La Iglesia tiene
razón cuando pide la castidad. A nivel psicológico y humano antes que en el
espiritual.
Tras mi último post sobre el
pequeño Charlie y el caso del psicoanalista Ricci, rompo el silencio y vuelvo a
hablar de heridas de la identidad y, por lo tanto, de homosexualidad cuyas
heridas son un posible “síntoma”. (…) Son
todavía muchos los que creen que viven situaciones similares a la mía y esperan
saber que no están solos. Por eso, aquí estoy, nuevamente.
En estos dos años de
encuentros y conferencias muchos me han pedido que escriba algo, un libro, un vademecum sobre el tema de la homosexualidad,
que cuente mi experiencia para que sirva de guía para quien busca respuestas
alternativas para sí mismo, o para ayudar a quien está cerca de quien vive una
atracción por el mismo sexo, quizá también con propuestas pastorales.
Probablemente tarde o temprano lo haré. Mientras tanto intento usar este blog
para decir algunas cosas a nivel teórico, sin tener la pretensión de agotar
todo el tema.
Antes de ir al grano, quisiera
aclarar de una vez por todas en virtud de lo que puedo decir sobre estos temas.
Dado que nadie, de cualquier manera, está obligado a escucharme.
La acusación que mis
detractores me hacen a menudo es que no estoy cualificado para hablar de
homosexualidad desde un punto de vista psicológico, ni de ningún otro punto de
vista (a menos que sea para sostener el pensamiento dominante de “naciste así”, naturalmente).
Tal acusación se
declina en dos casos:
- Soy católico
- No tengo una licenciatura en Psicología
Hoy quisiera detenerme en el
primero: según mis detractores, al ser católico, mi posición sobre la
homosexualidad depende de una visión dogmática impuesta por la Iglesia, que yo
asumí como verdadera y a la que he buscado uniformarme pasivamente.
Pasando por alto el hecho que
no existe una persona en el mundo que no lea la realidad según un sistema de
valores de referencia, y el hecho que el mío sea el católico no significa que
esto me vuelva más parcial de quien quizá tiene como referencia la ideología
comunista, el capitalismo, la religión islámica, el racionalismo o quién sabe
qué otra cosa. El verdadero problema,
en cualquier caso, más que en el sistema de referencia, debería ser el motivo
por el que se adopta y con qué actitud. En otras palabras: ¿es verdad
que yo apoyo la posición de la Iglesia de manera dogmática, es decir, como un
hecho indiscutible?
No. Para nada. Y mi historia
da testimonio de eso.
En mi vida me he permitido
experimentar cada aspecto de mi homosexualidad, desde los peores hasta los
mejores, sin que mi fe y lo que me decían que era bueno (pero que en ciertos
momentos me parecía inalcanzable), me detuviera en esta total puesta en
discusión de lo que me habían enseñado.
En algunas épocas llegué a vivir a la luz del sol comportamientos
abiertamente contrarios a lo que me pedía mi fe, a pesar de no renegar nunca de
ella (y sin
nunca tener la presunción de tener que ser “entendido”
por la Iglesia, sólo porque no tenía la fuerza de responder a su
propuesta, o de entenderla). He experimentado la vida gay, los locales, el sexo
ocasional; pero también tuve relaciones “estables” (hasta
donde se pueda llamar la estabilidad entre dos hombres con una relación de
experiencia sexual), me enamoré, y asumí la responsabilidad de vivir una
historia con una persona también a nivel sexual, aunque sabía que eso
contrastaba con lo que pedía mi fe.
Viví la dependencia sexual y afectiva; pero también tuve la gracia de
amar tanto a un hermano como para dejarlo ir, en el momento en que me di cuenta
que era por su bien; odié mi orientación sexual hasta desear con todo mi corazón cambiarlo,
y luego acogí mi atracción homosexual como parte de mi historia, hasta oponerme
a cualquier cambio, incluso cuando me enamoré de una mujer; para llegar a hoy
que entiendo que “el cambio” ni se persigue ni se obstaculiza, puesto que no es
el centro de la cuestión.
Viví lo peor y lo mejor. Y
todo sin dar por sentado nada. Me pregunté y pregunté a cientos y quizá miles
de personas, sobre cómo vivían, sobre su historia, sobre cuán felices eran,
yéndome a la cama con ellos o no. Hice (casi) todo tipo de práctica que antes
me parecía impracticable; fui usado y usé a muchas personas; toqué fondo y
resurgí, muchas veces. Y si bien no estoy orgulloso de muchas bajezas que hice,
no reniego de ellas, pues cada una de ellas fue un paso para un camino
auténtico en la búsqueda de mí mismo y de ese hombre que Dios tenía en mente
cuando me creó.
Si por un lado es verdad que nunca dejé de creer que existía Dios, por
otro muchas veces dudé del hecho que Él estuviera interesado en mí y me amara. Y cuando esto me pareció
claro, nunca dejé de buscar un camino para vivir todo lo que era, fragilidades
incluidas, con Él, más allá de las respuestas simplistas que a veces daban los
curas y que no respondían a la totalidad de mis preguntas, a menudo castrantes.
Por eso, a la luz de todo
esto, no se me puede decir que mi
visión de las cosas sea dogmática.
Si el día de hoy digo esto, es
sólo porque de cada una de estas experiencias, incluso las peores, aprendí algo
que me mostraba una verdad irreprimible en el fondo de nosotros, que es la
misma que defiende la Iglesia desde siempre: nuestra naturaleza no está
definida por nuestros deseos, sino por nuestro cuerpo masculino y femenino, en
términos biológicos, y en términos espirituales por nuestro ser hijos de Dios
por el Espíritu Santo que este cuerpo lo habita.
Y si nuestro cuerpo, nuestra
carne, dice una verdad sobre nosotros, definiéndonos como hombres o mujeres,
dice también de manera evidente que dos personas del mismo sexo no están hechos
para tener relaciones sexuales entre sí (eso no impide que se amen, si por amor
entendemos la manera como Cristo nos ama: “dando la
vida por sus amigos”).
Por lo tanto, sí, soy católico, pero para apoyar lo que dice mi Iglesia,
he debido antes ponerlo en discusión radicalmente, para llegar luego a
descubrir su bondad. Por favor, no digo que esta sea la mejor manera de hacerlo: no siempre
tienes que intentar todo para saber qué está mal. Por el contrario, si
aprendiéramos a confiar en la experiencia de quien ha vivido ciertas cosas, nos
ahorraríamos muchos problemas. Digo sólo que en mi caso mi enfoque estuvo lejos
de ser teórico, o basado en una fe ciega. Y de esto, para bien y para mal,
tengo huellas en mí.
En una época en que, más que
en ninguna otra, estamos llamados a dar razón de lo que creemos, yo he buscado
esas razones humanas que soportaran lo que se me decía por la fe: que tener
relaciones sexuales con otro hombre no me haría bien. De paso, esto es también
lo que invitaría a hacer a quien se preocupa de una pastoral para quien tiene
heridas de identidad: antes de soltar
las armas frente al pensamiento dominante, como muchos sacerdotes y obispos
están haciendo (en buena o mala fe), verificar si no existen respuestas humanas
que den razón a lo que la Iglesia propone y dice sobre este argumento.
Porque las respuestas,
hermanos míos, existen. Y si existen, quiere decir que no las hemos buscado lo
suficiente.
Si hay algo que he aprendido,
de hecho, es que todo lo que creemos a nivel espiritual, como cristianos, hunde
sus raíces antes en nuestra humanidad. No
existe fe en el mundo como el catolicismo que respete más la naturaleza humana
en su integridad. Y esta correspondencia no se contradice cuando
enfrentamos cosas desde el punto de vista científico (si hablamos de la
verdadera ciencia: la que intenta entender la realidad, y no doblegarla a
priori a sus teorías y especulaciones ideológicas).
En el fondo ¿cómo podría se de
otra manera? ¿Podía un Dios que ha tomado completamente nuestra naturaleza
humana contradecir su propia voluntad y el orden que Él mismo había creado? Y si todo lo que es cristiano es también
profundamente humano, entonces todo lo que creemos que es bueno para la vida,
debe tener en realidad, antes de una razón espiritual, una motivación humana y
terrenal, que sea reconocible a nivel racional por cualquier hombre
intelectualmente honesto, independientemente de su fe.
Y en esto la
homosexualidad no es una excepción.
En un determinado momento de
mi camino, de hecho, me fue dada la gracia de descubrir algunos elementos
teóricos y científicos que soportaban de manera sólida lo que yo había
comprobado en mi experiencia personal y en la de todos los hombres con quien me
había topado: que la homosexualidad no es inmutable, tiene razones, y debe
comprendida por todos los comportamientos que se le relacionan y que impiden
tener una vida plenamente libre, más allá de los estrictamente sexuales. Esos
estudios son, además, los únicos coherentes con la visión y la petición de la
Iglesia.
Me refiero a la así llamada Teoría Reparativa, de la que quizá hablaré más
específicamente en otra ocasión y de la cual el fallecido Joseph Nicolosi era
uno de los padres.
¿Y sabes qué he descubierto
una vez más? Que la Iglesia tiene razón, cuando pide la castidad, a quien tiene
heridas en la identidad como todos. Tiene razón a nivel psicológico y humano
antes que en el espiritual.
Tiene razón, aunque
ni ella misma sabe el porqué.
Y lo desconoce tanto, que sus
pastores han empezado a dudar del beneficio efectivo que una vida vivida según
el Evangelio pudiera traer. Mientras que los demás buscaban justificaciones “científicas” o pseudo tales para vivir según los
propios deseos de manera indiscriminada, la Iglesia no se preocupaba por
entender por qué es realmente bueno para el ser humano hacerlo de otra manera,
quizá por nostalgia de un mundo en que se hacían menos preguntas.
Por este motivo hoy quien cita
el Catecismo sobre el tema de la homosexualidad es acusado de dogmatismo.
Porque cuando se pregunta el porqué es bueno para una persona con tendencias
homosexuales no escuchar lo que para ella parece un deseo instintivo de amor,
la respuesta que más fácilmente se obtiene puede resumirse más o menos en un “porque sí”.
A mí el “porque sí”, como católico, nunca me ha bastado. Y
es por eso que, como católico, me reservo el derecho de hablar.
El único “vicio” que me reconozco en
este camino, es el de haber confiado en el hecho que un bien debía buscarse.
Muchos frente al “porque sí”, simplemente
eligieron no fiarse más de quien los guiaba y su buena fe y se fueron a otras
partes.
Si no te fías del hecho que
quien te ama está buscando decirte algo por tu bien, entonces no buscarás ni
siquiera entender las razones que él no sabe explicarte.
Por eso, sí, soy católico y hablo como católico. Sin embargo, mi ser
católico está en la libertad y no se somete a su Iglesia, sino que establece
una relación de filiación que prevé también el conflicto, pero que no permite
que ese conflicto ponga en duda el amor, y en virtud de ese amor busca comprender a esa Iglesia que lo ama y
que ama.
Soy libremente católico,
ortodoxo, pero no dogmático, fiel a lo que Dios me da, pecador según mi
naturaleza. Y por eso me siento libre de hablar y dar testimonio de que lo que
comprobado, incluso a quien no me considera creíble para hacerlo.
Respecto a la segunda
acusación que se me dirige: yo no tengo una licenciatura en psicología, ni
hablaré en un segundo momento. Quería sólo hacerles saber que he vuelto y
volveré a hablar, donde quiera que se me de la oportunidad.
A quien cree y a quien no, no
dejen de buscar la Verdad.
Ustedes son maravillosos.
P.D.
Quien quiera
contactarme para encuentros u otra cosa, por el momento estoy en el Veneto
(Italia) y debe calcular la distancia. Después de siete años dejé mi Milán,
ciudad extraordinaria que he querido mucho, y me cambié a Verona (por cuánto
tiempo aún no lo se), siguiendo un impulso que espero que sea de Dios. Era por
eso que hace meses había pedido oraciones. Gracias a quien me ha escuchado.
Sigan rezando, para que yo entienda lo que se me pide y tenga la fuerza para
hacerlo. Lo necesito, incesantemente.
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