Porque Tú antes has venido a nuestro encuentro, porque quieres caminar a nuestro lado.
Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
Son incontables los caminos que nos acercan a
Cristo. Muchos están reflejados en el Evangelio, con sus escenas sencillas de
encuentros decisivos.
Unos van a Cristo llevados por la curiosidad. Desean saber qué dice y qué hace este personaje venido de un poblado casi desconocido de Galilea.
Otros van a Jesús deslumbrados por su fama, tal vez con el deseo de pedir un milagro. Gritan, suplican, lloran, se ponen a los pies del Maestro. No dejan de insistir hasta que no consigan una curación, un milagro, un cambio profundo en sus vidas.
Otros desean ser saciados, recibir una ayuda material. Como las multitudes después de la multiplicación de los panes. Quieren tener lo suficiente, ser librados de la miseria, quizá incluso alcanzar la independencia política y social de los invasores romanos.
Otros van a Jesús como enemigos. Le tienden mil trampas, le acosan con preguntas, buscan cuál pueda ser su punto débil. Traman incluso escándalos o calumnias para acusarle. Viven envueltos en una ceguera mezquina: se fijan en todo menos en el Misterio de Amor y de Misericordia que Cristo trae con sus palabras y sus obras.
Algunos son puestos al lado del Señor casi por la fuerza, desde los mil dramas de la vida. Como aquella adúltera sorprendida en su pecado. Como aquel ladrón que fue crucificado al lado de un débil y humilde Rey de los judíos.
No faltan quienes llegan junto a Cristo sin saberlo, por esas “coincidencias” que parecen sin sentido y que cambian corazones y existencias. Como la samaritana, que busca un poco de agua y se cruza con el Nazareno. El vuelco de su vida es como el vuelco de tantos hombres y mujeres que, sin haberlo programado, un día vieron al Maestro.
También los niños se acercan a Jesús. Llevados por sus padres, o con esa inocencia que les hace sentirse felices al estar con Alguien grande y bueno. Se dejan bendecir, escuchan absorbidos sus parábolas, mientras el viento juega con la orla del manto de Cristo y algún niño observa atento cómo una golondrina viene y va entre los olivos.
Hoy también, después de 2000 años, nos acercamos a Ti, Señor. Quizá con el corazón sucio, como un publicano que se golpea el pecho en la parte última del templo. Quizá, no lo permitas, como el fariseo que se considera perfecto y digno de los primeros puestos. Quizá como un hombre débil, necesitado de esperanza, de amor, de consuelo.
Nos acercamos a Ti, porque Tú antes has venido a nuestro encuentro. Porque quieres caminar a nuestro lado, repartirnos tu Cuerpo, hablarnos con sencillez de cosas grandes, revelar el mucho Amor que nos tiene el Padre tuyo que es también el Padre nuestro...
Unos van a Cristo llevados por la curiosidad. Desean saber qué dice y qué hace este personaje venido de un poblado casi desconocido de Galilea.
Otros van a Jesús deslumbrados por su fama, tal vez con el deseo de pedir un milagro. Gritan, suplican, lloran, se ponen a los pies del Maestro. No dejan de insistir hasta que no consigan una curación, un milagro, un cambio profundo en sus vidas.
Otros desean ser saciados, recibir una ayuda material. Como las multitudes después de la multiplicación de los panes. Quieren tener lo suficiente, ser librados de la miseria, quizá incluso alcanzar la independencia política y social de los invasores romanos.
Otros van a Jesús como enemigos. Le tienden mil trampas, le acosan con preguntas, buscan cuál pueda ser su punto débil. Traman incluso escándalos o calumnias para acusarle. Viven envueltos en una ceguera mezquina: se fijan en todo menos en el Misterio de Amor y de Misericordia que Cristo trae con sus palabras y sus obras.
Algunos son puestos al lado del Señor casi por la fuerza, desde los mil dramas de la vida. Como aquella adúltera sorprendida en su pecado. Como aquel ladrón que fue crucificado al lado de un débil y humilde Rey de los judíos.
No faltan quienes llegan junto a Cristo sin saberlo, por esas “coincidencias” que parecen sin sentido y que cambian corazones y existencias. Como la samaritana, que busca un poco de agua y se cruza con el Nazareno. El vuelco de su vida es como el vuelco de tantos hombres y mujeres que, sin haberlo programado, un día vieron al Maestro.
También los niños se acercan a Jesús. Llevados por sus padres, o con esa inocencia que les hace sentirse felices al estar con Alguien grande y bueno. Se dejan bendecir, escuchan absorbidos sus parábolas, mientras el viento juega con la orla del manto de Cristo y algún niño observa atento cómo una golondrina viene y va entre los olivos.
Hoy también, después de 2000 años, nos acercamos a Ti, Señor. Quizá con el corazón sucio, como un publicano que se golpea el pecho en la parte última del templo. Quizá, no lo permitas, como el fariseo que se considera perfecto y digno de los primeros puestos. Quizá como un hombre débil, necesitado de esperanza, de amor, de consuelo.
Nos acercamos a Ti, porque Tú antes has venido a nuestro encuentro. Porque quieres caminar a nuestro lado, repartirnos tu Cuerpo, hablarnos con sencillez de cosas grandes, revelar el mucho Amor que nos tiene el Padre tuyo que es también el Padre nuestro...
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