jueves, 6 de octubre de 2016

YA ES TODA UNA MUJERCITA, PERO TODAVÍA PUEDO RECORDAR CUANDO…


Ya es toda una mujercita, pero todavía puedo recordar cuando la mayor de mis hijas aún era una pequeñaja tumbada en la cama más diminuta de la habitación más pequeñita de nuestra pequeña casa en Falls Church, Virginia.

Les había contado un cuento, a ella y a su hermana, y les había dado un beso de buenas noches cuando, con medio cuerpo fuera de la habitación, me lo preguntó:
“Papá, le hablo a Dios, pero ¿cómo es que nunca me contesta?”.

Pude sentir todo el peso de aquel momento. Ahí estaba yo entrando en la fase crucial de mi paternidad. Estaba siendo llamado a guiar espiritualmente a esta joven alma a través de la confusión de la vida.

Su pregunta era una duda que yo mismo había afrontado también, pero nunca había tenido que explicársela a alguien con 6 años. Respiré hondo y empecé.

Primero intenté con lo siguiente: “Yo estoy mucho tiempo contigo sin hablar. Pues Él también”.
Quería explicarle que la intimidad no se centra en la conversación, sino en la presencia. Sabemos que es así porque la soledad no delata una falta de palabras, sino una falta de presencia.

Todavía recuerdo una pesadilla que tuve de niño, de la que desperté paralizado de terror y me quedé despierto escudriñando la oscuridad de mi cuarto. Entonces escuché a mi padre toser desde su habitación y el miedo desapareció de inmediato. Únicamente con saber que estaba ahí, su mera presencia, lo cambió todo.

Estar en una casa vacía es totalmente diferente de estar en una casa con alguien, quien sea, dentro. La presencia lo cambia todo.

Si las palabras lo cambiaran todo, Facebook nos haría felices; pero no lo hace. Si las palabras definieran nuestra interacción, cuando contaras a alguien que fuiste a una audiencia general con el Papa, te preguntarían: “¿Y qué dijo?”. Pero no, en realidad te preguntan “¿Cómo de cerca estuviste?”.

Por este mismo principio, Sola Scriptura no es suficiente; necesitas Su Presencia Real en los Sacramentos.

La presencia silenciosa de Jesús siempre ha sido lo mejor de Él. Si clasificaras en categorías todo el arte cristiano del mundo, la categoría más llena sería la de representaciones de Jesús de niño en los brazos de su madre, cuando aún no podía hablar, y muerto en la cruz, cuando ya no podía hablar.

Le conté todo esto a mi hija. Por su expresión, no parecía convencida.

Así que luego dije: “Aunque Él también nos habla mucho. En la Biblia y en misa”.

A veces escuchamos las palabras de Jesús en nuestro corazón, pero normalmente las leemos en las Escrituras; las palabras específicas que inspiró para que nosotros las escucháramos.

Y no simples palabras, sino palabras hermosas, sucintas. Palabras para todas las ocasiones. Palabras que responden a cualquier anhelo. Palabras que sorprenden y nos desafían. Palabras cargadas con el poder del Espíritu Santo. Palabras para que cada uno de nosotros reflexione en soledad y palabras para que todos nosotros comprendamos juntos.

Nuestras comunicaciones más valiosas de otras personas a menudo son palabras especiales que dejaron para nosotros: una carta de amor; una nota de ánimo de unos padres; fragmentos de ideas escritos por algún abuelo en su escritorio antes de su muerte. Jesús nos dejó muchísimo más con Su Palabra.

El semblante de mi hija no evolucionó, así que continué: “¡Y claro que nos habla!”, dije. “Nos habla a través de miles de voces”.

Están las voces certificadas del Catecismo y los concilios y las encíclicas. Luego están las lecturas espirituales de Sus amigos especiales, los santos. Pero también hay mucho más.

Imagina que toda nuestra familia dependiera de una comunicación individual para llegar hasta el abuelo buscando información y consejo para cada uno, de uno en uno. Sería un poco absurdo. No funcionaría.

O imagina una empresa en la que todas las comunicaciones tuvieran que llegar directamente hasta mí a través de un jefe máximo. Sería ineficiente y dictatorial e inhumano. Dios no es tonto ni ineficiente ni dictatorial ni inhumano.

Él nos habla a través de toda una comunidad organizada, informada y en sintonía con Su amor, una comunidad capaz de transmitir más allá de las barreras comunicativas, como los apóstoles en Pentecostés.

Pero mi pequeña parecía más bien preocupada ante mi apasionada vehemencia —que a estas alturas ya había atraído a mi esposa a la habitación—.

Y menos mal que vino. Mientras yo me esforzaba en ser el padre sabio, ella ya dominaba fácilmente la sabiduría práctica de la maternidad, percibió el deseo de comunicación del corazoncito de una niña y supo al instante la profundidad exacta de su comprensión, por lo que acertó de lleno en el meollo de la cuestión.

Mi mujer dijo: “Tom, sólo te está picando para poder quedarse más rato despierta. Cecilia, ya has tenido bastante. Hora de dormir”.


Y mientras cerraba la puerta detrás de mí, escuché las risitas de Cecilia.

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