viernes, 13 de mayo de 2016

EL DOMINGO CELEBRAMOS EL DÍA DE PENTECOSTÉS


Conviene detenernos un poco en los días anteriores para poder valorar el significado de Pentecostés en la primitiva Iglesia.

Por: P. Alberto Ramírez Mozqueda | Fuente: Catholic.net

Pentecostés era una fiesta muy antigua en el pueblo hebreo. Era una fiesta de agricultores a la que posteriormente se añadió la memoria de la entrega de las tablas de la Ley a Moisés y la promulgación de los mandamientos, a los cincuenta días precisamente de haber salido de la esclavitud de Egipto. Esa festividad fue escogida precisamente por Cristo para marcar una etapa nueva y definitiva de la misión que el Padre le había confiado, la salvación de todos los hombres y de toda la humanidad.
 
Pero conviene detenernos un poco en los días anteriores para poder valorar el significado de Pentecostés en la primitiva Iglesia. Hay que dar un repaso al mismo día de la Resurrección del Señor Jesús, con el primer encuentro con los que habían sido sus discípulos, sus alumnos, pero también sus compañeros y sus confidentes. La primera venida produjo una profunda alegría, porque la familia estaba reunida nuevamente, con su cabeza y su pastor al frente. Vino el reconocimiento de Cristo, pues la emoción es mala consejera, por eso él hizo que se fijaran en sus manos, en su costado abierto, para que cayeran en la cuenta de que era él mismo. Sin embargo, la alegría del encuentro no lo llenó todo, pues había un encargo muy importante: darles al Espíritu Santo, darle el poder y la capacidad de perdonar los pecados, enviarlos a llevar su Evangelio a todas las gentes y poner las bases para la Iglesia que haría las veces de Cristo sobre la tierra. Todo eso se logró cuando Cristo abrió sus brazos cuan largos eran, sopló sobre ellos y les dio la fuerza del Espíritu Santo. Eso cambió sus vidas radicalmente dándoles una valentía interior que antes no tenían. Sin embargo aún no era el momento para comenzar el trabajo. Ya estaban en sus marcas, listos para la carrera, pero aún faltaban algunos toques, algunos detalles, que Cristo fue definiendo en los días posteriores, con varios encuentros con ellos, primero en Jerusalén y luego en Galilea, en las orillas del querido lago de Galilea.
 
Así se llegó el día de la Ascensión de Cristo a los cielos. Los apóstoles fueron reunidos en un monte, simbólico ya de por sí, y después de aquella encomienda tan especial de llegar su anuncio a todos los hombres, de bautizar los que les creyeran y de hacerles vivir como él les había enseñado, vivir en el amor, en la paz, en el consuelo y en la ayuda mutua. De paso, y digo de paso, pero es trascendental, les avisó que no estarían solos sino que él estaría para siempre con ellos, se fue elevando a la vista de sus discípulos. Cuando no lo vieron más, aparecieron en escena dos personajes de blanco que a boca de jarro les preguntaron: “¡Varones de Galilea, ¿Qué hacéis mirando al cielo?... ya se ha ido... volverá!”... Ahora a trabajar se ha dicho, ya estuvo bien de contemplaciones, ya lo han oído, a ustedes toca ahora el trabajo fuerte, abrir los surcos, sembrar la semilla, regar, custodiar y hacer crecer la simiente del Señor...
Sin embargo, por recomendación misma de Cristo aún tuvieron que esperar el momento del arranque, de esa carrera que no terminaría sino cuando todos los hombres hubieran sido ganados para el corazón de nuestro Dios. Los apóstoles vivieron encerrados esos días, junto con María, la Madre del Señor, pero ya no había la inquietud, el miedo, la zozobra del primer encierro, cuando les aprendieron al Maestro. Ahora era el encierro de la espera, del sosiego, de la tranquilidad, del acopio de fuerzas para la carrera. Los días eran apacibles, mientras atendían a María que había pasado por el trauma de la muerte de su Hijo, pero que había recibido también el profundo consuelo de ver a su Hijo resucitado. La verdad ella no requería de ningunos cuidados, pues ella era la que estaba al pendiente de cada uno de sus “hijos”, sus nuevos hijos, sus queridos muchachitos, sus apóstoles. La oración cerca de María les ocupaba buena parte de la jornada, y el saborear, el saborear la Palabra, los mensajes, las recomendaciones, los recuerdos del Maestro. Ellos también se prepararían como todo el pueblo de Israel para la fiesta de Pentecostés que les recodaba los truenos, el viento impetuoso, el terremoto del Monte Sinaí, que tanto miedo les daba a los judíos, mientras Moisés recibía las tablas de la Ley en lo alto de la montaña. Y el nuevo Pentecostés llegó. “Se oye un ruido intenso y armonioso: tiene sonido de viento y de arpa, canto humano y armonía de órgano perfecto; resuena de improviso en el silencio de la mañana. Se acerca, cada vez más armónico y fuerte, llenando de sus vibraciones el ambiento, se expande y se transmite a la casa, a las paredes, a los muebles. La llama del candil, que estaba inmóvil en la paz de la estancia cerrada, palpitaba como si un viento la moviese y las cadenillas de las lámparas tintineaban vibrando bajo la onda del sonido sobrenatural que les sacudía”.
Los Apóstoles levantan la cabeza desconcertados. En vista de que este concierto hermosísimo, en el que están las notas más bellas que Dios haya dado a los Cielos y a la Tierra, se oye cada vez más cercano, alguno se levantan dispuestos a huir, otros se acuclillan en el suelo cubriéndose la cabeza con las manos y el manto, o golpeándose el pecho pidiendo perdón al Señor, otros se estrechaban a la Virgen. Sólo Juan no se espanta porque ve la paz luminosa de felicidad que se acentúa en el rostro de María, quien levanta la cabeza sonriendo a algo que solo Ella sabe, y después se pone de rodillas abriendo los brazos y las dos alas azules de su manto, así abierto, se extiende sobre Pedro y Juan que la imitan arrodillándose.
Enseguida llegó la Luz, el Fuego, el Espíritu Santo, entró con un último sonido melódico, en forma de globo resplandeciente, llameante, sin que se hubiera movido alguna puerta o ventada pues todo estaba cerrado. Permaneció suspendido por un momento sobre la cabeza de María. Ella levantó sus brazos y echó para atrás la cabeza con una exclamación de felicidad, como para invocarlo teniendo una sonrisa llena de amor sin límites, como la sonrisa y la paz y la alegría que la había inundado treinta y tantos años antes, el día que le fue anunciada la llegada del Salvador al mundo. El Espíritu Santo había sido su Divino Esposo desde ese día. Ahora, después de que todo el Amor se concentrara sobre ella, el globo, la bola de fuego santísimo se dividió en tantas partes como Apóstoles eran, llamas melodiosas y brillantísimas; una luz que ningún ejemplo terrenal ayudaría a describir: descendió besando y quemando la frente de cada Apóstol.
Ese fuego los impulsó instantáneamente salir, a acercarse, a visitar a cada uno de los hombres, para decirles: “Cristo Jesús, el que ustedes los hombres mataron, Dios lo resucitó de entre los muertos, está vivo, es el Salvador, es la luz, es el único Camino de acceso al Padre. El que lo invoque se salvará, Él será la puerta, no hay otra para pasar a la Casa del Padre”. Desde entonces terminó la etapa terrena de Cristo para dar paso a la obra, a la acción del Espíritu Santo que haría presencia en los corazones de todos los hombres impulsándoles a la aceptación del mensaje, a dejarse bautizar y a vivir en el amor, en la paz, en el perdón de Cristo el Salvador.

Y aquí la pregunta final: ¿Cuándo te unes, tú cristiano a la obra de la evangelización de toda la Iglesia? ¿Si ya estás evangelizado, cuándo te conviertes en evangelizador? ¿Y si aún estás en el closet de tu recámara, cuándo sales a las puertas e tu casa, a proclamar con las obras que has creído en la muerte y resurrección de Cristo el Hijo de Dios? Y tú Iglesia del Señor, ¿cuándo harás caso de tu Cristo, de tu Ungido y te dedicas con todo empeño a salir de tus fronteras, sintiendo la presencia del Espíritu Santo para que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
EL HIMNO AL ESPIRITU SANTO
Ven Espíritu Creador, visita las almas de tus fieles, llena de gracia celestial los pechos que tú creaste.
Te llaman Paráclito, Don de Dios altísimo, Fuente viva, fuego, amor y unción espiritual.
Tú, don septenario, dedo de la diestra del Padre, por el prometido a los hombres con palabras solemnes.
Enciende luz a los sentidos infunde amor en los corazones, y las debilidades de nuestro cuerpo conviértelas en firme fortaleza.
Manda lejos al enemigo, y danos incesantemente la paz, para que con tu guía evitemos todo mal.
Danos a conocer al Padre, danos a conocer al Hijo y a Ti, Espíritu de ambos, creamos en todo tiempo.
Que la gloria sea para Dios Padre, y para el Hijo, de entre los muertos resucitado, y para el Paráclito, por los siglos de los siglos. Amén.

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