VATICANO, 22 Mar. 16 / 10:19 am (ACI).-
Este martes la Santa Sede publicó las
meditaciones del Vía Crucis que el Papa Francisco presidirá este 25 de marzo, Viernes Santo, en el
Coliseo Romano y que fueron elaboradas por el Arzobispo de Perugia (Italia),
Cardenal Gualtiero Bassetti, con el lema “Dios es Misericordia”.
El texto es el siguiente:
OFICINA PARA LAS CELEBRACIONES
LITÚRGICAS DEL SUMO PONTÍFICE
VIERNES SANTO PASIÓN DEL SEÑOR
VÍA CRUCIS 2016 PRESIDIDO POR EL
SANTO PADRE FRANCISCO EN EL COLISEO ROMANO
«DIOS ES MISERICORDIA»
MEDITACIONES del Cardenal Gualtiero Bassetti - Arzobispo de Perugia –
Città della Pieve
INTRODUCCIÓN
¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las
misericordias y Dios de todo consuelo! (2 Co 1,3)
En este Jubileo Extraordinario, el Vía Crucis del Viernes Santo nos
atrae con una fuerza particular, la de la misericordia del Padre Celeste, que
quiere derramar sobre todos nosotros su Espíritu de gracia y de consuelo.
La misericordia es el canal de la gracia de Dios que llega a todos los
hombres y mujeres de hoy. Hombres y mujeres a menudo perdidos y confundidos,
materialistas e idólatras, pobres y solos. Miembros de una sociedad que parece
haber desterrado el pecado y la verdad.
«Volverán sus ojos hacia mí, al que traspasaron» (Za 12,10). Que las
palabras proféticas de Zacarías se cumplan también en nosotros esta tarde. Que
se eleve la mirada de nuestras infinitas miserias para posarse sobre él, Cristo
Señor, Amor misericordioso. Entonces podremos contemplar su rostro y escuchar
sus palabras: «Con amor eterno te amé» (Jr 31,3). Él, con su perdón, borra
nuestros pecados y nos abre el camino de la santidad, en el que abrazaremos
nuestra cruz,
junto con él, por amor a los hermanos. La fuente que ha lavado nuestro pecado
se transformará dentro de nosotros «en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4,14).
Breve pausa de silencio
Oremos
Padre eterno.
Por medio de la Pasión de tu amado Hijo, has
querido revelarnos tu corazón y darnos tu misericordia. Haz que, unidos a
María, Madre suya y nuestra, sepamos acoger y custodiar siempre el don del
amor. Que ella, Madre de la Misericordia, te presente las oraciones que
elevamos por nosotros y por toda la humanidad, para que la gracia de este Vía
Crucis llegue a todos los corazones humanos e infunda en ellos una esperanza
nueva, esa esperanza indefectible que irradia desde la cruz de Jesús, que vive
y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo por los siglos de los siglos.
Amén.
PRIMERA ESTACIÓN
Jesús es condenado a muerte.
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. – Te adoramos Cristo y te
bendecimos.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum. – Que por tu santa
Cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Marcos (15, 14-15)
Pilato les dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho?». Ellos gritaron más fuerte:
«Crucifícalo». Y Pilato, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás;
y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.
Jesús está solo ante el poder de este mundo. Y se somete hasta el final
a la justicia de los hombres. Pilato se encuentra ante un misterio que no llega
a comprender. Se interroga y pide explicaciones. Busca una solución y llega,
posiblemente, hasta el umbral de la verdad. Pero decide no cruzarlo. Entre la
vida y la verdad escoge la propia vida. Entre el hoy y la eternidad elige el
hoy.
La muchedumbre elige a Barrabás y abandona a Jesús. La gente quiere la justicia
de la tierra y opta por el justiciero: aquel que podría liberarles de la
opresión y del yugo de la esclavitud. Pero la justicia de Jesús no se cumple
con una revolución: pasa a través del escándalo de la cruz. Jesús desbarata
cualquier plan de liberación porque toma sobre sí el mal del mundo y no
responde al mal con el mal. Y esto los hombres no lo entienden. No entienden
que la justicia de Dios pueda derivarse de una derrota del hombre.
Cada uno de nosotros forma parte hoy de la muchedumbre que grita:
«¡Crucifícale!». Nadie puede sentirse excluido. La muchedumbre y Pilato, en
efecto, están dominados por una sensación interior que acomuna a todos los
hombres: el miedo. El miedo a perder las propias seguridades, los propios
bienes, la propia vida. Pero Jesús señala otro camino.
Señor Jesús, cómo nos sentimos semejantes a estos personajes.
¡Cuánto miedo hay en nuestra vida!
Tenemos miedo del diferente, del extranjero, del emigrante.
Nos causa temor el futuro, los imprevistos, la miseria.
Cuánto miedo hay en nuestras familias, en los lugares de trabajo, y en
nuestras ciudades…
Y, tal vez, tenemos miedo también de Dios: miedo del juicio divino, que
nace de la poca fe, de no conocer su corazón y de las dudas sobre su
misericordia.
Señor Jesús, condenado por el miedo de los hombres, líbranos del temor
de tu juicio.
Haz que el grito de nuestras angustias no nos impida sentir la dulce
fuerza de tu invitación: «¡No tengáis miedo!».
__________
Todos:
Pater noster, qui es in
cælis: sanctificetur nomen tuum; adveniat regnum tuum; fiat voluntas tua, sicut
in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie; et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed
libera nos a malo. Amen.
Stabat Mater dolorosa iuxta crucem lacrimosa, dum pendebat Filius.
Segunda estación
Jesús con la cruz a cuestas
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. Te adoramos Cristo y te
bendecimos.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum. – Que por tu santa
Cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Marcos (15,20)
Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo
sacan para crucificarlo.
El miedo ha emitido la sentencia, pero no puede desvelarse y se esconde
detrás de las actitudes del mundo: escarnio, humillación, violencia y burla.
Ahora Jesús está revestido con sus ropas, con su sola humanidad, dolorosa y
sangrante, sin púrpura, ni ningún signo de su divinidad. Y así lo presenta
Pilato: «Ecce homo!» (Jn 19,5).
Esta es la condición de todo el que se pone a seguir a Cristo. El
cristiano no busca el aplauso del mundo o la aprobación de la calle. El
cristiano no adula y no dice mentiras para conquistar el poder. El cristiano
acepta el escarnio y la humillación a causa del amor y de la verdad.
«¿Qué es la verdad?» (Jn 18,38), preguntó Pilato a Jesús. Esta es la
pregunta de todos los tiempos. Es la pregunta de hoy. Aquí está la verdad: la
verdad del Hijo del hombre predicho por los profetas (cf. Is 52,13-53,12), un
rostro humano desfigurado que desvela la fidelidad de Dios.
En cambio, demasiado a menudo, buscamos la verdad a bajo precio, que se
acomode a nuestra vida, que responda a nuestras inseguridades o incluso que
satisfaga nuestros intereses más bajos. De este modo, terminamos conformándonos
con verdades parciales o aparentes, dejándonos engañar por «profetas de
desventura que anuncian siempre lo peor» (san Juan XXIII) o por hábiles
flautistas que anestesian nuestro corazón con músicas sugerentes que nos alejan
del amor de Cristo.
El Verbo de Dios se ha hecho hombre,
Vino a enseñarnos la verdad toda entera, sobre Dios y el hombre.
Dios es aquel que toma la cruz sobre sus hombros (cf. Jn 19,17) y se encamina por la vía del don misericordioso de sí mismo.
Y el hombre que se realiza en la verdad es aquel que lo sigue en ese
mismo camino.
Señor Jesús, concédenos contemplarte en la teofanía de la cruz, el punto
más alto de tu revelación, y de reconocer también en el esplendor misterioso de
tu rostro los rasgos de nuestro rostro.
Todos:
Pater noster, qui es in
cælis: sanctificetur nomen tuum; adveniat regnum tuum; fiat voluntas tua, sicut
in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie; et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed
libera nos a malo. Amen.
Cuius animam gementem, contristatam et dolentem pertransivit gladius.
Tercera Estación
Jesús cae por primera vezV. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi. - Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti mundum. Que por tu santa Cruz
redimiste al mundo.
Lectura del profeta Isaías (53, 4.7)
Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo
estimamos leproso, herido de Dios y humillado. Maltratado, voluntariamente se
humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al matadero, como oveja ante
el esquilador, enmudecía y no abría la boca.
Jesús es el Cordero, predicho por el profeta, que ha cargado sobre sus
hombros el pecado de toda la humanidad. Se ha hecho cargo de la debilidad del
amado, de sus dolores y delitos, de sus iniquidades y maldiciones. Hemos
llegado al punto extremo de la encarnación del Verbo. Pero hay un punto aún más
bajo: Jesús cae bajo el peso de esta cruz. ¡Un Dios que cae¡
En esta caída está Jesús que da sentido al sufrimiento de los hombres.
El sufrimiento para el hombre es a veces un absurdo, incomprensible para la
mente, presagio de muerte. Hay sufrimientos que parecen negar el amor de Dios.
¿Dónde está Dios en los campos de exterminio? ¿Dónde está Dios en las minas y
en las fábricas donde trabajan los niños como esclavos? ¿Dónde está Dios en las
pateras que se hunden en el Mediterráneo?
Jesús cae bajo el peso de la cruz, pero no queda aplastado. Cristo está
allí, descartado entre los descartados, último entre los últimos. Náufrago
entre los náufragos.
Dios se hace cargo de todo eso. Un Dios que por amor renuncia a mostrar
su omnipotencia. Pero que así, precisamente así, caído en tierra como grano de
trigo, Dios es fiel a sí mismo: fiel en el amor.
Te rogamos, Señor, por todos esos sufrimientos que parecen no tener
sentido, por los judíos muertos en los campos de exterminio, por los cristianos
asesinados por odio a la fe, por las víctimas de toda persecución, por los
niños esclavizados en el trabajo, por los inocentes que mueren en las guerras.
Haznos comprender, Señor, cuánta libertad y fuerza interior hay en esta
inédita revelación de tu divinidad, tan humana como para caer bajo el peso de
la cruz de los pecados del hombre, tan divinamente misericordiosa como para
derrotar el mal que nos oprimía.
Todos:
Pater noster, qui es in
cælis: sanctificetur nomen tuum; adveniat regnum tuum; fiat voluntas tua, sicut
in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie; et dimitte nobis debita nostra,
sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed
libera nos a malo. Amen.
O quam tristis et afflicta fuit illa benedicta Mater Unigeniti!
CUARTA ESTACIÓN
Jesús
encuentra a su Madre
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Lucas (2,
34-35.51)
Simeón los bendijo diciendo a María, su madre:
«Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será
como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y
a ti, una espada te traspasará el alma». Su madre conservaba todo esto en su
corazón.
Dios ha querido que la vida venga al mundo a
través del dolor del parto: a través del sufrimiento de una madre que da la
vida al mundo. Todos necesitan una Madre, también Dios. «El Verbo se hizo
carne» (Jn 1,14) en el seno de una Virgen. María lo acogió, lo dio a luz en
Belén, lo envolvió en pañales, lo protegió y lo hizo crecer con el calor de su
amor, y lo acompañó hasta su «hora».
Ahora, a los pies del Calvario, se cumple la
profecía de Simeón: una espada le atraviesa el corazón. María ve al Hijo,
desfigurado y exánime bajo el peso de la cruz. Ojos dolorosos, los de la Madre,
partícipe hasta el extremo en el dolor del Hijo, pero también ojos llenos de
esperanza, que, desde el día de su «sí» al anuncio del ángel (cf. Lc 1,26-38)
no han dejado de reflejar esa luz divina que brilla también en este día de
sufrimiento.
María es esposa de José y madre de Jesús. Hoy
como siempre la familia
es el corazón palpitante de la sociedad; célula irrenunciable de la vida común;
clave de bóveda insustituible de las relaciones humanas; amor para siempre que
salvará al mundo.
María es mujer y madre. Genio femenino y
ternura. Sabiduría y caridad. María, como madre de todos, «es signo de
esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto», y «como una verdadera
madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente
la cercanía del amor de Dios» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 286).
Oh María, Madre del Señor. Tú fuiste para tu divino Hijo el primer reflejo de la misericordia
de su Padre, aquella misericordia que le
pediste que manifestara en Caná.
Ahora que tu Hijo nos revela el Rostro del Padre
hasta las últimas consecuencias del amor, caminas
en silencio tras sus huellas, como primera discípula de la cruz.
Oh María, Virgen fiel, cuida de todos los huérfanos de la Tierra, protege a todas las mujeres explotadas y maltratadas.
Suscita mujeres valerosas para el bien de la Iglesia.
Inspira a cada madre para que eduque a sus hijos
en la ternura del amor de Dios, y que, en
el momento de la prueba, los acompañen en su camino con la fuerza silenciosa de su fe.
Todos:
Pater
noster, qui es in cælis: sanctificetur
nomen tuum; adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed libera nos a malo. Amen.
Quœ mœrebat et dolebat pia Mater, dum videbat Nati
pœnas incliti.
QUINTA
ESTACIÓN
El
Cirineo ayuda a Jesús a llevar la cruz
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Marcos (15,
21-22)
Y a uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón
de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz. Y
llevaron a Jesús al Gólgota, que quiere decir lugar de «La Calavera».
En la historia de la salvación aparece un hombre
desconocido. A Simón de Cirene, un trabajador que volvía del campo, lo obligan
a llevar la cruz. Y la gracia del amor de Cristo, que pasa a través de aquella
cruz, actúa en primer lugar en él. Y Simón, forzado a llevar un peso a
regañadientes, llegará a ser discípulo del Señor.
Cuando el sufrimiento toca a la puerta nunca es
bien recibido. Se presenta siempre como una imposición, a veces incluso como
una injusticia. Y nos puede encontrar dramáticamente desprevenidos. Una enfermedad
puede acabar con nuestros proyectos de vida. Un niño discapacitado puede
perturbar el sueño de una maternidad anhelada. Esa tribulación no buscada llama
sin embargo con prepotencia al corazón del hombre. ¿Cómo reaccionamos frente al
sufrimiento de una persona amada? ¿Cuánto nos preocupa el grito de quien sufre
pero vive lejos de nosotros?
El Cireneo nos ayuda a entrar en la fragilidad
del alma humana y nos descubre otro aspecto de la humanidad de Jesús. Hasta el
Hijo de Dios tuvo necesidad de alguien que lo ayudara a llevar la cruz. ¿Quién
es el Cireneo? Es la misericordia de Dios presente en la historia de los seres
humanos. Dios se ensucia las manos con nosotros, con nuestros pecados y
fragilidades. No se avergüenza. Y no nos abandona.
Señor Jesús, te
damos gracias por este don que supera todo deseo y nos desvela tu misericordia.
Tú nos has amado, no sólo hasta darnos la
salvación, sino hasta hacernos instrumentos de salvación.
Mientras tu cruz da sentido a todas nuestras
cruces, a nosotros se nos da la gracia más grande de la vida: participar activamente en el misterio de la redención,
ser instrumentos de salvación para nuestros hermanos.
Todos:
Pater
noster, qui es in cælis: sanctificetur
nomen tuum; adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed libera nos a malo. Amen.
Quis est homo qui non fleret, Matrem Christi si videret in
tanto supplicio?
SEXTA
ESTACIÓN
La
Verónica enjuga el rostro de Jesús
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Lectura del profeta Isaías (53, 2-3)
Sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto
atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores,
acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultaban los rostros, despreciado
y desestimado.
Entre la agitada multitud que contempla la
subida de Jesús al Calvario, aparece Verónica, una mujer sin rostro, sin
historia. Y, sin embargo, una mujer valiente, dispuesta a escuchar al Espíritu
y seguir sus inspiraciones, capaz de reconocer la gloria del Hijo de Dios en el
rostro desfigurado de Jesús, y percibir su invitación: «Vosotros, los que
pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor como el dolor que me atormenta»
(Lm 1,12).
El amor que encarna esta mujer nos deja sin
palabras. El amor le da fuerzas para desafiar a los guardias, para atravesar la
multitud, para acercarse al Señor y realizar un gesto de compasión y de fe:
detener el flujo de sangre de las heridas, enjugar las lágrimas del dolor,
contemplar aquel rostro desfigurado, detrás del cual se esconde el rostro de
Dios.
Instintivamente huimos del sufrimiento, porque
el sufrimiento nos repugna. Cuántas veces, cuando nos encontramos con tantos
rostros desfigurados por las aflicciones de la vida miramos a otro lado. ¿Cómo
no ver el rostro del Señor en los millones de prófugos, refugiados y
desplazados que huyen desesperados del horror de la guerra, de las
persecuciones y de las dictaduras? Para cada uno de ellos, con su rostro
irrepetible, Dios se manifiesta siempre como un valiente rescatador. Como Verónica,
la mujer sin rostro, que enjugó amorosamente el rostro de Jesús.
«Tu rostro buscaré, Señor» (Sal 27,8).
Ayúdame a encontrarlo en los hermanos que
recorren la vía del dolor y de la humillación.
Haz que sepa enjugar las lágrimas y la sangre de
los vencidos de toda época, de los que la
sociedad rica y despreocupada descarta sin escrúpulo.
Haz que detrás de cada rostro, también el del
hombre más abandonado, sepa descubrir tu rostro de belleza infinita.
Todos:
Pater
noster, qui es in cælis: sanctificetur
nomen tuum; adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed libera nos a malo. Amen.
Quis
non posset contristari, Christi Matrem
contemplari dolentem cum Filio?
SÉPTIMA
ESTACIÓN
Jesús cae
por segunda vez
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Lectura del profeta Isaías (53,5)
Fue traspasado por nuestras rebeliones,
triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus
cicatrices nos curaron.
Jesús cae de nuevo. Aplastado pero no aniquilado
por el peso de la cruz. Una vez más, descubre su humanidad. Es una experiencia
al límite de la impotencia, de vergüenza ante quienes lo afrentan, de
humillación ante quienes habían esperado en él. Nadie quisiera nunca caer por
tierra y experimentar el fracaso. Especialmente delante de otras personas.
Con frecuencia los hombres se rebelan contra la
idea de no tener poder, de no ser capaces de llevar adelante la propia vida.
Jesús, en cambio, encarna el «poder de los sin poder». Experimenta el tormento
de la cruz y la fuerza salvadora de la fe. Sólo Dios puede salvarnos. Sólo él
puede transformar un signo de muerte en una cruz gloriosa.
Si Jesús ha caído en tierra por segunda vez por
el peso de nuestros pecados, aceptemos entonces que también nosotros caemos,
que hemos caído, que aún podemos caer por nuestros pecados. Reconozcamos que no
podemos salvarnos por nosotros mismos, con nuestras propias fuerzas.
Señor Jesús, que has aceptado la humillación de
caer de nuevo bajo la mirada de todos: quisiéramos
contemplarte no sólo cuando estás en el polvo, sino
fijar en ti nuestra mirada, desde la misma
situación, también nosotros por tierra, caídos por nuestras debilidades.
Haznos tomar conciencia de nuestro pecado,
la voluntad de volver a levantarse que nace del dolor.
Da a toda tu Iglesia la conciencia del
sufrimiento.
Ofrece en particular a los ministros de la
Reconciliación el don de las lágrimas por sus pecados.
¿Cómo podrán invocar sobre los demás y sobre sí
mismos tu misericordia si no saben primero llorar sus propias culpas?
________
Todos:
Pater
noster, qui es in cælis: sanctificetur
nomen tuum; adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed libera nos a malo. Amen.
Pro
peccatis suœ gentis vidit Iesum in
tormentis et flagellis subditum.
OCTAVA
ESTACIÓN
Jesús
encuentra a las mujeres de Jerusalén
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Lucas (23,27-28)
Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de
mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió
hacia ellas y les dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por
vosotras y por vuestros hijos».
Jesús, aunque está desgarrado por el dolor y
busca refugio en el Padre, siente compasión del pueblo que lo seguía y se
dirige directamente a las mujeres que lo están acompañando en el camino del
Calvario. Y hace un enérgico llamamiento a la conversión.
«No lloréis por mí», dice el Nazareno, porque yo
estoy haciendo la voluntad del Padre, sino llorad por vosotras por todas las
veces que no hacéis la voluntad de Dios.
Es el Cordero de Dios el que habla y que,
llevando sobre sus hombros el pecado del mundo, purifica los ojos de estas
hijas, que ya se dirigen hacia él, aunque de modo imperfecto. «¿Qué tenemos que
hacer?», parece gritar el llanto de estas mujeres delante del Inocente. Es la
misma pregunta que la multitud le hizo al Bautista (cf. Lc 3,10) y que repiten
luego quienes escuchan a Pedro después de Pentecostés, sintiéndose traspasado
el corazón: «¿Qué tenemos que hacer?» (Hch 2,37).
La respuesta es simple y precisa: «Convertíos».
Una conversión personal y comunitaria: «Rezad unos por otros para que os
curéis» (St 5,16). No hay conversión sin caridad. Y la caridad es el modo de
ser Iglesia.
Señor Jesús, que
tu gracia sostenga nuestro camino de conversión para regresar a ti,
en comunión con nuestros hermanos, por quienes te pedimos nos des tus mismas entrañas de
misericordia, entrañas maternas que nos
hagan capaces de sentir unos por otros ternura y compasión, y de llegar a entregarnos por la salvación del prójimo.
_________
Todos:
Pater
noster, qui es in cælis: sanctificetur
nomen tuum; adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed libera nos a malo. Amen.
Eia,
Mater, fons amoris, me sentire vim doloris
fac, ut tecum lugeam.
NOVENA
ESTACIÓN
Jesús cae
por tercera vez
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Lectura de la carta del Apóstol Pablo a los
Filipenses (2,6-7)
Él, siendo de condición divina, no retuvo
ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la
condición de esclavo, hecho semejante a los hombres.
Jesús cae por tercera vez. El Hijo de Dios
experimenta hasta las últimas consecuencias la condición humana. Con esta caída
entra aún más plenamente en la historia de la humanidad. Y acompaña en todo
momento a la humanidad que sufre. «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta
el final de los tiempos» (Mt 28, 21).
¡Cuántas veces los hombres y las mujeres caen
por tierra! ¡Cuántas veces los hombres, las mujeres y los niños sufren por la
familia dividida! ¡Cuántas veces los hombres y las mujeres piensan que no
tienen más dignidad porque no tienen un trabajo! ¡Cuántas veces los jóvenes
están obligados a vivir una vida precaria y pierden la esperanza en el futuro!
El hombre que cae, y que contempla al Dios que
cae, es el hombre que puede finalmente admitir su debilidad e impotencia ya sin
temor y desesperación, precisamente porque también Dios lo ha experimentado en
su Hijo. Es gracias a la misericordia que Dios se ha abajado hasta este punto,
hasta estar tendido en el polvo del camino. Polvo mojado por el sudor de Adán y
la sangre de Jesús y de todos los mártires de la historia; polvo bendecido por
las lágrimas de tantos hermanos que murieron por la violencia y la explotación
del hombre por el hombre. A este polvo bendito, ultrajado, violado y depredado
por el egoísmo humano, el Señor ha reservado su último abrazo.
Señor Jesús, postrado
sobre esta tierra reseca, estás cerca de
todos los hombres que sufren e infundes en
sus corazones la fuerza para volver a levantarse.
Te pido, Dios de la misericordia, por todos los que se encuentran postrados por tierra por
tantos motivos: pecados personales,
matrimonios fracasados, soledad, pérdida
del trabajo, dramas familiares, angustia por el futuro.
Hazles sentir que tú no estás lejos de cada uno
de ellos, porque el más próximo a ti, que
eres la misericordia encarnada, es el
hombre que más siente la necesidad del perdón y
sigue esperando contra toda esperanza.
____________
Todos:
Pater
noster, qui es in cælis: sanctificetur
nomen tuum; adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed libera nos a malo. Amen.
Fac,
ut ardeat cor meum in amando Christum
Deum, ut sibi complaceam.
DÉCIMA
ESTACIÓN
Jesús es
despojado de sus vestiduras
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Marcos (15,24)
Después lo crucificaron. Los soldados se
repartieron sus vestiduras, sorteándolas para ver qué le tocaba a cada uno.
A los pies de la cruz, bajo el crucificado y los
ladrones que sufren, están los soldados que se disputan las vestiduras de
Jesús. Es la banalidad del mal.
La mirada de los soldados es ajena a este
sufrimiento y distante de la historia que los rodea. Parece que lo que está
sucediendo no les afecta. Mientras el Hijo de Dios padece los suplicios de la
cruz, ellos, sin inmutarse, siguen llevando una vida dominada por las pasiones.
Esta es la gran paradoja de la libertad que Dios ha concedido a sus hijos. Ante
la muerte de Jesús, cada hombre puede elegir: o contemplar a Cristo o «echar a
suertes».
Es enorme la distancia que separa al Crucificado
de sus verdugos. El interés mezquino por las vestiduras no les permite percibir
el sentido de aquel cuerpo inerme y despreciado, escarnecido y maltratado, en
el que se cumple la divina voluntad de salvación de la humanidad entera.
Aquel cuerpo que el Padre ha «preparado» para el
Hijo (cf. Sal 40, 7; Hb 10, 5) expresa ahora el amor del Hijo por el Padre y el
don total de Jesús a los hombres. Aquel cuerpo despojado de todo, menos del
amor, encierra en sí el inmenso dolor de la humanidad y habla de todas sus
heridas. Sobre todo de las más dolorosas: las llagas de los niños profanados en
su intimidad.
Aquel cuerpo mudo y sangrante, flagelado y
humillado, indica el camino de la justicia. La justicia de Dios que transforma
el sufrimiento más atroz en la luz de la resurrección.
Señor Jesús: Quiero
presentar ante ti a toda la humanidad dolorida.
Los cuerpos de hombres y mujeres, de niños y
ancianos, de enfermos y discapacitados oprimidos en su dignidad. Cuántas
violencias a lo largo de la historia de esta humanidad han golpeado lo que el
hombre tiene como más suyo, algo sagrado y bendito porque procede de Dios.
Te pedimos, Señor, por quien ha sido violado en
su intimidad.
Por quien no comprende el misterio de su propio
cuerpo, por quien no lo acepta o desfigura su belleza, por quien no respeta la debilidad y la sacralidad del cuerpo
que envejece y muere.
Y que un día resucitará.
Todos:
Pater
noster, qui es in cælis: sanctificetur
nomen tuum; adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed libera nos a malo. Amen
Sancta Mater, istud agas, crucifixi fige plagas cordi
meo valide.
UNDÉCIMA
ESTACIÓN
Jesús es
clavado en la cruz
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Lucas (23,
39-43)
Uno de los malhechores crucificados lo
insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres
la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras
culpas, pero él no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando
vengas a establecer tu Reino». Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás
conmigo en el Paraíso».
Jesús está en la cruz, «árbol fecundo y
glorioso», «tálamo, trono y altar» (Himno Vexila Regis). Y desde lo alto de
este trono, punto de atracción del todo el universo (cf. Jn 12,32), perdona a
quienes lo crucifican «porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Sobre la cruz
de Cristo, «balanza del gran rescate» (Himno Vexila Regis), resplandece una
omnipotencia que se despoja, una sabiduría que se abaja hasta la locura, un
amor que se ofrece en sacrificio.
A la derecha y a la izquierda de Jesús están los
dos malhechores, probablemente dos asesinos. Estos dos malhechores interpelan
al corazón de todo hombre porque muestran dos modos diferentes de estar en la
cruz: el primero maldice a Dios, el segundo reconoce a Dios en esa cruz. El
primer malhechor propone la solución más cómoda para todos. Propone una
salvación humana y su mirada está dirigida hacia abajo. La salvación para él
significa escapar de la cruz y acabar con el sufrimiento. Es la lógica de la
cultura del descarte. Pide a Dios eliminar todo lo que no es útil ni digno de
ser vivido.
El segundo malhechor, sin embargo, no negocia
una solución. Propone una salvación divina y su mirada está dirigida totalmente
al cielo.
Para él, la salvación significa aceptar la voluntad de Dios incluso en las
peores condiciones. Es el triunfo de la cultura del amor y del perdón.
Es la locura de la cruz ante la cual toda
sabiduría humana desaparece y queda en silencio.
Tú, crucificado por amor, dame ese perdón tuyo que olvida y esa misericordia que recrea.
Hazme experimentar en cada confesión
la gracia que me ha creado a tu imagen y semejanza,
y que me recrea cada vez que pongo mi vida,
con todas sus miserias, en las manos misericordiosas
del Padre.
Que tu perdón resuene en mí como certeza del
amor que me salva, me renueva y me hace
estar contigo para siempre.
Entonces seré de verdad un malhechor
bienaventurado y cada perdón tuyo será
como pregustar ya desde ahora el Paraíso.
Todos
Pater
noster, qui es in cælis: sanctificetur
nomen tuum; adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed libera nos a malo. Amen.
Tui Nati vulnerati, tam dignati pro me pati, pœnas
mecum divide.
DUODÉCIMA
ESTACIÓN
Jesús
muere en la cruz
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Marcos
(15,33-39)
Al mediodía, se oscureció toda la tierra hasta
las tres de la tarde; y a esa hora, Jesús exclamó en alta voz: «Eloi, Eloi,
lamá sabactani», que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?». Algunos de los que se encontraban allí, al oírlo, dijeron: «Está
llamando a Elías». Uno corrió a mojar una esponja en vinagre y, poniéndola en
la punta de una caña le dio de beber, diciendo: «Vamos a ver si Elías viene a
bajarlo». Entonces Jesús, dando un grito, expiró. El velo del Templo se rasgó
en dos, de arriba abajo. Al verlo expirar así, el centurión que estaba frente a
él, exclamó: «¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!».
Oscuridad a mediodía: está ocurriendo algo
totalmente inaudito e imprevisto sobre la tierra, pero que no pertenece sólo a
la tierra. El hombre mata a Dios. El Hijo de Dios ha sido crucificado como un
malhechor.
Jesús se dirige al Padre gritando las primeras
palabras del Salmo 22. Es el grito del sufrimiento y de la desolación, pero es
también el grito de la completa «confianza de la victoria divina» y de la «certeza
de la gloria» (Benedicto XVI,
Catequesis,
14 septiembre 2011).
El grito de Jesús es el grito de todo
crucificado en la historia, del abandonado y del humillado, del mártir y del
profeta, del calumniado y del condenado injustamente, de quien sufre el exilio
o la cárcel. Es el grito de la desesperación humana que desemboca, sin embargo,
en la victoria de la fe que transforma la muerte en vida eterna. «Contaré tu
fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré» (Sal 22,23).
Jesús muere en la cruz. ¿Es la muerte de Dios?
No, es la celebración más sublime del testimonio de la fe.
El siglo XX ha sido definido como el siglo de los
mártires. Ejemplos como los de Maximiliano Kolbe y Edith Stein reflejan una luz
inmensa. Pero todavía hoy el cuerpo de Cristo está crucificado en muchas
regiones de la tierra. Los mártires del siglo XXI son los verdaderos apóstoles
del mundo contemporáneo.
En la gran oscuridad se enciende la fe:
«¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!», porque quien muere así,
transformando en esperanza de vida la desesperación de la muerte, no puede ser
simplemente un hombre.
El crucificado es la ofrenda total.
No se ha reservado nada, ni un retazo de su
vestidura, ni una gota de su sangre, ni la Madre.
Ha dado todo: «Consummatum est».
Cuando no se tiene nada más para dar, porque se
ha dado todo, entonces se es capaz de dar
verdaderamente.
Despojado, desnudo, consumido por las llagas,
por la sed del abandono, por los improperios: no
tiene ya figura de hombre.
Dar todo: eso es la caridad.
Donde termina lo mío, comienza el paraíso.
(don Primo Mazzolari)
Todos:
Pater
noster, qui es in cælis: sanctificetur
nomen tuum; adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed libera nos a malo. Amen.
Vidit suum dulcem Natum moriendo desolatum, dum
emisit spiritum.
DÉCIMOTERCERA
ESTACIÓN
Jesús es
bajado de la cruz
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Marcos
(15,42-43.46a)
Al anochecer, como era el día de la Preparación,
víspera del sábado, vino José de Arimatea, miembro noble del Sanedrín, que
también aguardaba el reino de Dios; se presentó decidido ante Pilato y le pidió
el cuerpo de Jesús. Este compró una sábana y, bajando a Jesús, lo envolvió en
la sábana.
José de Arimatea recibe a Jesús antes de haber
visto su gloria. Lo recibe como un derrotado. Como un malhechor. Como un
excluido. Pide el cuerpo a Pilato para impedir que sea arrojado en una fosa
común. José arriesga su reputación y, tal vez también, como Tobit, su propia
vida (cf. Tb 1,15-20). La valentía de José, sin embargo, no es la audacia de
los héroes en la batalla. La valentía de José es la fuerza de la fe. Una fe que
se hace acogida, gratuidad y amor. En una palabra: caridad.
El silencio, la sencillez y la sobriedad con la
que José se acerca al cuerpo de Jesús contrasta con la ostentación, la
banalización y la fastuosidad de los funerales de los poderosos de este mundo.
Su testimonio nos recuerda, en cambio, a todos aquellos cristianos que, también
en nuestros días, siguen arriesgando su propia vida por un funeral.
¿Quién podía recibir el cuerpo sin vida de Jesús
más que aquella que le había dado la vida? Podemos imaginar los sentimientos de
María cuando lo recibe en sus brazos; ella, que creyó en las palabras del ángel
y guardaba todo en su corazón.
María, mientras abraza a su hijo exánime, repite
de nuevo su «fiat». Es el drama y la prueba de la fe. Ninguna creatura lo ha
sufrido tanto como María, la madre que, al pie de la cruz, nos ha engendrado a
la fe.
Repetía la oración del mundo:
«Padre, Abbá, si es posible…».
Sólo un ramito de olivo oscilaba sobre su cabeza al
viento silencioso…
Ni siquiera una espina le quitaste de la corona.
Traspasado también el pensamiento no puede, no puede allá arriba, no puede el pensamiento dejar de sangrar.
Y ni siquiera una mano le desclavaste del madero: para
que se limpiara de los ojos la sangre
y le fuera concedido mirar
allí al menos a la Madre sola…
Hasta los poderosos y maestros de crueldad y
la gente, al verlo se cubrían el rostro
y él fluctuaba en una nube: dentro de la nube del divino abandono.
Y después, sólo después. Tú y nosotros a devolverle la vida.
(Padre Turoldo)
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Todos:
Pater
noster, qui es in cælis: sanctificetur
nomen tuum; adveniat regnum tuum;
fiat voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed libera nos a malo. Amen.
Fac me tecum pie flere Crucifixo condolere Donec
ego vixero
DECIMOCUARTA
ESTACIÓN
Jesús es
puesto en el sepulcro
V. Adoramus te, Christe, et benedicimus tibi.
Te adoramos Cristo y te bendecimos.
R. Quia per sanctam crucem tuam redemisti
mundum. Que por tu santa Cruz redimiste al mundo.
Lectura del Evangelio según san Mateo (27,
59-60)
José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en
una sábana limpia, lo puso en su sepulcro nuevo que se había excavado en la
roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó.
Mientras José sella la tumba de Jesús, él
desciende a los infiernos y abre sus puertas de par en par.
Lo que la Iglesia occidental llama «descenso a
los infiernos», la Iglesia oriental lo celebra ya como Anastasis, es decir,
«Resurrección». Así es como las Iglesias hermanas comunican al hombre la plena
Verdad de este único Misterio: «Esto dice el Señor Dios: Yo mismo abriré
vuestros sepulcros, y os sacaré de ellos, pueblo mío. Pondré mi espíritu en
vosotros y viviréis» (Ez 37,12.14).
Tu Iglesia, Señor, canta cada mañana: «Por la
entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo
alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte» (Lc
1,78-79).
El hombre, deslumbrado por unas luces que tienen
el color de las tinieblas, empujado por las fuerzas del mal, hizo rodar una
gran piedra y te ha encerrado en el sepulcro. Pero nosotros sabemos que tú,
Dios humilde, en el silencio en el que nuestra libertad te ha depuesto, estás
más activo que nunca, generando nueva gracia en el hombre que amas. Entra,
pues, en nuestros sepulcros: enciende de nuevo la llama de tu amor en el
corazón de todo hombre, en el seno de toda familia, en el camino de cada
pueblo.
Oh Cristo Jesús, todos caminamos hacia nuestra muerte y nuestra tumba.
Permítenos detenernos en espíritu junto a tu sepulcro.
Que el poder de la vida que se ha manifestado en él traspase
nuestros corazones.
Que esta vida sea la luz de nuestra peregrinación terrena.
(San Juan Pablo II)
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Todos:
Pater
noster, qui es in cælis: sanctificetur
nomen tuum; adveniat regnum tuum;
fiat
voluntas tua, sicut in cælo, et in terra.
Panem nostrum cotidianum da nobis hodie;
et dimitte nobis debita nostra, sicut et nos dimittimus debitoribus nostris; et ne nos inducas in tentationem; sed libera nos a malo. Amen.
Quando
corpus morietur, fac, ut animæ donetur
Paradisi gloria. Amen.
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