En el Evangelio es posible encontrar la respuesta satisfactoria a todos los interrogantes que agobian al hombre.
Una vez
Jesús, hablando a una gran muchedumbre, les dijo: «Venid a mí todos los que
estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de
mí que soy manso y humilde de corazón, y vuestras almas hallaran descanso.»
Estas palabras iban dirigidas a todos nosotros, pero adquieren un significado
particular para los enfermos y ancianos, para rodo el que se sienta «agobiado».
Si os
halláis solos humanamente, Cristo está con vosotros para devolveros la
confianza y aliviar vuestro dolor, al indicaros que ese dolor es útil para la
Iglesia entera, pues ésta necesita confrontarse continuamente con el
padecimiento humano para vivir su fidelidad a Cristo.
También
aquí, en esta casa y en este país, habrá personas que se pregunten: ¿Por qué?
¿Por qué yo? ¿Por qué ahora precisamente? ¿Por qué mi mujer, mi padre, mi
hermano, mi amigo? Todas estas preguntas son muy comprensibles. Pero yo quisiera
plantearos hoy otra pregunta que puede conducir más lejos. Es una pregunta que
arranca la espina mortal de todo aquello que se puede ocultar tras el
sufrimiento y la enfermedad como un elemento absurdamente destructor o
contrario a la misma vida. Se trata de la pregunta no sólo sobre el «por qué»,
sino el «para qué». Al «por qué» no nos puede responder nadie sobre la tierra.
Por el contrario, la pregunta para qué me ha sido impuesto este sufrimiento
puede abrirnos nuevos horizontes.
Dios
Padre escucha y atiende nuestros porqués como escuchó el lamento de Job, como
acogió el grito de dolor y el «por qué» de Jesús en la cruz con su abandono
confiado. Su respuesta no es la que podríamos esperar; tampoco es la
explicación que los hombres han dado frecuentemente del sufrimiento cuando
veían en él un castigo de sus faltas o, cuando de no rebelarse, sólo podían
resignarse al fatalismo. Ante este misterio del sufrimiento las palabras de
Isaías resultan sumamente elocuentes: «Mis planes no son vuestros planes,
vuestros caminos no son mis caminos, oráculo del Señor. Como el cielo es más
alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros; mis planes, que
vuestros planes.» Ciertamente se pueden aplicar estas palabras al camino del
sufrimiento.
Un
sufrimiento soportado con paciencia se convierte en cierto modo en oración y en
fuente fecunda de gracia. Por ello quiero pediros a todos vosotros: convertid
vuestras habitaciones en capillas, contemplad la imagen del Crucificado y pedid
por nosotros, ofreced sacrificios por nosotros.
No habéis
sufrido, o sufrís, en vano: el dolor os madura en el espíritu, os purifica en
el corazón, os da un sentido real del mundo y de la vida, os enriquece de
bondad, de paciencia, y —oyendo resonar en vuestro espíritu la promesa del
Señor:
«Bienaventurados
los que lloran, porque ellos serán consolados»— os da la sensación de una paz
profunda, de una alegría perfecta, de una esperanza gozosa.
Sabed dar
un valor cristiano a vuestro sufrimiento, sabed santificar vuestro dolor con
confianza constante y generosa en Él, que consuela y da fuerza. Sabed que no
estáis solos, ni separados, ni abandonados en vuestro vía crucis.
Aceptad
vuestro sufrimiento como si fuera su abrazo, y transformadlo en bendición;
aceptadlo, junto con Él, de las manos del Padre, que precisamente de ese modo
opera vuestra perfección, con una sabiduría y un amor insondables pero
indudables.
El
sufrimiento es en cierto modo el destino del hombre, que nace sufriendo, pasa
su vida en aflicciones y llega a su fin, a la eternidad, a través de la muerte,
que es una gran purificación por la que todos hemos de pasar. De ahí la
importancia de descubrir el sentido cristiano del sufrimiento humano.
Bien sé
que, bajo el peso de la enfermedad, todos sentimos la tentación del
abatimiento. No es raro preguntarnos con tristeza: ¿por qué esta enfermedad?,
¿qué mal he hecho yo para recibirla? Una mirada a Jesucristo en su vida terrena
y una mirada de fe, a la luz de Jesucristo sobre nuestra propia situación,
cambia nuestra manera de pensar. Cristo, Hijo de Dios, inocente, conoció en la
propia carne el sufrimiento. La pasión, la cruz, la muerte en la cruz le
probaron duramente; como había anunciado el profeta Isaías, «quedó desfigurado,
sin apariencia humana». No ocultó ni escondió su sufrimiento; por el contrario,
cuando era más atroz, pidió al Padre que le apartase el cáliz. Pero una palabra
revelaba el fondo de su corazón: «No se haga mi voluntad, sino la tuya!» El
Evangelio y todo el Nuevo Testamento nos dicen que la cruz, así acogida y
vivida, se hizo redentora.
Dejad que
vuestro dolor, soportado por amor a Cristo, desarrolle en vosotros un corazón
compasivo y misericordioso.
No dudéis
jamás de que la aceptación gustosa de vuestro sufrimiento en unión con Cristo
es de gran valor para la Iglesia. Si se realizó la salvación del mundo por el
sufrimiento y muerte de Jesús, entonces sabemos cuán grande es la colaboración,
en la misión de la Iglesia, que prestan los enfermos y ancianos, las personas
confinadas en las camas de los hospitales, los inválidos en sillas de ruedas y
todos los que participan plenamente en la cruz de nuestro Señor salvador.
– Ahora
sabéis mejor lo que es realmente la vida y ese conocimiento y esa sabiduría de
la vida, acrisolada y madurada en vuestro dolor, podéis transmitírnosla a
nosotros mediante todo lo que nos decís, mediante todo lo que vivís actualmente
y el modo en que lo soportáis. El Papa os da las gracias por esta «predicación»
que vosotros nos hacéis mediante el dolor que soportáis pacientemente. Esa
predicación no la puede sustituir púlpito alguno, ninguna escuela, ninguna
lección.
Con
vuestro dolor podéis afianzar a las almas vacilantes, volver a llamar al camino
recto a las descarriadas, devolver serenidad y confianza a las dudosas y
angustiadas. Vuestros sufrimientos, si son aceptados y ofrecidos generosamente
en unión de los Crucificados, pueden dar una aportación de primer orden en la
lucha por la victoria del bien sobre las fuerzas del mal, que de tantos modos
acechan a la humanidad contemporánea.
Dios os
ama. Vuestra enfermedad no se opone a su designio de amor. Y vosotros no tenéis
absolutamente culpa alguna en ella. No la consideréis como una fatalidad.
Miradla solamente como una prueba. El Cristo a quien nosotros adoramos, sufrió
también Él una prueba, la de la cruz, una prueba que le desfiguró, sin culpa
alguna por su parte. Se puso en manos de Dios, su Padre. Y también se dirigió a
Él para pedirle que le librara de la prueba. Pero la aceptó e hizo de ella una
ofrenda. Y su sufrimiento se convirtió, para innumerables hombres, para
vosotros, para mí, en causa de salvación, de perdón, de gracia, de vida. Es un
gran misterio que esa solidaridad en el sufrimiento sea el centro de nuestra
religión.
Con Él
podéis lograr que vuestra enfermedad y vuestro sufrimiento sean más humanos e
incluso más alegres y libres. Muchos aprendieron de Él y se han convertido así
en fuente de consuelo para otros. Id. pues, también vosotros a la escuela de su
sufrimiento redentor y repetid con frecuencia la oración que dirigía siempre a
Cristo santa Catalina de Siena en medio de sus múltiples sufrimientos: «Señor,
dime la verdad sobre tu cruz; yo quiero escucharte.»
En las
profundidades de vuestra propia vida interior podéis morir y resucitar cada día
con Cristo. Y en este sentido podéis producir una cosecha de gracia y de
bondad, no sólo para vosotros mismos y para los que os rodean, sino también
para la Iglesia y para ei mundo. Cada vez que superáis las tentaciones de
desánimo, cada vez que manifestáis un espíritu alegre, generoso y paciente,
dais testimonio de ese reino —que aún no se ha realizado— en el que seremos
curados de toda enfermedad y liberados de toda aflicción.
La
enfermedad es realmente una cruz, a veces muy pesada, prueba que Dios permite
en la vida de una persona, dentro del misterio insondable de un designio que
escapa a nuestra capacidad de comprensión. Pero no debe ser mirada como una
ciega fatalidad. Ni es forzosamente y en sí misma un castigo. No es algo que
aniquila sin dejar nada de positivo. Por el contrario, aun cuando pesa sobre el
cuerpo, la cruz de la enfermedad cargada en comunión con la de Cristo, se
vuelve también fuente de salvación, de vida o de resurrección para el propio
enfermo y para los demás.
Cristo no
explica abstractamente las razones del sufrimiento, sino ciue ante todo dice:
«Sígueme», «Ven», toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del
mundo, que se realiza a través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz. A
medida que el hombre toma su cruz, uniéndose espiritualmente a la cruz de Cristo,
se revela ante él ei sentido salvador del sufrimiento. El hombre no descubre
este sentido en lo humano, sino en el sufrimiento de Cristo. Pero al mismo
tiempo, de Cristo aquel sentido salvador del sufrimiento desciende a lo humano
y se hace, en cierto modo, su respuesta personal. Entonces el hombre encuentra
en su sufrimiento la paz interior e incluso la alegría espiritual.
Es
indispensable avanzar por el camino de la aceptación. Sí, aceptar que sea así,
no por resignación más o menos ciega, sino porque la fe nos asegura que el
Señor puede y quiere sacar bien del mal. Cuántos de los aquí presentes podrían
testimoniar que la prueba, aceptada con fe, ha hecho renacer en ellos la
serenidad, la esperanza… Porque el Señor quiere sacar bien del mal, os invita a
ser todo lo activos que podáis, no obstante la enfermedad; y si sois
minusválidos, os invita a responsabilizaros de vosotros mismos con la fuerza y
talentos de que dispongáis a pesar de vuestra situación.
Cristo ha
venido como samaritano bueno y compasivo que se inclina amorosamente sobre las
llagas del hombre. Es el Médico que ha dado una nueva dignidad y la garantía de
una vida perenne también al cuerpo humano, para una existencia sin más lágrimas
y sufrimientos.
El cuerpo
y espíritu llenos de dolor gritan: ¿Por qué? ¿Cuál es la finalidad de este
sufrimiento? ¿Por qué tengo que morir? Y la respuesta que llega, frecuentemente
sin palabras pero demostrada en formas de gentileza y compasión, está llena de
honestidad y de fe: «No puedo responder plenamente a todas vuestras preguntas;
no puedo quitaros todo vuestro dolor. Pero de esto estoy seguro: Dios os ama
con un amor sempiterno. Vosotros sois preciosos a su vista. En Él os amo yo
también. Puesto que en Dios somos verdaderamente hermanos y hermanas.»
Juan
Pablo II
No hay comentarios:
Publicar un comentario