Lo auténtico tiene que ver con lo verdadero, lo genuino, lo certificable. Se opone a lo auténtico lo que no es sino una copia, algo parecido pero no igual; quizá a efectos prácticos un sucedáneo, pero en el fondo algo falso, si no fraudulento.
Aplicado
a las personas, auténtico es quien se comporta según lo que es y debe ser.
Dejemos aparte el falso sentido de lo “auténtico” como
meramente espontáneo. Según el diccionario, es auténtico el honrado, fiel a sus
orígenes y convicciones; fiel, se entiende, en la vida de cada día; de modo que
su vida tenga sentido –primero ante sí mismo–, dé frutos, sea útil. Alguien lo
formuló así: “El precio de las palabras son los
hechos”. La autenticidad tiene que ver con la verdad y con el bien, que
viene a ser la verdad en la acción. Y en cristiano, tiene que ver con el amor.
¿Cuáles
pueden ser las causas de la falta de autenticidad en el amor? Si tomamos como “mapa” una visión del hombre compatible con la fe
cristiana, diríamos que la autenticidad, sobre todo en el amor, requiere de la reflexión,
de la experiencia y de la comunión con los demás.
“Inauténtico” se puede
ser por una insuficiente reflexión,
por un déficit de racionalidad. Para ser auténtico es necesario que uno sea
libre interiormente, y a continuación consecuente consigo mismo. Si se
participa de la idea cristiana del amor, entonces la autenticidad consiste en
vivir el amor sin confundirlo con sucedáneos o falsificaciones (la codicia, la
posesión o el poder). No es cristiano pensar que cada uno debe creer en lo que
le parezca, y dejarlo estar en su “autenticidad”. Si
realmente pensamos que tenemos lo mejor (la fe en Cristo, la familia de Dios en
la Iglesia), lo lógico será darlo a los demás a manos llenas, para que
disfruten de nuestra alegría. El amor cristiano supone entrega a Dios y a los
otros, en lo concreto de cada día, olvidándose de uno mismo; en lo que gusta y
en lo que gusta menos, y por tanto implica sacrificio. “Un
hombre que sea privado de toda fatiga y trasportado a la tierra prometida de
sus sueños –decía Joseph Ratzinger en 1971– pierde su autenticidad y su
mismidad”.
Hay que
resaltar que el amor tiene que “salir del
pensamiento”: de la idea ilusoria de que uno es bueno porque no mata, ni
roba ni violenta a nadie; o del espejismo de que se es suficientemente bueno
porque se realiza un cierto número de tareas a favor de los parientes, amigos y
conocidos (que nos pueden pagar con la misma moneda). La autenticidad del amor
pide llegar a todos –comenzando
lógicamente por los que están más cerca–; no excluir a nadie, ni siquiera a los
enemigos. Se dice que el mayor desamor es la indiferencia. “No pases indiferente ante el dolor ajeno. Esa persona,
un pariente, un amigo, un colega…, ése que no conoces es tu hermano” (Surco,
251). La autenticidad cristiana es realmente exigente. No basta “estar seguro” o “convencido”
de que el amor es importante, sino que hay que servir realmente a los
demás, y preferentemente a los más pobres y desfavorecidos. Lo demás no es
coherencia, no es autenticidad. Al menos no es la autenticidad del Evangelio,
porque esa, y no otra, es la “lógica” cristiana:
dar gratis y dar primero, dar sin esperar recompensa ni agradecimientos. “Dar hasta que duela”, según Teresa de Calculta.
“Inauténtico” se puede
ser también por falta de experiencia,
tanto en el sentido de tener experiencia como el de “hacer
experiencia” de algo. A quien no ha encontrado amor (en sus padres,
educadores, etc.) o quien no ha amado nunca de verdad, no se le puede pedir
autenticidad en el amor, hasta que encuentre la oportunidad que a nadie falta
en la vida. Si no se ha experimentado el amor como entrega, no cabe
autenticidad: cabría decir en la línea de Lope, “quién
lo probó, lo sabe”. El amor, y menos el amor cristiano, no se reduce a
racionalidad. “El amor –dice una antigua canción
italiana– no se explica: cuando se ama, se explica por sí mismo”.
“Inauténtico” se puede
ser, en fin, si se rehúye a los demás. Si uno no se interesa
por lo que les pasa, por sus costumbres y tradiciones, por lo que les alegra o
les apena, por lo que necesitan. Porque, en esa medida, uno va dejando de ser
humano.
Dicho
brevemente, se es auténtico si se vive aquello que se proclama. Y para ello, lo
primero es pensar adecuadamente (lo que requiere un tiempo de reflexión y
aprendizaje). Y lo segundo, procurar vivir en coherencia con lo que se piensa,
sin darlo por supuesto. Bien se dice que cuando uno no vive como piensa –con
autenticidad–, acaba pensando como vive; es decir, adecuando su pensamiento (de
modo inconsciente) a su vida real pero irreflexiva. Y entonces se engaña
miserablemente a sí mismo y hace sufrir inútilmente a los demás.
En
concreto, si un cristiano no se preocupara por formar su criterio en los temas
importantes (lo que implica el estudio de los “contenidos” de
la fe, que no es un puro asentimiento), le pasaría lo mismo que a un padre o
madre de familia, o un profesional que no procurase estar al día: mantener su
identidad con una “fidelidad dinámica” a sus
planteamientos y tareas. En cuanto a la experiencia
de la vida cristiana, no cabe autenticidad cristiana sin una experiencia
frecuente de oración –diálogo con Dios– y unión con Él por medio de los
sacramentos. Y por lo que respecta a los demás,
alguien que no se preocupa con hechos por los otros, por su situación material
y espiritual –sobre todo por los más pobres y necesitados–, no puede
considerarse auténtico como persona, menos como cristiano. Resumiendo, la
autenticidad cristiana pasa por los Mandamientos, que se encierran en dos y
casi en uno: amor a Dios y al prójimo. En octubre de 2006, en su visita
pastoral a Verona, dijo Benedicto XVI ante la asamblea de la Iglesia en Italia:
“La autenticidad de nuestra adhesión a Cristo se
certifica especialmente con el amor y la solicitud concreta por los más débiles
y pobres, por los que se encuentran en mayor peligro y en dificultades más
graves”.
(Publicado en religiónconfidencial.com, 8-VI-09)
Ramiro Pellitero
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