Este artículo intenta hacer ver que los santos no son seres de otro mundo, todos ellos fueron niños igual que nosotros
Por: Mauricio Artieda | Fuente: Catholic-link.com
Ningún santo nació siéndolo; ellos
se forjaron en el fuego del amor. Todos empezaron desde pequeños, muy
pequeños en algunos casos. Lloraron, se embarraron con la comida y les
cambiaron los pañales; eran frágiles y vulnerables. Su primera experiencia del
amor infinito de Dios fueron experiencias muy sencillas: la mirada de la madre,
un beso en la rodilla rasmillada, la sonrisa consoladora y protectora que sólo
un padre puede dar, etc. Tuvieron que pasar, como nosotros, el drama de la
pubertad, ese paraíso de inseguridades. Ellos también se levantaron por las
mañanas, miraron al espejo y dudaron de sí mismos. Algunos fueron muy
inteligentes, otros eran tipos sencillos. Unos atractivos, otros no. Los hubo
también acomodados económicamente y otros pasaron las penurias propias de
pertenecer a una familia pobre.
Algunos talentosos y otros ordinarios; unos muy
espirituales y hasta místicos, otros construyeron su encuentro con Dios a
punta de martillazos y trabajando duro sobre sí mismos.
Pero en cada caso, podemos decir con Dante, “Un gran fuego inició
con una pequeña chispa”. Invisible a los ojos, cada uno puso a su modo
su mirada en Cristo, dieron un “Sí” generoso,
y, a pesar de que cada uno tuvo su propia colección de dificultades, no miraron
atrás. ¿Qué los hace a ellos tan distintos de ti? ¿Qué es lo que te detiene?
Con esta colección de fotografías queremos
aguarle la fiesta a todos los que muchas veces caemos -me incluyo- en la
tentación de pensar que los santos son “tipos
especiales”, “cuyo amor era de otro mundo”. Pues esto no es así. No
caigamos en el error de ver en la mirada de estos niños al santo que
vemos a la derecha. No les quitemos valor, no los despojemos del honor de
haber batallado. Cada uno de ellos luchó por dejarse transformar por el amor de
Dios. Asumieron con valentía las mismas luchas que nosotros debemos librar
por hacernos más de Cristo y menos del mundo. No idealicemos sus miradas,
dejémoslos ser niños, frágiles, inmaduros, adolescentes… sólo así podremos
dejar que su testimonio interpele nuestra vida y sea un
auténtico llamado a abandonar nuestras excusas y asumir la hermosa
aventura de la santidad.
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