Etiquetas artificiales enmascaran un hecho: las dos
orientaciones se apoyan en posiciones condenadas desde hace mucho tiempo por la
Iglesia.
Tanto la llamada “izquierda” como la llamada
“derecha” tienen la pésima y deshonesta costumbre de adueñarse de la doctrina
de la Iglesia, predicando, por su cuenta, que ellos mismos, como
“izquierdistas” o “derechistas” son los verdaderos fieles católicos – e
instrumentalizando a la Iglesia como si fuera un espejo “más o menos
espiritualizado” de una ideología “socio-política-económica” (y como si fuera
más herético cuestionar esa ideología que reducir la persona de Cristo a un
icono al servicio de un “bloque” u otro).
Con el empeoramiento del cuadro crónico en que se
lleva a cabo esta interpretación esdrújula, manipuladora e interesada de la
doctrina de la Iglesia como simple respaldo de preferencias
“socio-político-económicas” particulares, traemos a discusión este texto de
Mark Gordon que puede servir como estímulo para la reflexión.
—
A lo largo de las últimas décadas, la política de los Estados Unidos se
ha dividido, aparentemente, en dos campos opuestos e irreconciliables: los “liberales” y los “conservadores”
(ndr: esos términos equivalen, en el espectro latinoamericano, a los
clichés genéricos “izquierdistas” y “derechistas”, respectivamente).
En la estera exitosa “estrategia del Sur”, de
Richard Nixon, esa división imaginaria se incorporó a las identidades y al
autoentendimiento de dos principales partidos del país, con los Demócratas
representando el “liberalismo” (o la “izquierda”, como se diría en AL y en otros países
de habla hispana) y los Republicanos o “conservadurismo”
(o la “derecha”).
Este modelo binario es
impuesto incluso en las interpretaciones sobre el Papa, con algunos “conservadores” acusando a Francisco de “liberal” y algunos “liberales” garantizando
que ellos están en lo correcto.
Desde un punto de vista católico, esa división es artificial y está basada en una deformación, a veces
deliberada, a veces inocente, de lo que el liberalismo es de hecho y, por
extensión, de quién es y de quién no es liberal. El caso es que, en
Estados Unidos, hay dos partidos liberales dominantes.
El Partido Republicano, lejos de ser conservador, adopta, en realidad,
lo que podríamos llamar “liberalismo de derecha”, conocido
también como liberalismo clásico: un
liberalismo esencialmente político y económico.
Pero el Partido Demócrata sigue el patrón de “liberalismo
de izquierda”, que podríamos llamar de liberalismo moderno, preponderantemente social y cultural.
La divergencia de estos dos liberalismos sobre cuestiones específicas
enmascara sus raíces comunes y sus visiones del mundo que se refuerzan
mutuamente.
En su carta apostólica Octogesima Adveniens, el papa Pablo VI
escribió: “en su raíz misma el liberalismo
filosófico es una afirmación errónea de la autonomía del ser individual en su
actividad, sus motivaciones, el ejercicio de su libertad”.
Para oídos modernos, tales palabras del pontífice pueden parecer una
condenación del liberalismo socio-cultural, con su retórica libertina que
golpea las teclas de la “elección”, de los “derechos” y de la “autonomía”.
En realidad, el Papa estaba discutiendo el liberalismo
político-económico, que enseñó al mundo entero a implantar el lenguaje del
individualismo y, a través del mismo, comunicar un punto de vista antropológico
en fundamental desacuerdo con la concepción católica del hombre y la sociedad.
En su libro Holocaust of the Childlike, el
escritor Daniel Schwindt resume con claridad la afinidad retórica entre los dos
liberalismos: “Estamos en
una situación en la que no queda más que ser filisteos y fariseos. Uno
dice ‘El cuerpo es mío, déjenme en paz’ mientra el otro dice ‘El dinero es mío,
déjenme en paz’. Las dos mentalidades se pueden resumir en la misma filosofía
del ‘es mío, y, finalmente, las dos son adeptas del liberalismo, creyendo
devotamente que el bien supremo reside en la libertad individual de hacer lo
que se entiende como bien, involucrando el propio cuerpo o la propia
economía”.
El origen del liberalismo es
fácil de identificar. Es un movimiento moderno, que surgió a partir del Iluminismo del siglo
XVII. Fundamentalmente, el Iluminismo fue un movimiento de ideas caracterizadas
por un rechazo, a veces explícito y fuerte, a veces no tanto, de la civilización
cristiana que lo precedió, especialmente de la autoridad espiritual y temporal
de la Iglesia católica.
Como expresión de ese rechazo, los filósofos del Iluminismo buscaron
formular una base racional para la ética y la moralidad, incluyendo en ello al
gobierno de las sociedades humanas. Su enemigo era la tradición, principalmente
lo que ellos tachaban de “supersticiones” de
la Iglesia.
Mientras que la virtud fue la principal preocupación de la filosofía
desde el periodo clásico y durante toda la Edad Media, el Iluminismo hizo de la
libertad, en especial la “libertad de la mente”, su
preocupación central.
El propio liberalismo tuvo muchos padres, pero David Hume, Thomas
Hobbes, John Locke y Jean Jacques Rousseau son sus fundadores más frecuentemente
citados. De todos ellos, Locke fue la inspiración más importante para los
fundadores de los Estados Unidos, la primera república liberal del mundo.
Siguiendo a Hobbes, Locke creía que el hombre, en su “estado natural”, es un sujeto solitario
furiosamente egoísta, lo que provoca, inevitablemente, la supremacía del más
fuerte sobre el más débil, limitando así la libertad de la mayoría.
Locke creía que la mayoría, formada por los débiles, había creado
a los gobiernos para contener a los fuertes y reafirmar la libertad como
derecho natural de todos. Sus ideas sobre la sociedad civil, la separación de
los poderes y la tolerancia religiosa pretendían crear una sociedad racional,
en que la libertad fuera maximizada y limitara las agresiones de los poderosos.
Pero, como C. B. MacPherson demostró en su libro de 1962, La Teoría Política del Individualismo Posesivo: de Hobbes
a Locke, la noción de libertad de Locke era mecánica, relativista y
caracterizada por el “individualismo posesivo”, que
para MacPherson, indicaba lo individual como la posesión de sí mismo. Mientras
que el sacerdote John Donne escribió que “ningún
hombre es una isla / cada hombre es un pedazo de continente / una parte de lo
fundamental”, Locke decía que cada hombre es, sí, una isla, y que el
propósito del Estado es garantizar la alegre independencia de cada hombre
frente a los demás.
De acuerdo con MacPherson, Locke entendía la libertad como “ser libre de las voluntades de los otros”, de la
dependencia de los otros y las obligaciones hacia la sociedad.
“Si lo que vuelve a un hombre un ser humano es ser
libre de las voluntades de los demás”, escribió MacPherson, “entonces la libertad
de cada individuo sólo puede ser legítimamente limitada por las obligaciones y
reglas necesarias para garantizar las mismas libertades hacia los otros”.
Este es el centro tanto del liberalismo político-económico de la derecha
como del libertinaje socio-moral de la izquierda. Esta es la base tanto para
una reforma del capitalismo que sacude a la sociedad de sus bases morales
tradicionales cuanto para la aventura moral que “descubre”
infinitos nuevos “derechos” sexuales
y sociales. Esta es la fuente de la indiferencia religiosa y el secularismo.
Esta es el pilar del consumismo y la comercialización de las personas
humanas y las relaciones.
Se considera, y aún se presupone hoy en muchos lugares, que el
liberalismo político y económico no ejercería ningún efecto sobre el carácter
social y moral de un pueblo, a no ser, en todo caso, algún efecto de “refuerzo positivo”.
Esta fue, ciertamente, la convicción del sacerdote John Courtney Murray,
el teólogo jesuita del siglo XX que hoy es un héroe tanto para los liberales de
derecha, como George Weigel, como para los liberales de izquierda, como James
Carroll.
El sacerdote Murray es considerado con frecuencia como el inspirador de
la Declaración del Concilio Vaticano II sobre la Libertad Religiosa, la Dignitatis
Humanae, en la que la Iglesia adoptó una concepción claramente americana de
libertad religiosa. Menos conocido es el papel del sacerdote Murray como
inspirador de otro “concilio”, conocido como
“el Cónclave de Hyannisport”, de 1964. La
escritora Anne Hendershott describe el escenario: “En una reunión en el complejo de los Kennedy en
Hyannisport, Massachusetts, en un día cálido de verano de 1964, la familia
Kennedy y sus asesores y aliados recibieron un coaching de los
principales teólogos y profesores universitarios católicos sobre la manera de
aceptar y promover el aborto ‘de consciencia tranquila’.
El ex sacerdote jesuita y ex profesor de ética en
la Universidad de Washington, Albert Jonsen, recuerda la reunión en su libro El
Nacimiento de la Bioética (Oxford, 2003). Él describe el encuentro que
reunió a los reverendos Joseph Fuch, teólogo moral católico, Robert Drinan,
entonces rector del Boston College Law School, y tres teólogos
académicos, Giles Milhaven, Richard McCormick y Charles Curran, para orientar a
la familia Kennedy a redefinir el apoyo al aborto.
Jonsen escribe que las conversaciones en
Hyannisport fueron influenciadas por la posición de otro jesuita, el sacerdote
John Courtney Murray, posición que ‘distinguía entre los aspectos morales de
una cuestión y la posibilidad de aprobar una legislación sobre esa misma
cuestión’. Se llegó al consenso, en el
‘Cónclave’ de Hyannisport, que los políticos católicos ‘pueden tolerar una
legislación que permite el aborto en determinadas circunstancias, como en el
caso en que los esfuerzos políticos para reprimir ese error moral puedan causar
mayores riesgos para la paz y para el orden social’”.
El propio sacerdote John concretó lo que podríamos llamar el “Principio de Murray” en un memorándum de 1965
enviado al cardenal Spellman, de Boston. Spellman había pedido a Murray un
parecer sobre la despenalización de la anticoncepción, que estaba siendo
propuesta en el Estado de Massachusetts.
En el memo, Murray escribió: “No es función
del derecho civil imponer todo lo que es moralmente correcto ni prohibir todo
lo que es moralmente incorrecto. En razón de su naturaleza y finalidad, como
instrumento del orden en la sociedad, el propósito del derecho se limita a la
manutención y la protección de la moralidad en la esfera pública. Las
cuestiones de moral privada sobrepasan el objetivo del derecho: éstas deben
dejarse al ámbito de la consciencia personal”.
Este mismo argumento ha sido usado a lo largo de los últimos cuarenta
años en relación a todo, desde la pornografía hasta el matrimonio entre
personas del mismo sexo, pasando, está claro, por el aborto.
Podemos pensar, a este respecto, en el siguiente hecho: Murray, que
se horrorizaba con el aborto y se sorprendería con la idea del matrimonio
homosexual, parece que nunca consideró que sus presupuestos antropológicos
incorporados en el liberalismo político-económico y concretizados en
dispositivos constitucionales estadounidenses como la Primera Enmienda
acabarían permeando la vida social y moral de los Estados Unidos (para
profundizar en el asunto, te recomiendo el ensayo del editor de la Communio,
David Schindler, Religious Truth, American Freedom, and Liberalism: Another
Look at John Courtney Murray).
Resulta, sin embargo, que después de dos siglos, las propiedades del liberalismo clásico, muy sutil, pero implacablemente
corrosivas, hicieron su daño.
La definición de libertad propuesta por Locke como “ser libre de las voluntades de los otros” se
transformó en ser libre del bien común, de la ley natural, de las enseñanzas de
la Iglesia y hasta incluso de las obligaciones de una madre hacia su propio
hijo.
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