viernes, 26 de agosto de 2016

CÓMO ACTUABA JESÚS ANTE EL PECADO Y LOS PECADORES


Jesús se acerca al pecador, pero no admite la falta cometida, invita siempre al pecador a la conversión.

Por: P. Antonio Rivero, L.C. | Fuente: Libro Jesucristo.

Si para alguien ha venido Jesucristo ha sido para los pecadores, para todos nosotros que sentimos los arañazos de nuestra naturaleza humana, herida por el pecado original. Canta la liturgia de la Vigilia Pascual: "¡Feliz la culpa, que nos mereció tan noble y tan gran Redentor!". Jesucristo, sí, odió el pecado, pero buscó y amó con gran misericordia al pecador, porque vino a salvar lo que estaba perdido. Nadie debe sentirse excluido de su Corazón misericordioso.

Jesucristo vino a salvar a los pecadores. Esa fue la misión encomendada por el Padre desde el momento de la Encarnación. El eje central de su vida fue la lucha contra el mal radical, el pecado, que es lo único que nos aleja de Dios y nos impide la comunión con Él. Nadie mejor que Jesús ha comprendido la maldad del pecado en cuanto ofensa a la grandeza y al amor de Dios.

Jesús y los pecadores.

¿Cuál es la postura de Jesús ante el mal moral, ante el pecado y ante los pecadores?

Jesús-pecado: he aquí dos palabras opuestas, contradictorias. Más opuestas que lo blanco y lo negro, que la paz y la violencia, que la vida y la muerte. El pecado es el reverso de la idea de Dios. Dios es la fuerza; el pecado es, no otra fuerza, sino la debilidad. Dios es la unidad, el pecado es la dispersión. Dios es la alianza, el pecado es la ruptura. Dios es la profundidad, el pecado la frivolidad. Dios lo eterno, el pecado la venta a lo provisional y fugitivo.

Y, sin embargo, el pecado es algo fundamental en la vida de Jesús. Probablemente no se hubiera hecho hombre de no ser por el pecado, pues la lucha contra el mal, que obstaculiza la llegada del Reino, constituyó una tarera centra en su vida terrena. Jesús no tuvo pecado alguno. Y, sin embargo, nadie como él entendió la gravedad del pecado, porque al ser Hijo del Padre podía medir lo que es una ofensa a su amor.

Por eso, conozcamos cuál fue la postura de Jesús ante el pecado y los pecadores, saber qué entendió por pecado, cuáles valoraba como más graves y peligrosos, cómo trataba de hacer salir de él a cuantos pecadores encontraba en su camino.

Comencemos por decir que en el mundo bíblico el pecado no fue nunca la violación de un tabú, como era típico de las tribus primitivas. La predicación de los profetas conducirá a los judíos hacia una visión del pecado como algo que vicia radicalmente la personalidad humana, ya que implica una desobediencia, una insubordinación en la que intervienen inteligencia y voluntad del hombre, contra el mismo Dios personal y no contra un simple fatum abstracto.

Las mismas palabras hebreas y griegas con las que la Biblica designa el pecado acentúan este carácter voluntario y personal. En hebreo es la palabra hatá que significa "no alcanzar una meta, no conseguir lo que se busca, no llegar a cierta medida, pisar en falso", y, en sentido moral, "ofender, faltar a una norma ética, infringir detrminados derechos, desviarse del camino recto". La versión de los setenta suele traducir ese hatá hebreo por amartía, amartano que también significan "fallar el blanco o ser privado de algo".

Esta idea de ruptura es acentuada por los profetas que ven siempre el pecado como la negativa a obedecer una orden o seguir una llamada. En Amós es la ingratitud; en Isaías, el orgullo; en Jeremías, la falsedad oculta en el corazón; en Ezequiel, la rebelión declarada. En todos los casos la ruptura de un vínculo, la violación de una alianza, la traición de una amistad. Cada vez que uno peca repite la experiencia de Adán, ocultándose de Dios.

Por todo esto se explica que Dios tome tan dramáticamente el pecado, no como una simple ley violada, sino como una amistad traicionada, un amor falseado. Por eso en la redacción del decálogo se pone en boca de Yavé esta terrible denominación de los transgresores: aquellos que me odian, mientras que llama a los que cumplen los mandamientos los que me aman (cf Ex 20, 5-6).

¿Qué significaba el pecado en tiempos de Jesús?

Para la comunidad de monjes de Qumram, que escapaban al desierto, el mundo estaba podrido; por eso se pasaban todo el día con bautismos, abluciones y oraciones de purificación. Los fariseos se creían los separados, los puros...el resto es pecador.

Para Jesús no es que todo sea pecado y sólo pecado. Sus metas son positivas y luminosas, pero sabe muy bien que al hombre no le basta el querer para salvarse. Sabe que ha venido para salvar al hombre del pecado. Pero invita a la conversión: sin ella no se podrá entrar en el reino de Dios (cf Mt 3, 2; Mc 1, 15). Este es un Reino que sólo puede construirse después de haber destruido los edificios del mal y de haber retirado sus escombros. Casi se diría que Jesús exagera su interés por los pecadores, cuando afirma con atrevida paradoja que ha venido a llamar, no a los justos, sino a los pecadores (Mt 9, 12), cuando se presenta como médico que sólo se preocupa por las almas enfermas (cf Mc 2, 17). Su interés será tal que será acusado de andar con publicanos y pecadores (cf Mt 9, 12) y de mezclarse con mujeres que han llevado vida escandalosa (cf Lc 7, 36-42). Él mismo resumirá el sentido de su vida en la Última Cena declarando que su sangre será derramada en remisión de los pecados (cf Mt 26, 27) y, tras su muerte, pedirá a sus apóstoles que continúen su obra predicando la penitencia para la remisión de los pecados a todas las gentes (cf Lc 24, 44-48).

Para Jesús, ¿qué significaba, pues, el pecado?

No era sólo la trasgresión literal de una ley, como era para los escribas y fariseos, que se quedaban en lo secundario y olvidaban lo principal (cf Mt 23, 23-24). Para Jesús el pecado nace del interior del hombre (cf Mt 15, 10-20); por eso, es necesaria la circuncisión del corazón de la que habló Jeremías (4, 4). Para Jesús el pecado es una esclavitud con la que el hombre cae en poder de Satán (cf Lc 22, 3); sabe que el mismo Satanás busca a sus elegidos para cribarlos como el trigo (cf Lc 22, 31). Para Jesús, bajo el pecado hay siempre una falsa valoración de las cosas, pues el corazón humano se deja arrastrar de lo inmediato y de las satisfacciones sensibles. (72) Así, pues, el pecado para Jesús es un desamor a Dios, un desprecio a los demás; es decir, es una ofensa a Dios y al prójimo.

¿Cuáles son los más grandes pecados para Jesús?

El primero de éstos es la hipocresía religiosa, especialmente cuando formas o apariencias religiosas se usan para cubrir otros tipo de intereses humanos (cf Mt 23), pero pisotean la justicia, la misericordia y la lealtad.

Otro pecado muy grave es el desprecio a su mensaje o a su invitación (cf. Lc 14, 15-24). Quienes oyeron su mensaje y no lo cumplen serán juzgados más severamente (cf Mt 10, 15; 21, 31).

El escándalo a los pequeños es de especial importancia (cf Mt 18, 6-7; Lc 17, 1-3).

El pecado de soberbia (cf. Lc 18, 9-14).

El pecado de ingratitud (cf. Lc 17, 11-19).

El pecado de apego a las cosas materiales (cf. Mt 19, 16-26)

Todos los pecados que se oponen al amor al prójimo son graves para Jesús: "Id, malditos, al fuego eterno, porque tuve hambre y no me disteis de comer..." (Mt 25, 41-46).

No sólo los pecados de acción son graves; también los de omisión. Bastará recordar la parábola de los talentos en la que uno de los siervos es condenado a las tinieblas exteriores sólo por no haber hecho fructificar su denario (cf Mt 25, 30).

No es que Jesús no condenara los pecados de idolatría, blasfemia o adulterio; pero como los doctores de la ley lo repetían a todas horas, Jesús quiso poner énfasis en otros pecados que no se tomaban en serio. Incluso pedía la pureza del corazón, de pensamiento y de deseo (cf. Mt 5, 27-29).

¿Y el pecado imperdonable? Se trata de la blasfemia contra el Espíritu Santo (cf Mt 12, 30-32). Maximiliano García Cordero dice que ese pecado contra el E.S. "No es un pecado concreto, como trasgresión de un precepto divino determinado, sino una actitud permanente de desafío a la gracia divina"; ese cerrarse a Dios, ese rechazo de su obra y su mensaje hace imposible el arrepentimiento y, con ello, el perdón de Dios.

Jesús y los pecadores

¿Cómo trata Jesús a los pecadores? Jesús distingue perfectamente pecado y pecador. Con el pecado, Jesús es exigente e intransigente. Con el pecador, tierno y misericordioso. En todo pecador ve a un hijo de Dios que se ha descarriado. Sus palabras se ablandan; su tono de voz se suaviza; corre él a perdonar antes de que el pecador dé signos evidentes de arrepentimiento.

¿Qué hizo Jesús con los pecadores? Dedicación especial (cf Lc 4, 18-19; 7, 22-23; Mt 15, 24; 9, 35-36; Mc 2, 17), sean ricos (publicanos) o pobres. Se dedica a ellos con gestos muy significativos: come con ellos. Comer con alguien era signo de comunión mutua. Él come con ellos para acercarlos al banquete de Dios. Jesús ama primero al pecador y después le invita a la conversión.

Jesús aclara su postura con tres razones:

Todos los hombres pecan: luego a todos se debe acoger (cf Jn 8, 7).
Él es la encarnación de la misericordia de Dios. Y Dios es el Dios de todos (cf Mt 5, 45).
Los pecadores necesitan ser acogidos para salvarlos (cf Lc 19, 10).

Pero la actitud de Jesús ante los pecadores esconde mucho más:

Todos han de reconocerse pecadores para que Él pueda acercarse y traerles la salvación (cf Mt 9, 13).

No tiene resentimiento contra los poderosos, discriminándoles, sino interés por los necesitados; así se ha de entender la tendencia a preocuparse más por los necesitados.

Jesús se acerca al pecador, pero no admite la falta cometida. Reconoce que los pecados no deben aceptarse (cf Jn 8, 11); por eso invita siempre al pecador a la conversión.

Jesús, pues, no prefiere a unos hombres sobre otros: Él ha venido a buscar lo que estaba perdido. Su objetivo es el hombre para salvarlo, sea quien sea (cf Lc 7, 50).

El culmen de la postura de Jesús ante los pecadores es su muerte (cf Mt 26, 28; Lc 23, 34). Este punto se profundizará más adelante.

Aunque Jesús buscó siempre con amor a los pecadores, y aunque muchos se abrieron a sus rayos salvadores...no siempre triunfará el amor de Jesús. Fracasó con muchos, porque se cerraron a su amor, a su perdón. Tenemos el caso de Judas, de los fariseos. Fracasaría con su ciudad querida de Jerusalén: "Al acercarse y ver la ciudad, lloró sobre ella y dijo: ¡Si al menos en este día comprendieras lo que lleva a la paz!..." (Lc 19, 41-44).

Cuando leemos algunas palabras duras de Jesús, como, por ejemplo, "Si tu mano o tu pie es para ti una piedra de tropiezo, córtatelo o arrójalo lejos de ti..." (Mt 18, 8), nos hacen reflexionar sobre algo muy serio: la posibilidad del fracaso total, definitivo e irreversible, llamado infierno. Si Jesús es duro, y predica la conversión, es porque quiere evitarnos este terrible fracaso. El infierno es la verdadera amenaza del hombre, que destruye alma y cuerpo (cf Mt 10, 28). Jesús, es verdad, no es un Dios de infierno en ristre, ni un neurótico del averno, pero no deja de mirar con terror esa horrorosa posibilidad con la que el hombre se enfrenta. Cree en el infierno y nos engañaría si no nos advirtiera ese espantoso riesgo. Por eso, claramente dice que quien no haga suya la vida que Él trae y no cumpla los mandamientos y muera sin arrepentirse les espera el más total y radical de los fracasos. Un fracaso, cuyo centro es la lejanía eterna de Dios por haberlo rechazado; un cataclismo ontológico para quien, habiendo sido amado por Dios hasta el punto de llamarlo hijo suyo en Cristo, rechaza obstinadamente a ese amor y con ellos su plena realización.

Dejemos claro una cosa. Jesús no es el condenador, sino el libertador. Él vino a traer la luz y no sólo a anatematizar la oscuridad. Por eso no le gusta que los hombres vivan obsesionados por si se salvarán o por cuántos se salvarán. Pero sí quiere que vivan dedicados a salvarse, que es el único negocio importante, urgente y personal; si perdemos este negocio, hemos perdido todo. Además nos invita siempre a la esperanza, nos pone todos los medios para esa total realización humana soñada y querida por Dios, que es la salvación eterna. Si se trata de ganar un pleito, o un juicio o conseguir un empleo o hacer un negocio temporal... se mueve cielo y tierra, se hacen mil diligencias y se trabaja hasta altas horas de la noche. Y para alcanzar la vida eterna y salvar el alma, ¿qué hacemos? Hay quienes viven como si la muerte, el juicio, el infierno y el cielo fueran fábulas o cuentos, y no verdades eternas reveladas por Dios y que debemos creer.

La palabra que resume la actitud de Jesús ante los pecadores es misericordia. Para el mundo grecolatino, antes de la venida de Cristo, la misericordia era un defecto y una enfermedad del alma. El filósofo Séneca, por ejemplo, dice que la misericordia es un vicio propio de viejas y mujerzuelas. Esta enfermedad, concluye Séneca, no recae sobre el hombre sabio(73) Tuvo que venir Cristo del cielo para gritarnos que la misericordia es el más sublime gesto de caridad...Es más, que la misericordia tiene un nombre: Jesucristo. Dios al encarnarse se hizo misericordia y perdón.

Nosotros ante el pecado y los pecadores

Sería bueno que repasemos un poco lo que es el pecado y cuáles son los pecados, para que cada día lo desterremos de nuestra vida, pues el pecado ha sido, es y será la mayor desgracia que nos puede acontecer en la vida.

El pecado existe. Es una realidad que brota del corazón del hombre, por instigación de Satanás que se sirve de sus engaños y de nuestras pasiones desordenadas. No es un error humano, una distracción o una fragilidad. Es, más bien, la negación de toda dependencia, la obstinación en quedarme en mí mismo, decidir por mí mismo. Es la decisión de procurarme por mí mismo la propia felicidad, de realizarme sin interferencias, y consecuentemente el rechazo de instaurar con Dios y con los demás una relación de amor. El pecado es egoísmo exagerado. Es preferirse a sí mismo, anteponerse a sí mismo a Dios y a los demás. Es trastocar el orden puesto por Dios y poner otros ídolos, otros intereses, a uno mismo en el puesto de Dios.

Todos hemos pecado, menos Jesús y su Madre Santísima.

¿Cuáles son los pecados?

Está el pecado original que cometieron nuestros primeros padres, Adán y Eva. Adán, como jefe de toda la humanidad, transmite a cada uno de los hombres este pecado, en cuanto padre de la humanidad, y como tal, lo contraemos todos sus descendientes.

Está el pecado actual o personal: es aquel cometido voluntariamente por quien ha llegado al uso de razón. Tal pecado se puede cometer de cuatro maneras: con el pensamiento, con las palabras, con las obras, con las omisiones. Y todo esto puede ser contra Dios, contra el prójimo o contra nosotros mismos. Este pecado personal puede ser, a su vez: mortal o venial.

El pecado mortal es una desobediencia a la ley de Dios en materia grave, cometida con plena advertencia de la mente y deliberado consentimiento de la voluntad. ¿Qué materia sería grave? Negar o dudar de la existencia de Dios; negar una verdad de fe definida por la Iglesia; blasfemar de Dios, la Virgen, los Santos; no participar de la misa sin algún motivo grave; tratar en modo gravemente ofensivo a los propios padres o superiores; matar a una persona o herirla gravemente; procurar directamente el aborto; cometer actos impuros consciente y deliberadamente; impedir la concepción con métodos artificiales; robar objetos de mucho valor; calumniar; cultivar y consentir pensamientos y deseos impuros; cumplir graves omisiones en el cumplimiento del propio deber; recibir un sacramento en pecado mortal; emborracharse o drograrse en forma grave; callar en confesión, por vergüenza, un pecado grave; causar escándalo al prójimo con acciones o actitudes graves .

¿Cuáles son los efectos que produce en el alma el pecado mortal? Mata la vida de gracia en el alma, es decir, rompe la relación vital con Dios; separa a Dios del alma; nos hace perder todos los méritos de cosas buenas que estemos haciendo; hace al alma digna del infierno; se nos cierran las puertas del cielo.

¿Cómo se perdona este pecado mortal? Con una buena confesión; o con un acto de contrición perfecta, unido al propósito de una confesión.

El pecado venial es una desobediencia a la ley divina en materia leve; o también en materia grave, pero sin pleno conocimiento y consentimiento. ¿Qué efectos produce el pecado venial? Entibia el amor de Dios, me enfría la relación con Él; priva al alma de muchas gracias que hubiera recibido de Dios si no hubiese pecado; nos dispone al pecado grave; hace al alma digna de penas temporales que hay que expiar o en esta vida o en el purgatorio. El pecado venial se borra con el arrepentimieno, con buenas obras (oraciones, misas, comunión, limosnas, obras de misericordia).

Los pecados capitales son siete, y se llaman capitales porque son cabecillas de otros pecados. Son éstos: Soberbia: es una exagerada estima de sí mismo y de las propias cosas y cualidades, acompañada de desprecio hacia los otros. Avaricia: es un deseo desmesurado de dinero y de haberes. Lujuria: es un desordenado apetito y uso del placer sexual. Ira: es un impulso desordenado a reaccionar contra alguno o contra algo que fue ocasión de sufrimiento o contrariedad. Pereza: Es una falta de voluntad en el cumplimiento del propio deber y un desordenado uso del descanso. Envidia: es un sentimiento de tristeza o dolor del bien del prójimo, considerado como mal propio. Gula: es la búsqueda excesiva del placer que se encuentra en el uso de los alimentos y bebidas.

Están, también, los pecados que claman al cielo: homicidio voluntario, pecado impuro contra naturaleza (homosexualidad), opresión de los pobres, no dar la paga justa a los obreros.

Finalmente, está el pecado contra el E.S.: desesperar de la salvación, presumir de salvarse sin mérito, luchar contra la verdad conocida, envidia de la gracia ajena, obstinación en los pecados, impenitencia final a la hora de la muerte.


CONCLUSIÓN

De todo lo que hemos visto concluimos lo siguiente:

Debemos odiar el pecado, desterrarlo de nuestra vida, luchar contra todo tipo de mal que tengamos en nuestro corazón.

Debemos renunciar al pecado, denunciarlo desde todos los púlpitos, con energía y respeto, y anunciar la Buena Nueva de la gracia.

Pero debemos rezar por los pecadores, comprenderlos, no juzgarlos, tratar de ayudarlos para que vuelvan a Dios y a las
fuentes de la misericordia de Dios. Nunca condenarlos.

No nos alejemos de la casa de Dios Padre. En la casa de Dios Padre encontramos la luz, el calor, la seguridad, alegría y el amor...Fuera de la casa de Dios Padre encontramos oscuridad, frialdad, inseguridad, indiferencia de los demás, tristeza. Y si no, preguntémosle a ese hijo pródigo del evangelio (cf. Lc 15, 11ss). Y cuando tengamos la desgracia de alejarnos, aún hay posibilidad de volver, arrepentirse y abrazar a Dios, que desde siempre ha dejado la puerta de su corazón abierta a todos.


(72) Baste recordar aquí la parábola del hijo pródigo (Lc 15) o la de los invitados descorteses (Lc 14, 15-24).

(73) Cfr. Séneca, De Clementia, 2, 4-5

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