viernes, 3 de marzo de 2017

¿POR QUÉ MORTIFICARSE?



Mortificación es una palabra que viene del latín y quiere decir hacer morir (mortem facere). Entre los cristianos se emplea para designar los esfuerzos con que procuramos hacer morir en nosotros el pecado y las malas inclinaciones que nos llevan a él.

Pensad en las serias palabras que el Señor dirigió a sus discípulos: “Si alguno quiere venir en pos de mi niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lc 9.23). Quiero haceros notar que esa cruz de cada día es especialmente vuestra lucha cotidiana por ser buenos cristianos que os hace colaboradores en la obra de la Redención de Cristo; de esta manera contribuís a llevar a cabo la reconciliación de todos los hombres y de toda la creación con Dios. Es un hermoso programa de vida, que exige generosidad». Juan Pablo 11. Buenos Aires. 11-IV-1987.

EL INSTINTO DE FELICIDAD
Vivimos en un mundo que ha hecho del bienestar y del placer los máximos ideales de la vida. La prensa, la televisión, la radio y el ambiente en que vivimos son una constante invitación a pasarlo lo mejor posible; a evitar el dolor y a premiarnos con una serie de compensaciones sin las cuales parece que no podríamos sobrevivir.

Estas llamadas a la felicidad se encuentran en la misma naturaleza del hombre: queremos ser felices no como fruto del capricho, sino porque hay en nuestro interior una especie de instinto que nos impulsa a ello. Es tan profundo y espontáneo, tan natural y universal –lo tenemos todos los hombres–, que no hay otro remedio sino reconocer que se trata de algo propio de la condición humana.

Por eso no faltan quienes creen que hablar o escribir sobre la mortificación es un contrasentido; pues si la felicidad es algo tan propio del hombre, mortificarse es tanto como enfrentarse con la naturaleza. No les faltaría razón al pensar así, si esta manera de razonar no respondiese a un error de planteamiento. En efecto: la mortificación cristiana no va contra la felicidad; es un disparate suponer que Cristo o la Iglesia sean contrarios a ella. Ni Dios ni la Iglesia se oponen; es más, el propósito de Dios cuando nos creó, y este propósito sigue en pie, es nuestro bien, nuestra felicidad, nuestra alegría. Si hemos de mortificarnos no es porque se trate de un tributo que debemos pagar a la divinidad, sino porque existen en nosotros los gérmenes del mal y de la enfermedad espiritual, y no hay más solución que combatirlos y extirparlos porque son precisamente ellos los que nos impiden alcanzar la verdadera dicha.

¿QUÉ ES LA MORTIFICACIÓN?
Mortificación es una palabra que viene del latín y quiere decir hacer morir (mortem facere). Entre los cristianos se emplea para designar los esfuerzos con que procuramos hacer morir en nosotros el pecado y las malas inclinaciones que nos llevan a él.

Ordinariamente, la palabra asusta un poco porque casi siempre se piensa en lo que ha de costar y la imaginación, lo mismo que exagera el placer que puede producir el pecado, exagera también las dificultades que podemos encontrar para hacer el bien o para apartar los obstáculos que nos impiden alcanzarlo.

A nadie le parece excesivo someterse a un régimen de comidas con el que se pretende conservar la línea que se empeña en desbordar los límites de la moda o los cánones de la belleza. Muchas veces, casi siempre, esto se hace solamente por bien parecer. Y nada digamos del esfuerzo al que se someten los deportistas aficionados –no nos referimos a los profesionales porque ése es su trabajo habitual–, con tal de alcanzar la victoria o, al menos, una buena clasificación.

Y sin embargo nos parece demasiado que Dios nos pida la mortificación de las malas inclinaciones. Si la Iglesia mandase andar con esos tacones sobre los que debe ser tan difícil guardar el equilibrio, nos parecería una intromisión y una crueldad que, sin duda, levantaría campañas de prensa en favor de la libertad y de la dignidad de la persona humana. Pero como se trata de una exigencia de la figura, bienvenidos sean esfuerzos y sacrificios. En una palabra: lo que mira al bien presente, en lo que se refiere al cuerpo o a la vanidad, todo nos parece poco, pero cuando se trata del bien del alma o del amor de Dios, cualquier cosa que se nos pida, por pequeña que sea, nos parece demasiado.

La mortificación cristiana no está aconsejada con afán de molestar o simplemente para hacer la vida más desagradable, sino para todo lo contrario, para hacernos más asequible y fácil el logro de la felicidad. Tiene su principio y razón de ser en el conocimiento de nuestra naturaleza, inclinada al mal después del pecado original; por eso Jesucristo nos lo dice de una forma que no deja lugar a la más pequeña vacilación: si tu ojo derecho es para ti ocasión de pecar, sácalo, –es decir: mortifícalo, y hazlo morir–porque más te vale perder uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno (Mt 5, 9).

No nos pide el Señor que entendamos sus palabras al pie de la letra, de manera que tengamos que arrancarnos, materialmente hablando, los ojos; sino que quiere indicarnos la necesidad tan grande que tenemos de la mortificación, para que nuestra mirada nunca nos lleve a ponernos en ocasión de pecar. Quiere Dios que conservemos el dominio de los ojos, de tal manera que cuando se presente la ocasión permanezcamos como ciegos al pecado. Y esto ¿cómo puede conseguirse si no es con la mortificación que, como el agua, apaga el fuego de los malos deseos?
No le demos más vueltas; la mortificación es necesaria porque existen los enemigos del bien y de la felicidad, y a estos enemigos hay que combatirlos si no queremos sucumbir a sus ataques o quedar esclavos de sus caprichos.

LA MORTIFICACIÓN CRISTIANA
“Dios quiere nuestro amor y no estará satisfecho con ninguna otra cosa. Lo que nosotros hagamos no tiene valor fundamental para Dios, porque Él puede hacer Io mismo con un solo pensamiento; o con gran facilidad puede crear otros seres que hagan lo mismo que nosotros hacemos. Pero el amor de nuestros corazones es algo único que ningún otro puede darle. Él podría hacer otros corazones que le amasen, pero una vez que nos ha dado la libertad, el amor de nuestro corazón particular es algo que sólo nosotros podemos darle” (E. Boylan, El amor supremo I, Madrid, Rialp 1957, pág. 121).

Dios, como se ve, se empeña en querernos y es su deseo que le correspondamos en la medida de nuestras fuerzas. Por eso cuando nos manifiesta su divina voluntad, lo primero que nos dice, lo primero que nos enseña es: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón” (Lev 19, 18).

A nadie se le oculta que para cumplir con este mandamiento se tropieza con no pequeñas dificultades, porque después del pecado original, y aunque éste nos haya sido perdonado en el sacramento del Bautismo, permanece en nosotros la inclinación al mal, esa terrible atracción que ejercen sobre la voluntad y sobre los sentidos los bienes creados, que nos invitan a abandonar el camino que nos lleva a Dios para seguir el que ellos nos señalan.

Esto significa que hemos de luchar contra nuestro enemigo el pecado y éste precisamente es el sentido de la mortificación cristiana, ésta es su función en la vida espiritual: con la mortificación no se busca otra cosa que adquirir esa libertad de espíritu, tan necesaria para poder prescindir del uso desordenado de las criaturas que pretenden someternos a su dominio y esclavitud.

Por eso hay que perder el miedo a la mortificación. Después de todo no es tanto lo que se nos pide si se compara con lo que se gana. Hay que saber perder la vida con la mortificación, pero es para encontrarse con la Vida, con Dios, que a partir de ese momento se erige en único Señor y exclusivo Bien del alma. La mortificación nos ayudará a dejar las cosas en su sitio, ella será la que frene los apetitos desordenados que tienen su origen en los sentidos y en la voluntad inclinados al mal. Mientras no se pierda el miedo a la mortificación, estaremos condenados a vivir una vida espiritual mediocre en la que no existirá verdadero progreso sobrenatural porque seguiremos esclavos de nuestros caprichos y nos faltará la libertad para poder amar a Dios sobre todas las cosas.

¿MIEDO A LA MORTIFICACIÓN?
Es cierto que existe el miedo a la mortificación y si buscamos la raíz de ese miedo acabaremos por encontrarla en una especie de desconfianza en Dios. Es como si pensáramos que nadie como nosotros para saber lo que nos conviene y dónde vamos a encontrar la felicidad. Es una cuestión de la que no somos conscientes del todo hasta que la consideramos en la oración, que es donde se aclaran las ideas, y acabamos de darnos cuenta de que efectivamente existe algo así dentro de nosotros.

Hay unas palabras del Señor que, aunque no se pueden aplicar al pie de la letra a cuanto venimos diciendo, pueden darnos luz suficiente para entenderlo mejor. Después de haber hablado Jesús de las dificultades que tienen para salvarse los que han puesto su corazón en las riquezas, San Pedro toma la palabra y le dice: nosotros hemos dejado todas las cosas y te hemos seguido, ¿cuál será nuestra recompensa? Y Cristo le responde: cualquiera que haya dejado casa o hermano o hermana o padre o madre o esposa o hijos o heredades, por causa de mi nombre, recibirá cien veces más y poseerá la vida eterna (Mt 19, 29-30).

¿Cuántos son los que entienden esto? Y si cosas de tanta importancia no somos capaces de convertirlas en realidad, ¿qué no ocurrirá en lo pequeño, en la mortificación, que al fin y al cabo no es más que una manera de renunciar por amor de Dios a algo concreto?

Tenemos miedo a la mortificación, porque nos parece que es un camino de renuncia en el que no se encuentra recompensa. Y es porque apenas conocemos al Señor y no hemos probado hasta qué punto compensa ser generosos con Él. Solamente se puede dar un consejo: probad y veréis que la mortificación no defrauda; la senda por la que nos lleva es más corta y hacedera de lo que imaginamos y además, en ella, nos encontraremos pronto con Jesús. Confiad y perseverad.

LA MORTIFICACIÓN DE LOS SENTIDOS
La mortificación es necesaria y su necesidad se manifiesta en la fragilidad de la naturaleza humana, de la que posiblemente tengamos sobrada experiencia. Sin ella difícilmente estaremos cerca de Dios y difícilmente podremos vencer las dificultades que se oponen a su amor. Pero no debemos detenernos ahora en consideraciones teóricas, sino que hemos de descender al terreno de la realidad de la vida. Dar el paso que va desde el pensamiento a la voluntad, a la acción.

La mayor dificultad para vivir la vida de la gracia –esa participación de la naturaleza divina, que nos hace hijos de Dios–, en una buena parte de los casos está en los sentidos; por eso vamos a empezar por ahí. Los pecados de sensualidad que tanto daño hacen al alma comienzan, casi siempre, por los sentidos o por la imaginación. Dios ha puesto para guardar la santa pureza dos mandamientos –esto ya nos da una cierta idea de su importancia–, uno que mira al cuerpo y otro que mira al espíritu. En el sexto –No cometerás actos impuros– se nos pide la pureza del cuerpo; y en el noveno, la del espíritu, en la mente y en el corazón, en la voluntad –No consentirás pensamientos ni deseos impuros–.

Algunos piensan que todo lo que se refiere al sexo es rechazado de plano por la doctrina de Jesucristo, pero andan lejos de la verdad, pues esto es absolutamente falso, porque Dios es el autor de la naturaleza humana v, por tanto, de la sexualidad, y ha instituido un sacramento, el Matrimonio, en el que el ejercicio de la sexualidad según la naturaleza se bendice y santifica.

Pero nótese bien que se dice en el matrimonio, porque fuera de él Dios lo reprueba como un mal. De modo que, delante de Dios, pretender quitarle importancia a la impureza diciendo que se trata de cosas naturales, de nada vale. Hay muchas cosas naturales que si no se usan adecuadamente se convierten en un mal por el desorden que suponen y por los daños que acarrean. Piénsese en la muerte o en la enfermedad, que no pueden ser más naturales y sin embargo la ciencia y los hombres nos empeñamos en combatirlas. Lo mismo puede decirse de la energía nuclear y de tantos adelantos de la técnica moderna que pueden utilizarse para el bien o para el mal. La distinción no es cuestión académica sino algo profundamente real que tiene su fundamento en la palabra de Dios y nos indica dónde está el bien y dónde el mal, con tanta claridad que basta acudir a los Mandamientos del Decálogo para disipar las dudas que pudieran surgir.

El ejercicio de la mortificación no lleva consigo la condenación de la carne que el Hijo de Dios se dignó asumir; al contrario, Ia mortificación mira por la «liberación del hombre» que con frecuencia se encuentra, por causa de la concupiscencia, casi encadenado, por Ia parte sensitiva de su ser (Pablo VI, Const. Apost. Poenitemini). Por eso conviene entender bien que la mortificación no tiene como campo exclusivo el terreno de la pureza. Donde quiera que el enemigo pretenda esclavizarnos hemos de presentarle la batalla.

Así, por ejemplo, convendrá mortificar la imaginación para que, por lo menos, no nos haga perder el tiempo. La pereza pretende hacernos abandonar el cumplimiento del deber: una buena mortificación es vencerla. Otro tanto se puede decir de la comida y de la bebida en las que con frecuencia nos dejamos llevar exclusivamente del gusto, sin darnos cuenta que con esa actitud nos olvidamos de Dios que ha de ser el objeto de nuestras preferencias. La Iglesia lo ha entendido siempre así, por eso en su tercer Mandamiento no se limita a aconsejar sino que ordena ayunar y abstenerse de comer carne determinados días del año. Su Santidad Juan Pablo II subraya además que, aunque mitigada desde hace algún tiempo «Ia disciplina penitencial de la Iglesia» no puede abandonarse sin grave daño (Exhort. Apost. sobre Reconciliación y penitencia, n.º 26. Publicada en esta misma Colección en los núms. 394-395) .

Hemos de acostumbrarnos a dominar los sentidos con la mortificación, no sólo para ser personas cabales sino también para amar más a Dios con el que deseamos compartir nuestra vida y con el que esperamos vivir en el Cielo.

LO QUE FALTA A LA PASIÓN DE CRISTO
San Pablo en su Epístola a los Colosenses ha escrito unas palabras que no dejarán de sorprender a más de uno: sufro en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo (Col 1, 24). ¿Es que la obra de la Redención no es completa y perfecta? ¿Es que Cristo no ha pagado sobreabundantemente por todos nosotros con su Encarnación, con su vida de trabajo y con su muerte en la Cruz? ¿Es que no es suficiente tanta solicitud y tanto amor por parte de Dios?

Amó Dios tanto al mundo que no paró hasta dar a su Hijo Unigénito a fin de que todos los que creen en El no perezcan, sino que vivan la vida eterna (Io 3. 6). La muerte de Jesús es nuestra salvación, un tesoro infinito de gracias que nos están esperando; pero convendrá recordar con San Agustín que Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti; es decir, que en la obra de la Redención, el Señor cuenta con la correspondencia personal. Para salvarse hace falta la gracia de Dios y la cooperación del hombre. Por parte de Dios todo está admirablemente dispuesto para vencer al pecado y alcanzar la vida eterna: todo está cumplido (Io 19, 30), y sin embargo por par te del hombre todavía falta algo: nuestra cooperación personal y libre, nuestra mortificación; eso es lo que falta a la Pasión de Cristo.

No nos engañemos con razones más o menos convincentes; el Señor en el Calvario nos muestra la senda de la salvación y de la vida. No existe otro camino; si queremos acompañarle habrá que aprender a renunciar con alegría a determinados bienes sensibles, porque la mortificación cristiana no es la simple moderación en el uso de los bienes temporales que nos hace contemplar el mundo y sus riquezas con frialdad e indiferencia, sino una verdadera participación sobrenatural en la Pasión y en la Muerte de Cristo.

PARTICIPAR EN LA PASIÓN DE CRISTO
El amor a Jesucristo no es una cuestión de sentimientos. Quiere decirse con esto que para participar en su Pasión no basta tener un corazón sensible que se conmueva al meditar los sufrimientos que padeció por nosotros. Si Dios nos ha concedido la gracia de emocionarnos al considerar tanta generosidad por su parte, debemos agradecerlo, pero no deberíamos caer en el error de considerar que con esa compasión o con esas lágrimas ya hemos hecho bastante y estamos participando verdaderamente en su cruz. «Amor con amor se paga ». Pero la certeza del cariño la da el sacrificio. De modo que ¡ánimo niégate y toma su cruz. Entonces estarás seguro de devolverle amor por Amor (J. Escrivá de Balaguer, Vía Crucis, Madrid, Rialp 1981, V Estación, punto l).

La mortificación, la negación de nosotros mismos, pero especialmente el afán de gozar, de no perder ninguna de las oportunidades de disfrutar que la vida nos ofrece, será el medio más directo y eficaz, la forma más segura de acompañar al Señor, de consolarle y de ayudarle a Llevar el peso del madero y a soportar los dolores de la crucifixión.

Si de verdad queremos participar de la Pasión de Cristo, que se dio a sí mismo en rescate por todos (1 Tim 2,6), hemos de estar dispuestos a aceptar la mortificación y a sobrellevar con perseverancia esas pequeñas o grandes cosas que nos hacen sufrir, con el pensamiento puesto en Jesús que padeció por nosotros, dándonos ejemplo pava que sigamos sus pisadas (1 Pet 2, 21).

Para actuar de este modo es preciso mirar las cosas con fe. Solamente la fe nos hace ver que en medio del dolor cabe la alegría. Ha habido santos que sufrieron mucho en esta vida, pero siempre se les veía alegres. La fe nos hace comprender que todo lo que nos ocurre tiene sentido a los ojos de Dios y que nada, absolutamente nada, sucede sin que El lo permita o lo quiera. Por eso, la enfermedad, el dolor en cualquiera de las formas en que pueda presentarse, la contradicción, la muerte misma, para un cristiano, no son más que una muestra del amor que Dios nos tiene y que, de esta manera, nos deja participar de su dulce Cruz y nos bendice con ella, pues como dice Santa Teresa: más se gana en un día con las aflicciones que vienen de Dios o de los hombres, que en diez años de mortificación de elección propia.

LAS CONTRARIEDADES DE LA JORNADA
No faltan almas enamoradas de Dios que están dispuestas a darlo todo por Él. Pero a la mayoría de las personas no les pide el Señor la entrega de su vida de una vez y en un instante, sino en la mortificación constante y generosa en los detalles de cada día.

Tal vez pueda parecer algo sin importancia, pero ahí queda por si puede servir de ejemplo. En una reunión se comentaba la actitud de una persona respecto a otra: una de esas actuaciones que hacen subir la sangre a la cabeza, que la vista se nuble, y que las palabras se agolpen en los labios –supongo que muchos lo entenderán–. Pues bien, el interesado escuchó lo que tenían que decirle y cuando todos esperaban su reacción en un estallido de cólera, se limitó a sonreír y a cambiar el tema de la conversación.

No es fácil llevar con una sonrisa en los labios y sin perder la compostura eso que se ha dado en llamar las contrariedades de la jornada; sucesos en apariencia insignificantes, pero capaces de alterar la pacífica convivencia con los demás: con la familia o con los compañeros de trabajo. Son tantas, a veces, las ocasiones que se nos presentan de perder el buen humor y con él la presencia de Dios, que sería una verdadera pena desperdiciar la oportunidad de ofrecérselas al Señor (cfr. Camino, N.º 173).

La mortificación no consistirá de ordinario en grandes renuncias, que tampoco son frecuentes. Estará compuesta de pequeños vencimientos: sonreír a quien nos importuna, negar al cuerpo caprichos de bienes superfluos, acostumbramos a escuchar a los demás, hacer rendir el tiempo que Dios pone a nuestra disposición… Y tantos detalles más, insignificantes en apariencia, que surgen sin que Ios busquemos –contrariedades, dificultades, sinsabores–, a lo largo de cada día (J. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, Madrid, Rialp 1973, n.º 37).

EN LA VIDA ORDINARIA
Llevemos a nuestra vida ordinaria el espíritu de mortificación que nos invita a ser generosos con Dios, ofreciéndole esas cosas que la mayoría de las personas pasan por alto sin darse cuenta de que en realidad son un tesoro de mortificaciones inesperadas con el que podemos enriquecernos. ¡Cuántos que se dejarían enclavaren una cruz, ante la mirada atónita de millares de espectadores, no saben sufrir cristianamente los alfilerazos de cada día! –Piensa, entonces, qué es Io más heroico (Camino, n.º 204). Las impertinencias, un fracaso profesional, la tarde de paseo que se va al traste, la comida fría o mal condimentada, el cambio de horario debido al desorden o a la arbitrariedad de quién sabe quién, nuestro equipo que está a punto de descender de la división de honor, el niño que ha sacado malas notas, la niña mayor que no da más que quebraderos de cabeza, el botón que se desprende en el momento más inoportuno, las gafas que no aparecen, el autobús que no Llega y nosotros que llegaremos tarde por su culpa, los propios errores o los de los demás, y tantos y tantos imponderables que nos brindan la ocasión de tener algo que ofrecer con paciencia y alegría, al no desperdiciar esas pequeñas cosas que se ponen delante de nosotros dispuestas a amargarnos el día.

Es cuestión de empezar y de seguir, que aunque se trate de cosas pequeñas, su valor estará en hacerlas con amor. Hacedlo todo por Amor. –Así no hay cosas pequeñas: todo es grande.– La perseverancia en las cosas pequeñas, por Amor, es heroísmo (Ibídem, N.º 813). Mucho amor de Dios supone la aceptación incondicional de esas dificultades en las que de alguna manera se manifiesta la divina Voluntad. Recordemos que la prueba de ese amor está en la alegría, en esa alegría que cuando falta hace que se pierda parte del mérito que tienen las buenas obras. Es el mismo Jesús quien nos lo dice: Cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu cara, para que los hombres no conozcan que ayunas, sino únicamente tu Padre que está presente a todo (Mt 6, 9).
Los sufrimientos de la vida no hay que sobrellevarlos de mala manera, sino como algo que nos viene del Señor, que puede servirnos para desagraviarle por nuestros pecados y, además, con el convencimiento de que si se hace así estamos realmente participando de su Pasión . Quizá no nos habíamos percatado de que podemos unir a su sacrificio reparador nuestras pequeñas renuncias: por nuestros pecados, por los pecados de los hombres en todas las épocas, por esa labor malvada de Lucifer que continúa oponiendo a Dios su non serviam! ¿Cómo nos atreveremos a clamar sin hipocresía: Señor, me duelen las ofensas que hieren tu Corazón amabilísimo, si no nos decidimos a privarnos de una nimiedad o a ofrecer un sacrificio minúsculo en alabanza de su Amor? (J. Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, Madrid, Rialp 1977, N.º 140).

LA MORTIFICACIÓN VOLUNTARIA
Mucho podemos ganar con las contrariedades que la vida lleva consigo, pero esto no dejará de ser una bonita teoría, que no tendrá efecto en la realidad si no nos ejercitamos en la mortificación voluntaria.

La llamamos así porque no se trata de aceptar las dificultades que salen al paso, sino más bien de salirles al encuentro, buscando la ocasión de ofrecerle algo al Señor. Con esta práctica, además, nos disponemos de buen grado a aceptar cuanto nos viene de su parte a lo largo de la jornada.

Si de verdad tenemos interés en la práctica de estas mortificaciones, bastará abrir los ojos y mirar. Es suficiente recorrer el día y fijarse en algunos detalles entresacando los que nos puedan resultar de mayor interés (cfr. Camino, cap. Mortificación).

Levantarnos a la hora fijada, ser puntuales en el cumplimiento de nuestros deberes, cuidar los pequeños detalles en cualquier actividad que desempeñemos, hacer con intensidad el trabajo –con horas de sesenta minutos y minutos de sesenta segundos–, practicar la caridad y la delicadeza en la vida de familia y en el trato con los demás, vencer la pereza que nos invita a dejar las cosas para después o para mañana, hacer con amor las prácticas de piedad que forman parte de nuestra vida espiritual y no omitirlas sin verdadera causa, cuidar la ropa, tener siempre ordenada la habitación y el armario, dejar las cosas en su sitio, hacer una pequeña mortificación en las comidas, y mil y mil detalles más que cada uno sabrá descubrir de acuerdo con su interés y con su amor a Dios.

De entre estas cosas u otras parecidas, que sin duda podremos encontrar, se seleccionan unas cuantas y se toma buena nota de ellas para practicarlas diariamente. Si no lo hacemos así, a diario, será lo normal que pronto caigan en el olvido. Nos pasaría lo mismo que a los que han de seguir un régimen de comidas; toda la eficacia depende de la constancia que hace que se acumulen los esfuerzos cotidianos hasta que se consigue el resultado apetecido.

En nuestro caso será crear el hábito de pequeñas renuncias que purifican el alma y nos acercan a Jesús, porque estas pequeñas molestias sufridas y abrazadas con amor, son agradabilísimas a la divina Bondad, que por sólo un vaso de agua ha prometido a sus fieles el mar inagotable de una bienaventuranza cumplida (San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 35).

LA IMITACIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
La meta de la vida cristiana consiste en parecernos cada vez más a Jesucristo. San Juan Bautista expresa con claridad el programa que debemos desarrollar cuando dice: conviene que El crezca y que yo mengüe (Io 3, 30). No se trata de destruir la propia personalidad, que eso no lo quiere Dios, sino de desarraigar con la mortificación aquellas cosas que no nos permiten alcanzar el desarrollo que como hombres y como cristianos nos corresponde.

La mayor dificultad para alcanzar esta meta, contra lo que se podría pensar, no está en la pereza o en la comodidad o en la sensualidad, sino en la soberbia. El demonio se empeña en convencernos que ésta consiste exclusivamente en algo externo, en las actitudes frente a los demás, en el mal genio o en el mal talante con que se les trata, y hará lo posible y lo imposible para que no nos demos cuenta de que el mal está dentro de nosotros, en el fondo del corazón.
Se habla de las soberbias de quienes fría e intelectualmente niegan la existencia de Dios, pero son pocos los que actúan de ese modo tan cerebral y sin sentido y sin razón. La soberbia a la que nos referimos no es de ese tipo y por eso resulta más difícil de reconocer. Consiste en que poco a poco Dios queda desplazado de nuestra vida. El propio yo se adueña de todo lo que queda a su alcance: pensamos, trabajamos, nos divertimos y amamos como si Dios no existiera y así Llega un momento en el que no cuenta para nada o para casi nada en nuestra vida. De este modo queda marginado y el hombre se erige en dueño y señor de todos sus actos: la soberbia en este caso es perfecta. Yo soy Dios, y me quiero y me amo y me adoro por encima de todas las cosas. ¿No es eso la soberbia?

Esta actitud generalmente procede de un exceso de confianza en los propios criterios que suelen tomarse como norma de conducta que Llevan al soberbio a creer que siempre tiene razón y difícilmente admitirá la posibilidad o la realidad de los errores y pecados personales porque encontrará una razón que le justifique y le permita seguir actuando de la misma manera. Casi sin darse cuenta juzga de lo divino y de lo humano. Todo lo pone en tela de juicio, y ya pueden hablar el Papa o los Obispos, que sus enseñanzas pasarán por el tamiz del criterio del soberbio. Con el pretexto de no poder aceptar lo que no entiende hará de ellas su propia interpretación, olvidando que para ser fieles a Jesucristo no hace falta tanto talento –el talento en estas cuestiones lo pone Dios con la asistencia del Espíritu Santo a la Iglesia–, sino un poco más de humildad en la inteligencia para aceptar como niños lo que nos viene de Dios a través del Magisterio Eclesiástico: en verdad os digo que si no os volvéis y os hacéis semejantes a los niños no entraréis en el reino de los cielos (Mt 18, 3).

Debemos examinar la conciencia para descubrir si la seguridad que mostramos en criterios de fe y de moral proceden más de los propios juicios que de las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia, porque en semejante caso habrá que combatir esa soberbia como el peor de los males.

No desaproveches la ocasión de rendir tu propio juicio. –Cuesta…, pero ¡qué agradable es a los ojos de Dios! (Camino, n.º 177). Hemos de aprender a mortificar la inteligencia; no se trata de negarla, sino de mortificarla. La vida ordinaria nos presenta la ocasión de hacerlo en los distintos campos de la actividad humana. El primero de todos aceptando de buen grado cuanto nos viene de Dios a través de la Iglesia; ahí no caben opiniones sino la humilde aceptación de la doctrina. En el terreno profesional, en el familiar, en los estudios, y donde quiera que tengamos que relacionarnos con alguien que desempeñe el cargo de superior –y siempre que no se trate de algo que suponga ofensa a Dios–, podemos y debemos aceptar lo que nos venga de él sin chistar, sin murmurar y sin dejarnos Llevar del espíritu crítico que tan afilado suele mostrarse en estas situaciones. Se trata de una buena mortificación de la inteligencia y de un bonito esfuerzo de la voluntad por parecernos también en estas cosas a Jesucristo, que se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz (Phil 2, 8) y así por lo menos en eso habremos empezado a imitarle que es la única manera de llegar a parecerse a Él.


Francisco Luca de Tena

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