¿Acaso
no llama la atención que en una nación donde la Iglesia ha tenido un papel
histórico tan influyente, lo intelectualmente cristiano tenga tan escasa
repercusión? No se trata de buscar culpabilidades en otros, sino más bien de indagar
acerca de cuáles han podido ser las fragilidades propias.
Parece claro que la actual
situación del catolicismo en su dimensión cultural requiere a estas alturas de
una seria reflexión sobre lo sucedido en la época inmediatamente anterior a la
nuestra, particularmente por lo que se refiere al caso español. Modificadas las
mentalidades a partir de constantes mensajes promovidos desde espacios en
muchos casos hostiles a la Iglesia; consolidados muchos comportamientos a
partir de dichas tendencias y, finalmente, llevados a la legislación estos
criterios, no será superflua una reflexión acerca de las causas de todo ello.
En efecto, los dos últimos siglos
han venido a generar y a consolidar corrientes basadas en antropologías
diferentes de la cristiana, y en visiones acerca de la sociedad completamente
ajenas de las expresadas por la Iglesia. Y en su mayoría han venido a modelar
con éxito una sociedad cada vez más distante del cristianismo. Lo que siempre
tiene consecuencias. Ramiro de Maeztu, horrorizado ante los incendios de
iglesias en mayo de 1931, veía la explicación en la brecha existente entre la
mayoría de los intelectuales y la Iglesia.
Por supuesto el caso español no
es único, pero, ¿acaso no llama la atención que en una nación donde la Iglesia
ha tenido un papel histórico tan influyente, lo intelectualmente cristiano
tenga tan escasa repercusión? ¿No resulta chocante que dada la masa de antiguos
alumnos de colegios religiosos, sus comportamientos no sean muy distintos de
aquellos de otros orígenes? ¿O que incluso en algunos aspectos haya ido en
España incluso más allá que otros países de fundamentos menos confesionales?
¿Ha tenido en verdad lo intelectualmente cristiano la repercusión cualitativa
que podía esperarse de su masa cuantitativa? Porque no se trata de buscar
culpabilidades en otros, sino más bien de indagar acerca de cuáles han podido
ser las fragilidades propias.
IRRELEVANCIA
SOCIAL
Sin duda, buena parte de tales
fragilidades procedían del atraso general de un país que hasta casi la mitad del
siglo XX ofrecía unas cifras de analfabetismo que no admitían comparación
posible con el entorno europeo. Signo de un atraso económico, social y cultural
que a todos afectaba, ya fueran católicos o no. Y a estos en muchos casos de
forma más llamativa. Ese era el lamentable paisaje de fondo que, de no
reconocerse, no permite sino análisis desenfocados.
Se trataba por tanto de un
problema generalizado, lo mismo que el secular ensimismamiento de España. Pero
además había motivaciones propias, de apego a lo rutinario, de falta de
capacidad de renovación, de autosatisfacción con lo mediano, que impedían la
salida adelante de un país que, por lo menos hasta finales del XIX y principios
del XX, parecía en muchos casos destinado a no insertarse nunca en un entorno
no solo próspero en lo material, sino activo en lo intelectual. Problema de
todos, pero también del catolicismo español. Con un grave déficit en su
compromiso con lo social, por ejemplo, y con una situación de cada vez menor
influencia de su espacio intelectual frente a corrientes secularistas que,
hasta la guerra civil, tuvieron capacidad casi absoluta para regular los
espacios docentes y académicos.
El final de la guerra civil vino
a generar una situación distinta. Ahora un estado confesional apoyaba a la
Iglesia. La legislación cambiaba de sentido y las antiguas hostilidades no
podían manifestarse públicamente. Pero precisamente ahora aparecía el nuevo y
verdadero desafío para la Iglesia, para la evangelización y para la cultura.
Ese era el reto. Para lo que hubo respuestas de diverso grado de efectividad.
Es bien sabido que entonces la Iglesia recuperó muchos espacios sociales, pero,
¿qué sucedió en los espacios de la cultura? Si analizamos el conjunto de
personalidades académicas y el número de publicaciones, la presencia de lo
católico en ese espacio no resultó tampoco en modo alguno desdeñable.
Ahora bien, ya desde los inicios
de los años 60 era perceptible una notable y creciente influencia ajena a lo
propiamente cristiano. Desde entonces hasta hoy el proceso no ha hecho sino
crecer, hasta quedar lo culturalmente cristiano en posición irrelevante en
términos de iniciativas que hayan tenido una incidencia real en la sociedad.
Reproduciéndose así la misma situación de antaño: un grupo social cuantitativamente
relevante se halla de nuevo en situación de incapacidad de generar los
imprescindibles criterios culturales que permitan influir en la política y la
legislación.
En definitiva, los patrones
culturales desde los que se determinan las corrientes académicas dominantes,
los criterios de los medios de comunicación, los idearios políticos y
–resultado de todo ello– la legislación, vienen de otros espacios. Lo que no
significa que las cosas no puedan cambiarse, ni que lo católico esté por fuerza
vinculado a la falta de capacidad de liderazgo intelectual. En modo alguno.
Recursos no faltan.
Antonio
Martín Puerta
Director del Instituto CEU de Humanidades Ángel Ayala
Director del Instituto CEU de Humanidades Ángel Ayala
Alejandro
Rodríguez de la Peña
Profesor de Historia de la Universidad CEU San Pablo
Profesor de Historia de la Universidad CEU San Pablo
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