentimientos de dicha. Jesús pasó entre
ellos como un soplo de aire, como una brillante luz, como el refrescante rocío.
Con la rapidez de un viento impetuoso llegó hasta el lugar cubierto de niebla,
donde estaban Adán y Eva; les habló y ellos lo adoraron con un gozo indecible y
acompañaron a Nuestro Señor al círculo de la izquierda, el de los patriarcas anteriores
a Abraham. Este lugar era una especie de purgatorio. Entre ellos había malos
espíritus que atormentaban e inquietaban el alma de algunos. El lugar estaba cerrado pero los ángeles
dijeron: «Abrid estas puertas.» Cuando Jesús
triunfante entró, los espíritus diabólicos se fueron de entre las almas llenas
de sobresalto y temor. Jesús, acompañado de los ángeles y de las almas
libertadas, entró en el seno de Abraham.
Este lugar me pareció más elevado que las partes anteriores, y sólo
puedo comparar lo que sentí con el paso de una iglesia subterránea a una
iglesia superior. Allí se hallaban todos los santos israelitas; en aquel lugar
no había malos espíritus. Una alegría y una felicidad indecibles entraron
entonces en estas almas, que alabaron y adoraron al Redentor. Algunos de éstos
fueron a quienes Jesús mandó volver sobre la tierra y retomar sus cuerpos
mortales para dar testimonio de Él. Este momento coincidió con aquel en que
tantos muertos se aparecieron en Jerusalén. Después vi a Jesús con su séquito
entrar en una esfera más profunda, una especie de Purgatorio también, donde se
hallaban paganos piadosos que habían tenido un presentimiento de la verdad y la
habían deseado. Vi también a Jesús atravesar como libertador, muchos lugares
donde había almas encerradas, hasta que, finalmente, lo vi acercarse con
expresión grave al centro del abismo.
El infierno
se me apareció bajo la forma de un edificio inmenso, tenebroso, cerrado con
enormes puertas negras con muchas cerraduras; un aullido de horror se elevaba
sin cesar desde detrás de ellas. ¿Quién podría describir el tremendo estallido
con que esas puertas se abrieron ante Jesús? ¿Quién podría transmitir la
infinita tristeza de los rostros de los espíritus de aquel lugar?
La Jerusalén
celestial se me aparece siempre como una ciudad donde las moradas de los
bienaventurados tienen forma de palacios y de jardines llenos de flores y de
frutos maravillosos. El infierno lo veo en cambio como un lugar donde todo
tiene por principio la ira eterna, la discordia y la desesperación, prisiones y
cavernas, desiertos y lagos llenos de todo lo que puede provocar en las almas
el extremo horror, la eterna e ilimitada desolación de los condenados. Todas las raíces de la
corrupción y del terror producen en el infierno el dolor y el suplicio que les
corresponde en las más horribles formas imaginables; cada condenado tiene
siempre presente este pensamiento, que los tormentos a que está entregado son
consecuencia de su crimen, pues todo lo que se ve y se siente en este lugar no
es más que la esencia, la pavorosa forma interior del pecado descubierto por
Dios Todopoderoso.
Cuando los
ángeles, con una tremenda explosión, echaron las puertas abajo, se elevó del
infierno un mar de imprecaciones, de injurias, de aullidos y de lamentos. Todos los allí condenados
tuvieron que reconocer y adorar a Jesús, y éste fue el mayor de sus suplicios.
En el medio del infierno había un abismo de tinieblas al que Lucifer,
encadenado, fue arrojado, y negros vapores se extendieron sobre él. Es de todos
sabido que será liberado durante algún tiempo, cincuenta o sesenta años antes
del año 2000 de Cristo. Las fechas de otros acontecimientos fueron fijadas,
pero no las recuerdo, pero sí que algunos demonios serán liberados antes que
Lucifer, para tentar a los hombres y servir de instrumento de la divina
venganza.
Vi
multitudes innumerables de almas de redimidos elevarse desde el purgatorio y el
limbo detrás del alma de Jesús, hasta un lugar de delicias debajo de la
Jerusalén celestial. Vi a Nuestro Señor en varios sitios a la vez; santificando y liberando
toda la creación; en todas partes los malos espíritus huían delante de Él y se
precipitaban en el abismo. Vi también su alma en diferentes sitios de la
tierra, la vi aparecer en el interior del sepulcro de Adán debajo del Gólgota,
en las tumbas de los profetas y con David, a todos ellos revelaba los más
profundos misterios y les mostraba cómo en Él se habían cumplido todas las
profecías.
Esto es lo
poco de que puedo acordarme sobre el descendimiento de Jesús al limbo y a los
infiernos y la libertad de las almas de los justos. Pero además de este
acontecimiento, Nuestro Señor desplegó ante mí su eterna misericordia y los
inmensos dones que derrama sobre aquellos que creen en Él. El descendimiento de Jesús a
los infiernos es la plantación de un árbol de gracia destinado a las almas que
padecen. La redención continua de estas almas, es el fruto producido por este
árbol en el jardín espiritual de la Iglesia en todo tiempo. La Iglesia debe
cuidar este árbol y recoger los frutos para entregárselo a la Iglesia que no
puede recogerlos por sí misma. Cuando el día del Juicio Final llegue el dueño
del árbol nos pedirá cuentas, y no sólo de ese árbol, sino de todos los frutos
producidos en todo el jardín.
Fuente: La amarga Pasión de Cristo, por Ana
Catalina Emmerich
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