La adopción no se
trata de dar un hijo a unos padres, sino de dar unos padres, esperando que sean
buenos padres.
Por: Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
Por: Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
En el tema de la adopción de niños huérfanos,
abandonados o en situaciones de grave dificultad, se entrecruzan dos
perspectivas que no siempre llegan a armonizar entre sí. Por un lado, la
búsqueda de lo que sea mejor para los niños. Por otro, lo que desean los
candidatos a la adopción.
En general, las asociaciones que gestionan quiénes y cómo adoptan a los niños, así como las leyes de numerosos países, tienen como punto de mira prioritario trabajar por el mayor bien del menor. En función de tal bien, existen normas más o menos severas que establecen requisitos bastante exigentes a la hora de escoger quiénes pueden adoptar a los niños.
Esas normas buscan evitar el riesgo de abusos; sería trágico que los niños pudiesen ser “adoptados” por delincuentes o por quienes desean explotarlos como trabajadores, pordioseros o esclavos sexuales. Al mismo tiempo, las normas aspiran a ofrecer aquellas situaciones familiares, sociales, económicas, que más favorezcan un normal desarrollo de los pequeños.
Pero las normas quedan en el aire si olvidamos a los candidatos a la adopción, es decir, a aquellas personas que piden y que se ofrecen a adoptar a los niños huérfanos o abandonados.
En muchos casos, tales personas son matrimonios que no tienen hijos, después de haber transcurrido varios años de casados, y que esperan ofrecer un buen hogar a los niños necesitados de una familia. También hay casos de matrimonios con hijos que piden ser considerados como candidatos para la adopción. Igualmente, encontramos a personas en otras situaciones (solteros, viudos, parejas de hecho) que manifiestan su voluntad de ser adoptantes.
Los problemas surgen cuando los criterios según los cuales se busca el mejor interés del hijo llevan a excluir como potenciales adoptantes a muchas parejas (casadas o sin casar) o a personas que viven solas.
En concreto, suelen ser excluidas las parejas que tienen un bajo rédito económico y no garantizarían un mínimo decoro para los niños, o las parejas que tienen mayor edad (no siempre es fácil establecer a partir de qué edad unos esposos no serían, al menos según la ley, buenos adoptantes), o a quienes viven en una gran inestabilidad emocional y familiar que implicaría para el niño quedar expuesto a una difícil situación de tensiones y conflictos.
También son excluidas, como adoptantes, en la mayoría de las normas vigentes, quienes viven solos (hombres o mujeres no casados o viudos), aunque sean relativamente jóvenes y tengan una buena situación económica.
Alguno podría objetar que tantas exclusiones generan frustración en cientos de personas, quizá miles, que se ofrecen cada año para adoptar a niños abandonados o necesitados. Pero si recordamos que el interés del niño tiene una importancia prioritaria, daremos la razón a quienes defienden que en la adopción no se trata de dar un hijo a unos padres, sino de dar unos padres, esperando que sean buenos padres, a un hijo.
En esto contexto podemos reflexionar sobre las diferentes peticiones de quienes piensan que tanto las parejas de hecho (personas que conviven entre sí por un tiempo más o menos prolongado) como las parejas del mismo sexo, especialmente en aquellos lugares donde su unión ha sido reconocida a nivel estatal como “matrimonio”, pueden ser candidatos aptos para la adopción de niños, con las mismas condiciones que se exigen a los demás matrimonios (estabilidad, buena economía, ausencia de conflictos emocionales graves, etc.).
Estas peticiones no pueden ser tratadas de modo diferente a como se tratan tantas otras peticiones de adopción. La pregunta esencial es siempre la misma: ¿cuál es el mejor bien del niño?
La respuesta dominante, con serios motivos a su favor, indica que lo mejor para un niño es una pareja estable (un matrimonio), de determinada edad, con cierta estabilidad económica, con garantías de armonía psicológica y con la suficiente honradez para evitar abusos.
Lo anterior no se aplica a las parejas de hecho, incluso si llevan un largo tiempo de convivencia, precisamente porque su opción de vida ante la sociedad, al renunciar a cualquier pacto matrimonial reconocido públicamente, se coloca en una situación anómala y no conveniente para el bien de los adoptandos.
En cuanto a parejas homosexuales, por ejemplo en aquellos lugares donde reciben un reconocimiento legal semejante o idéntico al del matrimonio entre un hombre y una mujer, nos encontramos ante una situación nueva, en la que dos personas biológicamente del mismo sexo piden adoptar un hijo, cuando la relación normal que ayuda a la maduración y crecimiento de los hijos es la que se da en parejas de sexos diferentes.
Por lo mismo, y en función del bien del menor, resulta oportuno mantener como un requisito (entre tantos otros) el que los padres sean una pareja heterosexual con un matrimonio jurídicamente reconocido y estable.
Afirmar lo anterior implica, ciertamente, optar por criterios de selección que pueden ser vistos como discriminatorios, pero que en realidad buscan lo mejor para el niño. No es correcto pensar, por ejemplo, que sufren una discriminación injusta aquellas parejas avanzadas en años a las que no se permite ser adoptantes, por muy intenso que sea su deseo de adoptar.
Lo principal, hay que recordarlo siempre, es el bien del niño. Ese niño necesita, en el camino de su desarrollo, encontrar un hogar que le ofrezca cariño en condiciones lo más similares posibles a las propias de una pareja sana construida sobre el binomio hombre-mujer. Es oportuno recordarlo, por el bien de los adoptandos, quienes por desgracia inician el camino de su maduración personal con la ausencia de sus verdaderos padres y que merecen encontrar la acogida por parte de familias dotadas de las mejores características para ayudarles, desde la complementariedad propia de quienes actuarán como padre y madre del niño.
En general, las asociaciones que gestionan quiénes y cómo adoptan a los niños, así como las leyes de numerosos países, tienen como punto de mira prioritario trabajar por el mayor bien del menor. En función de tal bien, existen normas más o menos severas que establecen requisitos bastante exigentes a la hora de escoger quiénes pueden adoptar a los niños.
Esas normas buscan evitar el riesgo de abusos; sería trágico que los niños pudiesen ser “adoptados” por delincuentes o por quienes desean explotarlos como trabajadores, pordioseros o esclavos sexuales. Al mismo tiempo, las normas aspiran a ofrecer aquellas situaciones familiares, sociales, económicas, que más favorezcan un normal desarrollo de los pequeños.
Pero las normas quedan en el aire si olvidamos a los candidatos a la adopción, es decir, a aquellas personas que piden y que se ofrecen a adoptar a los niños huérfanos o abandonados.
En muchos casos, tales personas son matrimonios que no tienen hijos, después de haber transcurrido varios años de casados, y que esperan ofrecer un buen hogar a los niños necesitados de una familia. También hay casos de matrimonios con hijos que piden ser considerados como candidatos para la adopción. Igualmente, encontramos a personas en otras situaciones (solteros, viudos, parejas de hecho) que manifiestan su voluntad de ser adoptantes.
Los problemas surgen cuando los criterios según los cuales se busca el mejor interés del hijo llevan a excluir como potenciales adoptantes a muchas parejas (casadas o sin casar) o a personas que viven solas.
En concreto, suelen ser excluidas las parejas que tienen un bajo rédito económico y no garantizarían un mínimo decoro para los niños, o las parejas que tienen mayor edad (no siempre es fácil establecer a partir de qué edad unos esposos no serían, al menos según la ley, buenos adoptantes), o a quienes viven en una gran inestabilidad emocional y familiar que implicaría para el niño quedar expuesto a una difícil situación de tensiones y conflictos.
También son excluidas, como adoptantes, en la mayoría de las normas vigentes, quienes viven solos (hombres o mujeres no casados o viudos), aunque sean relativamente jóvenes y tengan una buena situación económica.
Alguno podría objetar que tantas exclusiones generan frustración en cientos de personas, quizá miles, que se ofrecen cada año para adoptar a niños abandonados o necesitados. Pero si recordamos que el interés del niño tiene una importancia prioritaria, daremos la razón a quienes defienden que en la adopción no se trata de dar un hijo a unos padres, sino de dar unos padres, esperando que sean buenos padres, a un hijo.
En esto contexto podemos reflexionar sobre las diferentes peticiones de quienes piensan que tanto las parejas de hecho (personas que conviven entre sí por un tiempo más o menos prolongado) como las parejas del mismo sexo, especialmente en aquellos lugares donde su unión ha sido reconocida a nivel estatal como “matrimonio”, pueden ser candidatos aptos para la adopción de niños, con las mismas condiciones que se exigen a los demás matrimonios (estabilidad, buena economía, ausencia de conflictos emocionales graves, etc.).
Estas peticiones no pueden ser tratadas de modo diferente a como se tratan tantas otras peticiones de adopción. La pregunta esencial es siempre la misma: ¿cuál es el mejor bien del niño?
La respuesta dominante, con serios motivos a su favor, indica que lo mejor para un niño es una pareja estable (un matrimonio), de determinada edad, con cierta estabilidad económica, con garantías de armonía psicológica y con la suficiente honradez para evitar abusos.
Lo anterior no se aplica a las parejas de hecho, incluso si llevan un largo tiempo de convivencia, precisamente porque su opción de vida ante la sociedad, al renunciar a cualquier pacto matrimonial reconocido públicamente, se coloca en una situación anómala y no conveniente para el bien de los adoptandos.
En cuanto a parejas homosexuales, por ejemplo en aquellos lugares donde reciben un reconocimiento legal semejante o idéntico al del matrimonio entre un hombre y una mujer, nos encontramos ante una situación nueva, en la que dos personas biológicamente del mismo sexo piden adoptar un hijo, cuando la relación normal que ayuda a la maduración y crecimiento de los hijos es la que se da en parejas de sexos diferentes.
Por lo mismo, y en función del bien del menor, resulta oportuno mantener como un requisito (entre tantos otros) el que los padres sean una pareja heterosexual con un matrimonio jurídicamente reconocido y estable.
Afirmar lo anterior implica, ciertamente, optar por criterios de selección que pueden ser vistos como discriminatorios, pero que en realidad buscan lo mejor para el niño. No es correcto pensar, por ejemplo, que sufren una discriminación injusta aquellas parejas avanzadas en años a las que no se permite ser adoptantes, por muy intenso que sea su deseo de adoptar.
Lo principal, hay que recordarlo siempre, es el bien del niño. Ese niño necesita, en el camino de su desarrollo, encontrar un hogar que le ofrezca cariño en condiciones lo más similares posibles a las propias de una pareja sana construida sobre el binomio hombre-mujer. Es oportuno recordarlo, por el bien de los adoptandos, quienes por desgracia inician el camino de su maduración personal con la ausencia de sus verdaderos padres y que merecen encontrar la acogida por parte de familias dotadas de las mejores características para ayudarles, desde la complementariedad propia de quienes actuarán como padre y madre del niño.
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