Uno de mis lectores me preguntaba
por qué era tan comprensivo con Rowan Williams (anterior primado anglicano) y
tan crítico con Mons. Marcel Lefevre.
Lefebvre inició un camino de
alejamiento de Roma. Williams inició un camino de acercamiento a Roma. Lefebvre
atacó con los más duros términos al Vaticano. Williams siempre fue encantador
en sus comentarios respecto al Papa y la Iglesia Católica.
Lefebvre se enrocó en un
inmovilismo que petrificaba a la Iglesia en el siglo XIX, en una visión
estrecha en la que más que predicar a favor de algo, se dedicaba a predicar en
contra de casi todo: contra el Vaticano, contra el mundo, contra la Iglesia real
y concreta. El primado anglicano tenía una visión bellísimamente optimista del
cristianismo en todas sus ramas, así como del mundo en el que nos ha tocado
vivir.
Sólo hay que ver el rostro de
Lefebvre para atisbar el tormento que habitaba en su corazón, la tensión que
siempre trataba de comprimir. Toda su vida (desde su desobediencia) fue un
largo intento por conciliar en su conciencia lo imposible, sabiendo que era
imposible. Williams, por el contrario, siempre está alegre, feliz, transmite
optimismo sin predicar. Pero, encima, cuando hablaba lo hacía de un modo
impresionante.
Sí, Williams tenía un rostro, una
imagen, que verdaderamente transmitía. Pero eso sí, eso era sólo hasta que
empezaba a hablar. Porque cuando comenzaba a hablar, insisto, era de esas
personas que te dejaba con la boca abierta. Pero es que encima tenía una de las
voces más profundas y bellas que he escuchado. Por si fuera poco, su tono, su
entonación, su gesto era el de el mejor orador que he escuchado, católicos
incluídos. Aquí tenéis una muestra:
Iba a poner otro link con una
charla de Lefevre en francés. Pero da mucha pena escucharlo. Al fin y al cabo
era un obispo y no lo voy a poner. Pero uno y otro muestran su espíritu a
través de sus palabras.
Después está el bagaje teológico
del primado inglés (propio de todo un perfecto profesor universitario) y el de
el arzobispo cismático, siempre repitiendo un puñado de pensamientos sencillos
propios del que nunca habla fuera de la pequeña pecera de sus incondicionales.
William dialoga con el mundo, lee a autores católicos (De Lubac, por ejemplo) y
de todas las religiones. No es un hombre cerrado. Lefebvre se cierra a la
cultura del mundo, al resto de la teología que no concuerda con sus esquemas.
Es un hombre de mentalidad cerrada.
Comparar las dos figuras me parece uno de los modos más adecuados para
entender muy bien qué es el tradicionalismo por un lado, y por otro la necesidad
de tener una mente abierta, amplia, capaz de repensar los propios esquemas.
P.
FORTEA
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