El alma del buen ladrón. James Tissot
La primera mirada de Jesús «se dirige siempre al hombre, en su bondad, como salió de las manos del Padre, y como será cuando Él lo abrace con su perdón» dice el sacerdote Álvaro Cárdenas, editor de El Buen Ladrón, Misterio de Misericordia (Voz de papel), del canadiense André Daigneault, y promotor en España de la devoción a san Dimas, cuya memoria litúrgica coincide este año con el Viernes Santo
UNA
PREGUNTA A BOCAJARRO: UN LADRÓN, UN BANDIDO, PROBABLEMENTE UN ASESINO… ESTÁ EN
EL CIELO AHORA MISMO, HACIÉNDOLE COMPAÑÍA A DIOS. ¿CÓMO PUEDE ESO SER POSIBLE?
Tan posible como que el mismo
Dios, en su Hijo Jesucristo, nos lo ha asegurado, cuando respondió a la
petición del Ladrón arrepentido que moría con Él: «Te
lo aseguro, hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). Ocurrió
aquel primer Viernes Santo de la historia, cuando Jesucristo, el Hijo de Dios,
agonizaba en la cruz. Le acompañaban en su suplicio dos ladrones, uno a su
derecha y otro a su izquierda (Mt 27, 38; Mc 15, 27; Lc 23, 32-33; Jn 19, 18).
Lo habían acompañado desde el tribunal, según se acostumbraba en los procesos
penales romanos: todos los reos escuchaban las declaraciones de los demás antes
de oír la sentencia de cada uno. Desde entonces el Buen Ladrón debió llenarse
de estupor ante las acusaciones que le hacían los judíos de haber dicho de sí
que era el Mesías y el Hijo de Dios, y de las respuestas que Jesús iba dado a
las preguntas del desconcertado Pilato: «Tú lo
dices, soy Rey, para eso he venido al mundo, para ser testigo de la verdad» (Jn 18, 37). Tras la brutal flagelación y condena
a muerte, debió llegarle profundamente al corazón su mansedumbre durante el
camino de la cruz, una mansedumbre nunca vista en casos parecidos en que los
reos mostraban su odio y su desesperación, maldiciendo a sus verdugos. Su
mansedumbre, «como cordero llevado al matadero» (Is 53, 7), y sus misteriosas palabras desde la
cruz, debieron abrir una brecha en el corazón endurecido de aquel criminal.
Sobre todo cuando disculpó, ante su Padre, a sus enemigos, y le suplicó el
perdón para ellos: «Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen» (Lc 23, 34).
Y como suele ocurrir, por esa brecha entró como un torbellino el Espíritu
Santo, iluminando en esos momentos las tinieblas del corazón de aquel
malhechor, conduciéndolo a la fe, invadiéndolo de audaz confianza, provocando
en su interior un profundo arrepentimiento, y colmándolo de un deseo completo
de estar con Él en su Reino. Y en un instante, quedó salvado el que se hallaba
irremediablemente perdido.
¿QUÉ
ES LO QUE VIO CRISTO EN DIMAS PARA REGALARLE –LITERALMENTE– EL CIELO, AQUEL
LUGAR AL QUE NINGÚN MORTAL HABÍA ACCEDIDO TODAVÍA HASTA ENTONCES?
Cinco cosas, fundamentalmente, ve
Jesús en este criminal, que despliegan su infinito Amor y Misericordia sobre
él:
·
El designio del
Padre sobre el Buen Ladrón, y sus profundas heridas. Como en la parábola del Buen
Samaritano, la primera mirada de Jesús se dirige siempre al hombre, en su
bondad, como salió de las manos del Padre, y como será cuando Él lo abrace con
su perdón, lo libere de su esclavitud, lo sane de sus heridas interiores, lo
restaure y revista de belleza infinita según el designio de plenitud del Padre.
Jesús contempla con infinita compasión humana y divina, con perfecto e
indestructible Amor Misericordioso, esa humanidad herida a causa del mal, del
peso de la herencia, de la falta de amor, del extravío de la conciencia, del
debilitamiento de la voluntad, del engaño fatal del demonio, y de la debilidad
humana y de sus sufrimientos. Jesús contempla sus heridas, y las ataduras de
mal y de pecado con que Satanás tuvo atado por tantos años a este hijo de
Abraham. Una situación tal que despierta toda la ternura y la compasión de
Jesús por aquel hombre, un deseo irresistible de alcanzarlo con su Misericordia
y de salvarlo.
·
La extraordinaria
fe del Buen Ladrón. Jesús contempla en él una fe sin parangón, no comparable con la de
ningún otro, de cualquier otro tiempo. Pues él no fue testigo de ningún
milagro, ni jamás escuchó predicación alguna de Jesús, o sobre Él, como fue en
el caso de los Apóstoles, o de sus discípulos, o de tantos que han sido
cristianos a lo largo de los siglos. Y sin embargo el Buen Ladrón llegó a la
fe. No necesitó signos, como sus Apóstoles y sus discípulos, ni como San Pablo,
que necesitaron el gran signo de la resurrección. Le bastó, únicamente el gran
milagro del amor, de la mansedumbre, de la inquebrantable confianza filial en
su Padre, y del asombroso perdón a sus enemigos. Le bastó esto para creer que
estaba ante el Hijo de Dios, ante el Mesías que tenía que venir a salvar al
mundo, y para confesarlo ante los hombres.
·
Su sincero
arrepentimiento. Viendo el amor con que moría Jesús, tanto a su Padre como a sus
enemigos, aquel criminal experimentó un tsunami interior que pulverizó en ese
tiempo de agonía la dureza de su corazón, sus mecanismos de justificación, con
los que el hombre suele intentar apaciguar la propia conciencia, su orgullo
herido, su rencor y resentimiento hacia todo y hacia todos. Desnudo ante Jesús,
no sólo externamente, sino principalmente en lo más hondo de sí, fue alcanzado
por la mirada de misericordiosa de Jesús. Probablemente también, por la mirada
llena de compasión, amor puro, y ternura maternal de la Virgen, que contemplaba
la agonía de este otro hijo suyo, a quien, en el discípulo amado, Jesús se lo
había confiado como su Madre. Todo este desbordamiento de amor divino en los
dos corazones plenamente humanos de Jesús y de María, fue volcado sobre el
corazón herido, desfigurado, y endurecido, de aquel hijo de Dios, pródigo y
perdido hasta entonces, pero verdadero hijo de Dios. Y ese amor puro de Dios en
él, provocó un sincero arrepentimiento y un profundo dolor de sus muchos
errores, trasgresiones, alejamiento de Dios y de sus mandamientos, de sus
crímenes y pecados.
·
Su audaz confianza. Una confianza que no se apoyaba en un conocimiento reservado a unos
pocos que le ofreciera la salvación (gnosis), ni tampoco en la buena conciencia
de sí mismo, de sus buenas y abundantes obras, o en su propia justicia
(autojustificación), sino únicamente en el Amor Misericordioso de Dios, que en
su Hijo hecho hombre, le ofrecía gratuitamente, también a él, el regalo
inesperado de su perdón (gracia). Una audaz confianza que le llevó a llamar a
Jesús por su nombre y a esperar de Él la salvación: «Jesús,
acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino»
(Lc 23, 42).
·
Su inquebrantable
esperanza. El Buen Ladrón, consciente del
fin de esta vida con todas sus cosas, no pudiendo seguir poniendo en ellas su
confianza, puso su esperanza únicamente en Jesús y en el Reino que Él estaba
inaugurando. Despojado de todo apoyo humano desde el momento de su condena a muerte,
sólo podía poner su esperanza en Aquel que un poco antes había afirmado: «Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos
hacia mí» (Jn 12, 33). Como Abraham, «contra toda esperanza esperó» (Rom 4, 18).
A
MUCHOS LES PUEDE ESCANDALIZAR LA FIGURA DEL BUEN LADRÓN. «DIOS NO ES JUSTO.
DIMAS NO SE LO MERECE…», PODRÍAN ARGÜIR. ¿QUÉ SE LES PUEDE DECIR?
Es verdad que Dimas realmente no
se merece la salvación. Pero lo que vale para él, también vale para quienes
siempre estamos intentando escondernos detrás de una aparente justicia. Porque
en realidad lo que nos hace justos no es nuestra justicia, que nunca es
plenamente tal. Porque, por nuestra condición humana, queramos o no, estamos
sometidos al pecado. La verdadera justicia no nace de nuestra generosidad natural,
o de nuestras pretendidas virtudes. Pensar que podemos hacernos justos con
nuestro mero esfuerzo es una muestra evidente de orgullo. Una afirmación de la
fe cristiana, enseñada particularmente por San Pablo, es que en el orden
sobrenatural no podemos hacer nada meritorio sin la gracia. Nuestras técnicas y
nuestros esfuerzos nada valen sin ella. Todo es don de la gracia, que hemos de
acoger, como enseña San Agustín, como mendigos, según la enseñanza de Jesús: «Sin mí, no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). Y es únicamente la sangre de Cristo
la que nos justifica. Nunca estaremos justificados por nuestras obras de
justicia. Si así fuera hubiera sido inútil el sacrificio salvador de Cristo.
Que Dios, en su infinita
Misericordia, salve al condenado, no es razón para afirmar que sea injusto.
Porque hay una justicia insondable para el hombre, que no es sólo la justicia
que retribuye a cada uno según sus obras, sino una justicia más grande, y más
extraordinaria, que es la justicia capaz de acceder a la entraña misma del
hombre injusto, iluminar las tinieblas de su extravío con la luz de la verdad,
abrazarle interiormente con su Misericordia, y destruir desde dentro la fuerza
del pecado con la fuerza suprema del Amor, realizando en el corazón del hombre
el milagro de su justificación y de su conversión. Dios realizando este milagro
de su Misericordia, que es la conversión del pecador, lo justifica y le ofrece
una vida nueva. Así muestra Dios que no es injusto, al contrario, muestra la
potencia de su justicia que hace justo al impío, y santo al pecador.
Estamos a
punto de entrar en la Semana donde celebramos el Misterio de la misericordia,
en plena celebración del Año de la Misericordia.
¿Qué
nos dice el Buen LADRÓN? ¿QUÉ PUEDE APRENDER EL «PECADOR MEDIO» DE ÉL?
La cosa más importante que el
Ladrón arrepentido nos enseña es que la salvación es un don gratuito que se nos
ofrece, y que se nos invita a acoger siempre de nuevo. También, y de modo más
consciente, en este Año de la Misericordia. Que el modo adecuado como hemos de
recibirla es con asombro y gratitud. Es así como el Ladrón arrepentido la
recibió en el primer Viernes Santo de la historia. Pues el hombre no puede
llegar a su estado de justicia, a la salvación, a través de un conocimiento
privilegiado que le salva (como afirmaban los griegos, y como lo han hecho
todas las gnosis de todos los tiempos), tampoco a través de una accésis
corporal, de los afectos y de la voluntad, o de técnicas sutiles de silencio y
de interiorización personal (como afirma el budismo y la actual nueva Nueva
Era). Únicamente Cristo, con su Misericordia, le salva. Pues, como afirmaba el
Cardenal Ratzinger en su Introducción al
cristianismo, el hombre no vuelve
profundamente a sí mismo por lo que hace sino por lo que recibe. Tiene que
esperar el don del amor, y el amor solo puede recibirlo como don. No podemos
«hacerlo» nosotros solos sin los demás, tenemos que esperarlo, dejar que se nos
dé. El hombre para salvarse depende de un don. Si se niega a recibirlo se
destruye a sí mismo. El amor, la Misericordia, el perdón, es el don que todos
necesitamos. Y hemos de recibirlo de la Iglesia, a quien el Señor confió este
don, por medio de sus sacramentos, en particular el de la reconciliación y el
de la Santísima Eucaristía. Y en este Año Jubilar de la Misericordia, también a
través del preciosísimo don de la Indulgencia plenaria.
Y
SI ESTÁS DESESPERADO, INCAPAZ DE SUPERAR UN PECADO, INCAPAZ DE PERDONAR,
INCAPAZ DE PERDONARTE…
El remedio es la esperanza
cristiana, la confianza en el Amor Misericordioso de Dios, que es fiel, y que
perdonó al Ladrón arrepentido. Nos exhorta San Pablo: «Os digo esto para que no pequéis, pero si alguno peca,
tenemos un abogado que intercede por nosotros ante el Padre, Jesucristo, el
Justo» (1Jn 2, 1). El camino de
la liberación del pecado puede ser laborioso, porque éste muchas veces genera
ataduras en la persona. Exige humildad para perdonar y para dejarse perdonar,
la contrición o dolor interior por el mal cometido, rechazo del pecado y de las
ocasiones de pecar, confianza en el Amor Misericordioso de Dios, el humilde
dialogo con la Iglesia, a quien Jesús ha dejado el aceite del consuelo para
sanar las heridas. Y, por supuesto, ¡la gracia que salva!, que el hombre
siempre ha de esperar pacientemente y estar dispuesto a recibir. El camino
ordinario para ello es a través del maravilloso Sacramento de la reconciliación
y del perdón, confiado al ministerio apostólico, los Apóstoles y sus sucesores:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis
los pecados, les quedan perdonados. A quienes se los retengáis, les quedan
retenidos» (Jn 20, 23). Pero,
incluso con todo esto, nos ha recordado San Juan Pablo II en su enseñanza sobre
el Sacramento de la Reconciliación: «después de
la absolución queda en el cristiano una zona de sombra, debida a las heridas
del pecado, a la imperfección del amor en el arrepentimiento, al debilitamiento
de las facultades espirituales en las que obra un foco infeccioso de pecado,
que siempre es necesario combatir con la mortificación y la penitencia» (Reconciliación y penitencia, 31, IV).
Todo esto es un milagro infinito de Amor, que Dios realiza por gracia en el
corazón del hombre, pero que debe ser acogido libremente, y a menudo
laboriosamente, por él.
UN
PRESO, UNA PERSONA CONDENADA EN LA CÁRCEL, QUIZÁ ABANDONADA POR SUS SERES MÁS
CERCANOS, QUE ESTÁ PAGANDO CONDENA POR LO QUE HIZO… ¿CÓMO LE PUEDE AYUDAR EL BUEN LADRÓN?
Un preso condenado justamente por
uno o varios delitos, es alguien que, por muchos mecanismos de justificación
con que haya tratado de atenuar su responsabilidad, no ha podido esconder su
culpa. Esto le ha hecho deudor del juicio de los hombres, de su condena. La
gente en general no sólo condena el mal, como hace Jesús, sino a las personas
cuando lo hacen. Jesús nunca condena a la persona. Por terrible que sea su
delito, y grave su culpa, le da tiempo para el arrepentimiento y le ofrece su
perdón. También el Buen Ladrón se encontró menospreciado y repudiado de los
hombres. Y además no tenía nada que presentar a Jesús para ganarse su perdón.
Se hallaba con su miseria que le condenaba. Por eso pudo decir ante la cruz de
Jesús: «¡Oh, Cruz, mi única esperanza!» Nunca la palabra «única» tuvo un
sentido más propio, riguroso, absoluto. Él, que no podía esperar ya nada de sí
mismo, lo esperó todo de la generosidad gratuita del Señor, de su gran
Misericordia. No pudiendo esperar nada de sí mismo ni de este mundo, lo esperó
todo, y sólo, del Señor. Aceptó a Jesús con su Misericordia, ofreció junto con
Él el sufrimiento que no podía evitar, y así se purificó de sus crímenes. La
cruz, la privación de libertad, el dolor del mal cometido, la humildad de
aceptarlo como consecuencia debida de nuestros extravíos, la renuncia a todo
orgullo humano y espiritual que lleva al hombre a atribuirse el bien que hace o
el mal que deja de hacer, la confianza audaz únicamente en la Misericordia y el
perdón de Cristo, como nos enseña el Buen Ladrón, es el camino más rápido para
la conversión y la santificación. Y en esto los presos, nos pueden llevar la
delantera como nos enseñó Jesús: «Los pecadores
y prostitutas os precederán en el Reino de los Cielos» (Mt 21, 31), como sucedió admirablemente en el
Buen Ladrón: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso»
(Lc 23, 43). «Porque –como
nos enseñó Jesús– a quien poco se le perdona poco ama, pero a quien mucho se
le perdona ama mucho» (Lc 7, 47).
Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
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