El otro día llamaron a mi puerta
dos jovenes testigos de Jehová. Estuvimos una hora hablando. No diré que fue
una hora argumentando y contraargumentando, porque cada vez que la que llevaba
la voz cantante lanzaba una andanada y veía que no había hecho blanco, cambiaba
de tema.
La hora entera consistió en que
ella lanzaba su cañonazo y al ver que yo le rebatía con otro versículo o un
razonamiento, cambiaba de tema. Al principio eso me molestó, no seguía ningún
tema hasta el final, todo era una batería de ataques.
Pero no tardé demasiado en
entender que esas eran las reglas del juego. Si quería seguir hablando con
ellas, tenía que aceptar que no era una confrontación entre dos construcciones
teológicas, sino una lista de versículos que me lanzaba como pedruscos.
Acepté el reglamento. Pero ella
no estaba para reflexionar, sino para arrojar versículos. Me daba cuenta de que
no era un verdadero diálogo. Ella estaba cerrada a lo que yo le decía.
Probablemente pensaba en la siguiente ristra de versículos cuando yo le
respondía.
Aun así, seguí. Lo más fácil era cerrar la puerta. Cerrar la puerta de
mi casa ya que ella tenía las puertas de su entendimiento cerradas. Pero eso
hubiera sido lo más sencillo por mi parte. Traté de continuar la partida de
ajedrez. Pero no podía ser duro con ella, no había recibido la gracia para que
su mente se abriera.
P.
FORTEA
No hay comentarios:
Publicar un comentario