miércoles, 27 de septiembre de 2017

AMISTAD Y PSICOTERAPIA


Los efectos curativos de la mirada amistosa en psicoterapia.

Por: Dra. Mercedes Palet Fritschi | Fuente: VIII Jornada de Psicología Cristiana

La Dra. Mercedes Palet Fritschi,es Docente de la universidad Abat Oliba, Barcelona, España
Psicólogo y Psicoterapeuta, Suiza


Una de las últimas consultas que justo antes de las vacaciones de verano atendí fue el caso de una niña de nueve años que, con el consentimiento de sus padres, acudía a mis consulta enviada por su maestra. La niña estaba por acabar el tercer curso de enseñanza primaria, curso en el que el trabajo con las operaciones aritméticas empieza a cobrar importancia en las tareas escolares. Por las dificultades en los rendimientos aritméticos, sospecha la maestra que la niña pueda sufrir una discalculía. Como en todos los casos de niños a los que atiendo, y para poder hacerme una idea de su capacidad de expresión, pero también para aventurar una primera mirada en la vida cotidiana de los niños que acuden a mi consulta, acostumbro a entablar una conversación sobre temas cotidianos del niño; esto es, acerca de su vida familiar y escolar.

El caso de la niña a la que me refiero es bien particular. Lo he escogido para introducir el tema que hoy nos ocupa. El trasfondo que se esconde trás la vida cotidiana de esta niña es bien peculiar, y por desgracia, bastante habitual en la zona en la que ejerzo mi profesión. Nuestra niña, llamémosla Mayra, tienen un hermano dos años mayor que ella. Los padres están divorciados desde hace tiempo. La madre vive con otro hombre; el padre con otra mujer. Los lunes y los martes Mayra y su hermano “viven” en casa de su padre, con la nueva mujer de su padre, a quien Mayra dice apreciar por su amabilidad. Esa señora tiene hijos más mayores que ya no viven con ella, pero que nuestra niña bien conoce y aprecia. Nuestra pequeña paciente y su hermano “viven” los miércoles, jueves y viernes con su madre y con el señor con el que convive la madre. Este señor tiene dos hijos varones, de la edad del hermano mayor de Mayra. Esos chicos acostumbran a pasar alternativamente un fin de semana con su padre. Por eso, durante el fin de semana, mi pequeña paciente acostumbra a convivir alternativamente o bien en casa de su padre, o bien en casa de la madre, junto con el señor con el que ella convive y los hijos de éste último. Algunos fines de semana los pasa en casa de los abuelos maternos. Mayra sabe muy bien, también, qué días de la semana y a qué horas tiene clase de música y de gimnasia rítmica. Tal y cómo ella lo relata, parece que la niña está orientada en este esquema organizativo de vida. Tiene conciencia clara de que sus padres no volverán nunca a vivir juntos. Lo cual le apena. Mayra se expresa con corrección y exactitud.

Sin embargo, y en discrepancia con lo que es habitual en otros niños de su misma edad y con menos habilidades de expresión hablada, Mayra desconoce la razón por la que ella ha debido acudir a la consulta del psicólogo escolar. Con toda la exactitud que me es posible y con un vocabulario a ella asequible, repito a la niña la explicación que la maestra me había dado de la niña y de sus dificultades: Mayra es una niña simpática y abierta, muy buena amiga de sus amigas, está especialmente unida a una de ellas. En la clase se distrae y habla con los compañeros, le cuesta la aritmética. Se preocupa mucho de su aspecto y muestra un interés precoz por temas más bien frívolos y superficiales (moda, cantantes, actores, etc.). La maestra también describe a Mayra como una niña de una personalidad muy agradable, de carácter amable, educada y respetuosa. Con la maestra se muestra dócil y cooperativa. En algunas asignaturas como lengua, ciencias naturales y sociales los rendimientos son buenos, sobre todo en lengua escrita. En las asignaturas de matemáticas y aritmética la niña está desbordada y no puede rendir. La maestra nota y aprecia el esfuerzo que Mayra hace para superar sus
dificultades en la aritmética y teme que ese esfuerzo que tan poco fruto conlleva, al final, la va a cansar y desanimar.

Mayra escuchó esta descripción que yo le hice con mucha atención, mirándome seriamente a los ojos. En un primer momento no hizo comentario alguno. Ante mi pregunta de si la descripción de la maestra era adecuada y acertada, respondió enseguida que sí. Al cabo de unos minutos , cuando ya habíamos iniciado la ejecución de un test de memoria visual, Mayra interrumpió su trabajo y mirándome quiso confirmar de nuevo todo lo que la maestra había dicho de ella. Yo le repetí la descripción que me había dado la maestra. Entonces, con gran seriedad añadió: “Mi maestra me conoce bien”.

Esta pequeña anécdota de la práctica cotidiana ilustra aunque minimamente la idea central que pretende a conformar el núcleo de esta ponencia, y que ahora intento resumir: la mirada amorosa de quien nos ama nos manifiesta nuestro propio modo de ser. La mirada de quien ama, la mirada del amigo, da a conocer al amado, da a conocer a quien recibe y es objeto de esa mirada, las dimensiones y cualidades de su propia existencia personal. La mirada de quien ama pone de manifiesto al amado, lo que él mismo es.

EL HOMBRE A QUIEN NUNCA NADIE MIRÓ

En nuestros días se ha perdido la virtud de mirar al otro. Vivimos en unos tiempos en los que el ser humano ya no es mirado.

“Atendamos con sinceridad a la situación del hombre contemporáneo en una sociedad regida por una voluntad planificadora al servicio de sí misma y sin fines «especulativos». Lejos de ser aplastado por la mirada del prójimo, hallaremos tal vez en su trágica soledad, perdido en lo público y sumergido en la socialización impersonal de pretendidas «relaciones humanas» a un hombre que podría ser caracterizado con el título de «El hombre a quien nunca nadie miró»”.


Ese hombre a quien nunca nadie miró es el tipo de hombre más frecuente en nuestros días. Es un hombre a quien nadie mira y que, por lo mismo, no sabe mirar al otro. Reconozcámoslo, ¿cuántas veces al día tenemos esa sensación, hacemos la experiencia, de no ser vistos cuando salimos a la calle, o estamos en un lugar público?

¿Qué le ocurriría a un hombre a quien nadie hubiera nunca mirado? ¿Podríamos imaginar el tipo de «problema psicológico» que se daría en un hombre que ya desde su infancia hubiera sido reiteradamente fotografiado, radiografiado, sometido a análisis clínicos y test psicológicos, y cuyos datos podrían estar archivados en abundantes ficheros y memorias electrónicas, pero continuara siendo un hombre a quien nadie miró? ¿De qué sufriría ese ser humano así “observado” desde su infancia y en su adolescencia al acercarse a la juventud y a la madurez?

De entrada lo que ocurriría a ese hombre es lo que con tanta frecuencia le ocurre al hombre de hoy. Que, en principio, teme la mirada del otro. Se siente molesto ante la mirada ajena, porque ya desde niño ha aprendido a ser mirado bajo una mirada técnica que más que
mirarle, le evalúa; ha aprendido que cuando es mirado, es ante todo analizado, clasificado, medido y hasta seccionado; ya desde la más tierna infancia comparativamente juzgado por su rendimiento, por su aspecto, por su poder adquisitivo, por su utilidad social y profesional, por su adecuación a determinadas expectativas sociales, culturales, económicas y políticas. Bajo un pretendido pretexto del fomento y promoción de su individualidad, que contradictoriamente le mantiene en un ámbito de falsa diversidad homogenizante, el niño y el joven de hoy temen la mirada de los demás, especialmente la de sus padres y maestros. Y la temen, en definitiva, porque en nuestra sociedad y cultura, tan altamente neuróticas y neurotizantes, están aprendiendo a entenderse a sí mismos como “no siendo suficientes”, como siendo de entrada y originalmente incapaces de satisfacer expectativas y aspiraciones de talante muy relativo. El hombre de hoy, desde su más tierna infancia, no es mirado, sino que es medido, clasificado y relativizado. Parece que de esa mirada técnica no escapa nadie, ni el niño de nuestros días, como tampoco escapó aquel niño que hace pocas décadas fueron sus padres. Y es por esta razón que muchos padres, e incluso padres buenos que quieren obrar el bien para sus hijos, han aprendido a mirar a sus hijos sólo bajo el prisma de un relativismo, más o menos imperante, o por lo menos bajo el prisma de lo que yo me atrevo a calificar como el prisma del “déficit”.

En la práctica cotidiana de la psicología infantil y juvenil es muy frecuente encontrarse con situaciones muy semejantes a las que a continuación describo. Cuando las madres, por iniciativa propia o por sugerencia de los maestros, acuden a la consulta del psicólogo acostumbran a describir detalladamente los defectos y deficiencias de sus hijos (hoy en día tendríamos casi que decir, de “su hijo”) así como también el malestar que ello les produce (en la mayoría de las ocasiones a causa de la “queja” de los maestros, pero también a causa de la complejidad que ha adquirido la vida familiar actual, complejidad que ante todo y en primer lugar sufre la mujer de nuestros días) y la preocupación que todo ello les conlleva en tanto que madres preocupadas por el bienestar y promoción de sus hijos.

Sin duda alguna que la prudencia de la práctica psicológica exige prestar oído atento y comprensivo a esa queja materna. Lo que a mi juicio, sin embargo, es más
difícil de comprender es la respuesta y reacción de muchas madres cuando son preguntadas por aquellas cualidades y características esenciales de personalidad que ellas aman y admiran en sus hijos. En muchas ocasiones, estas madres preocupadas no saben qué responder a esta pregunta y se excusan diciendo que no venían preparadas para este tipo de preguntas. Es también sorprendente la cantidad de madres que tienen que pensar durante un largo rato antes de poder decir cuáles son lss cualidades de sus hijos. O cuando son preguntadas por aquello que hace de su hijo, eso tan especial que merece ser amado con incondicionado amor de entrega. Se trata de una reacción y de una respuesta que manifiesta un desconocimiento profundo del hijo, porque, en el fondo, no ha sido mirado.

MIRAR ES CONTEMPLAR Y MEDITAR

La persona, en cuanto tal, es objeto de contemplación.

Mirar a un hombre, mirar a un ser humano sólo puede entenderse como contemplar, y como meditar sobre esa persona que se contempla. Ello se entiende en su núcleo si se considera la mirada de una madre y de un padre, de unos esposos, sobre su hijo recién nacido y, máximamente, cuando se considera la mirada de Dios sobre el hombre.

De la mirada del hombre de hoy ha desaparecido la contemplación de aquello que se mira y el amor por aquello que se mira. El hombre de nuestros días adolece de la experiencia
vivificante, tan estructurante de ser contemplado y amado. Tal y como advertía Francisco Canals hace ya más de cuarenta años, hoy en día nos encontramos ante la primera promoción de hombres “que no se siente ya amparada en su vida por la mirada paterna de un Dios personal; y a la que ha faltado, más que a ninguna de las anteriores, y especialmente en los más altos sectores sociales de nuestro mundo industrializado y urbano, la vigilante «represión» del amoroso mirar de sus padres”.

El hombre de hoy ha aprendido a temer la mirada del otro. Pero no solo a temerla sino también a rebelarse contra ella. El hombre contemporáneo desconocedor de la mirada vivificante del amor, rehúsa la mirada, porque la vive ante todo como evaluación (crítica) de la propia vida, incluso de la propia existencia. A causa de esta imperante observación mecanizada y relativizante del hombre, y porque aspira a un sentido que no sabe nombrar y del que sólo experimenta su ausencia, se lleva al hombre si no a la soberbia por lo menos a una actitud vanidosa y altanera de quien no quiere estar «por debajo de nadie» y a rebelarse contra quien le dice cómo es y qué ha de hacer. Y en caso de carecer de aquella confianza que en psicología es llamada confianza básica y también en caso de carecer de los recursos psíquicos y de personalidad suficientes –lo cual es cada vez más frecuente en nuestros días– cae entonces el hombre en aquel abatimiento del alma y del afecto tan
intenso y que se instala de tal manera en el interior del hombre que le hace creer que nunca podrá aspirar a ningún bien ni a ser feliz de una forma plena y en correspondencia con el propio ser.

Y, sin embargo, “el «ser mirado», con mirada desinteresada, con mirada contemplativa y amorosa, lejos de ser destructor y anonadante, es una exigencia radical de la existencia y de la vida humana personal” . Si somos sinceros y humildes, reconoceremos que no es aplastante para el hombre, sino consolador y «fundante», en el sentido de que fundamenta psiquicamente en nosotros la experiencia básica de la pertenencia
mutua, sentirse ante la mirada del amor, ante la mirada de quien nos ama, y muy especialmente ante la mirada de Dios.

Mirar al otro contemplándole es darse cuenta de su existencia, penetrar en su vida, asentir y afirmar la bondad de su existencia. Por esa razón ese mirar al otro es, también en psicoterapia, de importancia fundamental y de un gran valor curativo.

No es posible penetrar en la intimidad de una persona si ella voluntariamente no abre a quien le mira el secreto de su conciencia. Martín Echavarría indica que para llegar a conocer a una persona, “no en universal, sino en concreto, en sus disposiciones propias, en su carácter, es necesario recurrir a lo que de ella nos manifiestan los sentidos”, y lo que la persona misma manifiesta a través de la palabra.

Pero no siempre la palabra confiesa con fidelidad la interioridad –añade Echavarría. Hay quienes se engañan a sí mismos y hay quienes engañan a los demás: falta la virtud de la humildad para verse uno como es, y la de la verdad, que participa del modo de la justicia, para decir por fuera las cosas como uno se las dice por dentro. Y es muy probable que quien se dirige al psicólogo se encuentre en esta situación. La otra fuente es lo que la persona muestra de sí en su conducta, en sus gestos, movimientos y vestidos, en el modo de expresarse, etc.

Este segundo modo de conocer se basa en el carácter hilemórfico del hombre, en virtud del cual el cuerpo manifiesta el alma, aunque no perfectamente. Esta manifestación tiene dos niveles: uno común a todos los hombres, la manifestación de la humanidad a través de lo exterior. Otra de cada uno: la expresión de lo que es más propio, de lo personal.

En la práctica de la psicología ese «mirar al otro» no puede entenderse sino desde el amor de amistad que mueve al psicoterapeuta a buscar y a procurar el bien del otro. En el ámbito de la psicoterapia esa búsqueda del bien del otro consiste en “ayudar a conocer y educar la propia vida sensitiva a partir del centro de la personalidad humana que es su inteligencia y su voluntad. Sólo con la intervención personal, racional y libre, del «paciente» puede éste lograr un conocimiento de sí, y una modificación auténtica y duradera en su conducta y en su carácter”.

El «paciente» debe pues aprender antes que nada a conocerse a sí mismo. De ahí que al paciente le es de gran importancia “encontrar a otro que ponga un espejo ante sus ojos para (poder) reconocer en él, [...] para que el hombre avance en su camino y, sobre todo, para que él mismo llegue a conocer lo que él mismo es y puede hacer”.

Por la mirada del psicólogo el paciente debe aprender a conocerse a sí mismo con una finalidad muy clara, la de aprender a saber lo que él mismo es, e, inmediatamente después, para aprender a conocer aquello que él mismo puede y debe hacer. Aquella guía (psicológica) más eficaz es
aquella que permite realizar a quien es guiado el mayor trabajo propio que le sea posible, y le impulsa con suaves indicaciones y estímulos a descubrir sus propios y verdaderos motivos. En psicoterapia, en muchos casos, lo realmente importante es que el psicólogo sepa realizar bien esa tarea de poner “un espejo” ante los ojos del «paciente» de tal manera que éste pueda reconocerse en ese reflejo que la mirada del psicólogo le ofrece. Por esta razón la mirada del psicólogo, quien como cualquier consejero moral y espiritual, trabaja más que con su saber con su persona, debe ser capaz de desvelar y descubrir (en el sentido más literal de la palabra) al «paciente» quién es él. Y, “puesto que no se puede tener un buen juicio, sino de aquello que se conoce, el contenido de la mirada del psicólogo sobre su paciente debe llegar a convertirse en fuente de conocimiento para éste último.

Dice Bofill que “la contemplación de la persona pide, de sí, reciprocidad. El conocimiento de la persona se da siempre en un diálogo; la relación entre yo y tú es reversible, es una relación entre dos sujetos que se comprenden mutuamente.” La compresión que el psicólogo alcanza de su paciente –ya sea por vía de la palabra expresada, ya sea por la observación meditada de los aspectos sensibles y visibles del paciente, ya sea por la apreciación de las maneras y formas de reaccionar, o ya sea por la connaturalidad- es el fruto de una mirada misericordiosa, compadecida y movida por las necesidades y limitaciones del otro.

LOS EFECTOS CURATIVOS DE LA MIRADA AMISTOSA EN PSICOTERAPIA

“El ver los hechos de los demás con buen espíritu, o para utilidad propia, es decir, para que las buenas obras del prójimo nos animen a ser mejores, o incluso para utilidad de ellos, en cuanto que puede corregirse lo que haya de vicioso en ellas según las reglas de la caridad y guardando el orden debido, es loable. Pero mirar los hechos del prójimo para menospreciarlo o difamarlo, o para inquietarle
inútilmente, es vicioso”. La mirada del psicólogo sobre su paciente es del primer tipo, es una mirada con «buen espíritu», amistosa y particularmente misericordiosa que tiene muchos efectos curativos inmediatos en el paciente, de entre los cuales, a continuación, quiero hacer mención de los tres siguientes:

- El primero de ellos es el más notable y fructífero: la mirada del psicólogo es manifestación del vivo interés que la persona del paciente despierta en el corazón del psicólogo, interés y atención que por su parte brota de un verdadero amor de amistad, preocupado por el bien del otro. La mirada amistosa del psicólogo patentiza ante el paciente la bondad y la necesidad de su existencia concreta y personal. El primer fruto de la mirada amistosa y misericordiosa del psicólogo es, pues, la afirmación de la bondad de la existencia; es lo que yo denomino la confirmación en el ser: “¡Qué bueno es que tú existas!” Sin esta confirmación en el ser, sin esta seguridad de la propia bondad existencial no puede darse avance posible en psicoterapia. La reciprocidad en la comunicación es, en este sentido, máxima. Por la presencia y la mirada del psicoterapeuta que afirma la bondad de la existencia del otro, del «paciente», éste puede
llegar a «sentir», a «percibir» la bondad de la existencia. Esta experiencia conduce o prepara al paciente para otras experiencias consecuentes como son la de la pertenencia y de la filiación, y la de percepción del sentido de la propia vida.

- El segundo de los frutos es el descubrimiento de las cualidades propias a la luz de la verdad de la propia vida. Dada la bondad de mi existencia, merecerá la pena y el esfuerzo descubrir y desvelar las buenas propiedades de mi existencia concreta. El reflejo de la mirada amistosa del psicólogo pone de manifiesto al paciente las buenas cualidades de su ser y hacer. Enseña Santo Tomás de Aquino que “la confesión de lo que hay acerca de uno mismo, en cuanto que es exposición de una verdad, es cosa buena con bondad genérica” . Esto vale tanto para el paciente como para el psicólogo. El conocimiento que el psicólogo adquiere de su paciente permite el descubrimiento por parte del paciente de la verdad de su vida y de su obra.

“La verdad de la vida es aquella por la que una cosa es verdadera” , por eso, el efecto de ese descubrimiento o desvelamiento es muy importante; se trata ni más ni menos que del descubrimiento de lo que es verdadero en mí. En este sentido, el buen psicólogo fomenta en su paciente el hábito del conocimiento de sí mismo.

Bajo la atenta mirada del psicólogo este conocimiento de sí mismo debe pasar necesariamente por el filtro de la realidad -no hay verdadero conocimiento de sí mismo sin ejercicio de la humildad- y quedar colmado con la exclamación del Apóstol: ¿Qué tienes que no hayas recibido? (1 Cor, 4, 7)

- Uno de los efectos más curativos de la mirada amistosa del psicólogo que pueden esperarse y fomentarse a partir de los anteriores es el favorecer de la formación de la conciencia. Por la falta de una mirada amistosa, y convenientemente «represiva», al hombre contemporáneo se le hace cada vez más difícil escuchar la voz de su conciencia. Puesto que la conciencia originalmente indica la relación de un conocimiento con una cosa , la mirada amistosa del psicólogo favorece la aplicación del conocimiento que el paciente ha adquirido sobre sí mismo a lo que hace en su vida concreta. Santo Tomás atribuye a esta
aplicación del conocimiento tres funciones, que son la de testificar, la de incitar y, por último, la de emitir un juicio según la bondad o la maldad de lo hecho, excusando, acusando o remordiendo.

Una de los objetivos más importantes de la intervención psicoterapéutica es asistir al paciente de tal modo que, ordenando sus afectos, pueda llegar a emitir un juicio verdadero sobre sí mismo. Para la emisión de esta juicio es imprescindible el acto de la conciencia. La mirada amistosa del psicólogo puede llegar en ocasiones a suplantar temporalmente esa «voz» de la conciencia que indica el valor de las acciones personales.

En comunión con la más auténtica tradición de la Iglesia el psicólogo cristiano dispone del Maestro que le muestra cómo mirar al hombre: el Sagrado Corazón de Jesús. El corazón de piedra del hombre moderno necesita ser “ablandado” por la mirada amorosa del Corazón de Dios. Mirando y contemplando el Corazón de Jesús, abierto y palpitando por mi amor, el mismo amor vehemente de Cristo ablanda nuestro corazón y lo prepara amorosamente para que en él penetre el mismo Amor de Dios.

¡Que el Sagrado Corazón de Jesús ilumine nuestros corazones y nos comunique en abundancia el don de mirar con amor!

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