Convertir en un acto de amor a Dios, todos y cada uno de los instantes de nuestra existencia: en el trabajo, en la familia, en la calle, con los amigos…
I.
Dios no mandó a su Hijo al mundo
para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él [1]. Vino al
mundo para que los hombres tuvieran luz y dejaran de debatirse en las tinieblas
[2], y, al tener luz, pudieran hacer del mundo un lugar donde todas las cosas
sirvieran para dar gloria a Dios y ayudaran al hombre a conseguir su último
fin. Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron [3].
Son palabras actuales para una buena parte del mundo, que sigue en la oscuridad
más completa, pues fuera de Cristo los hombres no alcanzarán jamás la paz, ni
la felicidad, ni la salvación. Fuera de Cristo sólo existen las tinieblas y el
pecado. Quien rechaza a Cristo se queda sin luz y ya no sabe por dónde va el
camino. Queda desorientado en lo más íntimo de su ser.
Durante
siglos, muchos hombres separaron su vida (trabajo, estudio, negocios,
investigaciones, aficiones… ) de la fe; y, como consecuencia de esa separación,
las realidades temporales quedaron desvirtuadas, como al margen de la luz de la
Revelación. Al faltar esta luz, muchos han llegado a considerar el mundo como
fin de sí mismo, sin ninguna referencia a Dios, para lo cual han tergiversado
incluso las verdades más elementales y básicas. De modo particular, en los
países occidentales es preciso corregir esa separación, «porque son muchas las generaciones que se están perdiendo para Cristo
y para la Iglesia en estos años, y porque desgraciadamente desde estos lugares
se envía al mundo entero la cizaña de un nuevo paganismo. Este paganismo
contemporáneo se caracteriza por la búsqueda del bienestar material a cualquier
coste, y por el correspondiente olvido -mejor sería decir miedo, auténtico
pavor- de todo lo que pueda causar sufrimiento. Con esta perspectiva, palabras
como Dios, pecado, cruz, mortificación, vida eterna…, resultan incomprensibles
para gran cantidad de personas, que desconocen su significado y su contenido.
Habéis contemplado esa pasmosa realidad de que muchos quizá comenzaron por
poner a Dios entre paréntesis, en algunos detalles de su vida personal,
familiar y profesional; pero, como Dios exige, ama, pide, terminan por
arrojarle -como a un intruso- de las leyes civiles y de la vida de los pueblos.
Con una soberbia ridícula y presuntuosa, quieren alzar en su puesto a la pobre
criatura, perdida su dignidad sobrenatural y su dignidad humana, y reducida -no
es exageración: está a la vista en todas partes- al vientre, al sexo, al
dinero» [4].
El mundo
se queda en tinieblas si los cristianos, por falta de unidad de vida, no
iluminan y dan sentido a las realidades concretas de la vida. Sabemos que la
actitud ante el mundo de los verdaderos discípulos de Cristo, y de modo
específico de los seglares, no es de separación, sino la de estar metidos en
sus entrañas, como la levadura dentro de la masa, para transformarlo. El
cristiano coherente con su fe es sal que da sabor y preserva de corrupción. Y
para esto cuenta, sobre todo, con su testimonio en medio de las tareas
ordinarias, realizadas ejemplarmente. «Si los
cristianos viviéramos de veras conforme a nuestra fe, se produciría la más
grande revolución de todos los tiempos… ¡La eficacia de la corredención depende
también de cada uno de nosotros! -Medítalo» [5]. ¿Vivo la unidad de vida
en cada momento de mi existencia: trabajo, descanso…?
II. Todas las criaturas fueron puestas al servicio del
hombre, dentro del orden establecido por el Creador. Adán, con su soberbia,
introdujo el pecado en el mundo, rompiendo la armonía de todo lo creado y del
mismo hombre. En adelante, la inteligencia quedó oscurecida y con posibilidad
de caer en el error; la voluntad, debilitada; enferma -no corrompida- la
libertad para amar el bien con prontitud.
El hombre
quedó profundamente herido, con dificultad para saber y conseguir su bien
verdadero. «Rompió la Alianza con Dios, sacando
como consecuencia de ello por una parte la desintegración interior y, por otra,
la incapacidad de construir la comunión con los otros» [6]. El desorden
introducido por el pecado llegó más allá del hombre, afectando también a la
naturaleza. El mundo es bueno, pues fue hecho por Dios para contribuir a que el
hombre alcanzara su último fin. Pero después del pecado original, las cosas
materiales, el talento, la técnica, las leyes…, pueden ser desviadas de su
ordenación recta y convertirse en males para el hombre, oscureciéndose su fin
último, separándole de Dios en vez de acercarle a Él. Nacen así muchos
desequilibrios, injusticias, opresiones, que tienen su origen en el pecado. «El pecado del hombre, es decir, su ruptura con Dios, es
la causa radical de las tragedias que marcan la historia de la libertad. Para
comprender esto, muchos de nuestros contemporáneos deben descubrir nuevamente
el sentido del pecado» [7].
Dios, en
su misericordia infinita, se compadeció de este estado en el que había caído la
criatura y nos redimió en Jesucristo: nos ha vuelto a su amistad, y lo que es
más, nos ha reconciliado con Él hasta el extremo de podernos llamar hijos de
Dios y que lo seamos [8]; nos ha destinado a la vida eterna, a morar con Él para
siempre en el Cielo.
Nos toca
a los cristianos, principalmente a través de nuestro trabajo convertido en
oración, hacer que todas las realidades terrestres se vuelvan medio de
salvación, porque sólo así servirán verdaderamente al hombre. «Hemos de impregnar de espíritu cristiano todos los
ambientes de la sociedad. No os quedéis solamente en el deseo: cada una, cada
uno, allá donde trabaje, ha de dar contenido de Dios a su tarea, y ha de
preocuparse -con su oración, con su mortificación, con su trabajo profesional
bien acabado- de formarse y de formar a otras almas en la Verdad de Cristo,
para que sea proclamado Señor de todos los quehaceres terrenos» [9].
¿Estoy haciendo todo lo que puedo para llevar esto a la práctica? ¿Me doy
cuenta de que para eso necesito tener cada vez más una honda unidad de vida?
III. La misión que el Señor nos ha encomendado es la de
infundir un sentido cristiano a la sociedad, porque sólo entonces las
estructuras, las instituciones, las leyes, el descanso, tendrán un espíritu
cristiano y estarán verdaderamente al servicio del hombre. «Los discípulos de Jesucristo hemos de ser sembradores de
fraternidad en todo momento y en todas las circunstancias de la vida. Cuando un
hombre o una mujer viven intensamente el espíritu cristiano, todas sus
actividades y relaciones reflejan y comunican la caridad de Dios y los bienes
del Reino. Es preciso que los cristianos sepamos poner en nuestras relaciones
cotidianas de familia, amistad, vecindad, trabajo y esparcimiento, el sello del
amor cristiano, que es sencillez, veracidad, fidelidad, mansedumbre,
generosidad, solidaridad y alegría» [10].
Las
prácticas personales de piedad no han de estar aisladas del resto de nuestros
quehaceres, sino que deben ser momentos en los que la referencia continua a Dios
se hace más intensa y profunda, de modo que después sea más alto el tono de las
actividades diarias. Es claro que buscar la santidad en medio del mundo no
consiste simplemente en hacer o en multiplicar las devociones o las prácticas
de piedad, sino en la unidad efectiva con el Señor que esos actos promueven y a
que están ordenados.
Y cuando
hay una unión efectiva con el Señor eso influye en toda la actuación de una
persona. «Esas prácticas te llevarán, casi sin
darte cuenta, a la oración contemplativa. Brotarán de tu alma más actos de
amor, jaculatorias, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones
espirituales. Y esto, mientras atiendes tus obligaciones: al descolgar el
teléfono, al subir a un medio de transporte, al cerrar o abrir una puerta, al
pasar ante una iglesia, al comenzar una nueva tarea, al realizarla y al
concluirla (… )» [11].
Procuremos
vivir así, con Cristo y en Cristo, todos y cada uno de los instantes de nuestra
existencia: en el trabajo, en la familia, en la calle, con los amigos… Eso es
la unidad de vida. Entonces, la piedad personal se orienta a la acción, dándole
impulso y contenido, hasta convertir al quehacer en un acto más de amor a Dios.
Y, a su vez, el trabajo y las tareas de cada día facilitan el trato con Dios y
son el campo donde se ejercitan todas las virtudes.
Si
procuramos trabajar bien y poner en nuestros quehaceres la dimensión
trascendente que da el amor de Dios, nuestras tareas servirán para la salvación
de los hombres, y haremos un mundo más humano, pues no es posible que se
respete al hombre -y mucho menos que se le ame -si se niega a Dios o se le
combate, pues el hombre sólo es hombre cuando es verdaderamente imagen de Dios.
Por el contrario, «la presencia de Satanás en la
historia de la humanidad aumenta en la misma medida en que el hombre y la
sociedad se alejan de Dios» [12].
En esta
tarea de santificar las realidades terrenas, los cristianos no estamos solos.
Restablecer el orden querido por Dios y conducir a su plenitud el mundo entero
es principalmente fruto de la acción del Espíritu Santo, verdadero Señor de la
historia: «Non est abbreviata manus Domini», no
se ha hecho más corta la mano de Dios (Is 59, 1):
no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas,
ni menos verdadero su amor por los hombres. Nuestra fe nos enseña que la
creación entera, el movimiento de la tierra y el de los astros, las acciones
rectas de las criaturas y cuánto hay de positivo en el sucederse de la
historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena» [13].
Le
pedimos al Espíritu Santo que remueva las almas de muchas personas -hombres y
mujeres, mayores y jóvenes, sanos y enfermos…- para que sean sal y luz en las
realidades terrenas.
[1] Antífona de comunión. Jn 3, 17.
[2] Cfr. Jn 8, 12.
[3] Jn 1, 5.
[4] A. DEL PORTILLO Carta Pastoral, 25-XII-1985, n. 4.
[5] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Surco, n. 945.
[6] JUAN PABLO II, Audiencia General, 6-VIII-1983.
[7] S. C. PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instr. Libertatis consciencia,
22-III-1986, 37.
[8] Cfr I Jn 3, 1.
[9] A. DEL PORTILLO, loc. Cit., n. 10.
[10] CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, lnstr. pastoral Los católicos en la
vida pública, 22-IV-1986, 111.
[11] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, 149.
[12] JUAN PABLO II, AudienciaGeneral, 20-VIII-1986.
[13] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 130.
Meditación extraída de la serie “Hablar con Dios”, Tomo II, Miércoles de
la 4ª. Semana de Cuaresma por Francisco Fernández Carvajal.
Puedes adquirir la colección en: www.edicionespalabra.es o en www.beityala.com
Francisco Fernández Carvajal
No hay comentarios:
Publicar un comentario