Cada bautizado, en cualquier lugar del mundo, está a prueba como oro en el crisol.
Por: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net
A lo largo de los siglos ha habido hombres y
mujeres deseosos de volver a las fuentes del cristianismo. ¿Por qué? Porque la
experiencia cristiana puede quedar oscurecida y adulterada entre las mil mareas
que surgen en las diferentes épocas de la historia.
Además, cada corazón descubre dentro de sí las
fuerzas del hombre viejo, ese modo de pensar y de comportarse que no nace de la
nueva vida en Cristo, sino de las pasiones y de la mentalidad de este mundo.
Esas fuerzas son capaces de anular aspectos esenciales de la fe católica.
Cristo había indicado con palabras claras cuáles
son las exigencias del Evangelio: hay que renunciar a la propia vida (cf. Mt
16,24-26), no volver la vista atrás (cf. Lc 9.62), y dejarlo todo
por el Reino de los cielos (cf. Mt 13,44-48).
San Pablo reprochaba a algunos de los primeros
cristianos por haber abandonado a Cristo para volver a actuar según la carne: “¡Oh insensatos gálatas! ¿Quién os fascinó a vosotros, a
cuyos ojos fue presentado Jesucristo crucificado? Quiero saber de vosotros una
sola cosa: ¿recibisteis el Espíritu por las obras de la ley o por la fe en la
predicación? ¿Tan insensatos sois? Comenzando por el espíritu, ¿termináis ahora
en la carne?” (Ga 3,1?3).
San Pedro dirige palabras apasionadas a quienes,
tras haber iniciado el buen camino, vuelven a las malas acciones de la vida
pasada: “Porque si, después de haberse alejado de
la impureza del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador
Jesucristo, se enredan nuevamente en ella y son vencidos, su postrera situación
resulta peor que la primera. Pues más les hubiera valido no haber conocido el
camino de la justicia que, una vez conocido, volverse atrás del santo precepto
que le fue transmitido. Les ha sucedido lo de aquel proverbio tan cierto: «el
perro vuelve a su vómito» y «la puerca lavada, a revolcarse en el cieno»” (2Pe
2,20?22).
Lo que denuncia la Biblia vale para cada
generación humana. Cada bautizado, en cualquier lugar del mundo, está a prueba
como oro en el crisol (cf. Sb 3,6). Necesita vivir íntimamente unido a
Cristo, en el Espíritu Santo, como parte de la Iglesia, para resistir las
terribles asechanzas de Satanás (cf. 1Pe 5,8-9).
De ahí nace el deseo de estar cerca de la
fuente, del manantial de aguas vivas, que viene de Cristo y se recibe en el
Espíritu Santo (cf. Jn 4,10-14; Jn 7,37-39). Sólo así es posible
un cristianismo auténtico, limpio, purificado, que va contra corriente y que
resiste a las embestidas de un mundo que odia a los creyentes (cf. Jn
15,18-19).
Volver a Cristo, escuchar su invitación: “convertíos y creed en el Evangelio” (Mc
1,15). Ese es el camino de la renovación auténtica, la que necesita cada
bautizado que desea seguir al Maestro, que trabaja por ser piedra viva de la
Iglesia, que suplica la gracia de las gracias: ser acogido por la misericordia
que nos salva, conservar encendida la llama de la fe hasta la muerte, mientras
espera el regreso definitivo del Señor: “¡Ven,
Señor Jesús!” (Ap 22,20).
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