LA VIRGEN MARÍA HA SIDO HONRADA Y VENERADA COMO MADRE DE DIOS DESDE LOS ALBORES DEL CRISTIANISMO.
“Desde
ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada” (Lc 1, 48)
Como han
puesto en evidencia los estudios mariológicos recientes, la Virgen María ha
sido honrada y venerada como Madre de Dios y Madre nuestra desde los albores
del cristianismo.
En los
tres primeros siglos la veneración a María está incluida fundamentalmente
dentro del culto a su Hijo. Un Padre de la Iglesia resume el sentir de este
primigenio culto mariano refiriéndose a María con estas palabras: «Los profetas
te anunciaron y los apóstoles te celebraron con las más altas alabanzas».
De estos
primeros siglos sólo pueden recogerse testimonios indirectos del culto mariano.
Entre ellos se encuentran algunos restos arqueológicos en las catacumbas, que
demuestran el culto y la veneración, que los primeros cristianos tuvieron por
María.
Tal es el
caso de las pinturas marianas de las catacumbas de Priscila: en una de ellas se
muestra a la Virgen nimbada con el Niño al pecho y un profeta (quizá Isaías) a
un lado; las otras dos representan la Anunciación y la Epifanía. Todas ellas
son de finales del siglo II. En las catacumbas de San Pedro y San Marceliano se
admira también una pintura del siglo III/IV que representa a María en medio de
S. Pedro y S. Pablo, con las manos extendidas y orando.
Una
magnífica muestra del culto mariano es la oración “Sub tuum praesidium”
(Bajo tu amparo nos acogemos) que se remonta al siglo III-IV, en la que se
acude a la intercesión a María.
Los
Padres del siglo IV alaban de muchas y diversas maneras a la Madre de Dios. San
Epifanio, combatiendo el error de una secta de Arabia que tributaba culto de
latría a María, después de rechazar tal culto, escribe: «¡Sea honrada María!
!Sea adorado el Señor!».
La misma
distinción se aprecia en San Ambrosio quien tras alabar a la « Madre de todas
las vírgenes» es claro y rotundo, a la vez, cuando dice que «María es templo de
Dios y no es el Dios del templo» , para poner en su justa medida el culto
mariano, distinguiéndolo del profesado a Dios.
Hay
constancia de que en tiempo del papa San Silvestre, en los Foros, donde se
había levantado anteriormente un templo a Vesta, se construyó uno cuya
advocación era Santa María de la Antigua. Igualmente el obispo Alejandro de
Alejandría consagró una Iglesia en honor de la Madre de Dios. Se sabe, además,
que en la iglesia de la Natividad en Palestina, que se remonta a la época de
Constantino, junto al culto al Señor, se honraba a María recordando la
milagrosa concepción de Cristo.
En la
liturgia eucarística hay datos fidedignos mostrando que la mención venerativa
de María en la plegaria eucarística se remonta al año 225 y que en las fiestas
del Señor -Encarnación, Natividad, Epifanía, etc.- se honraba también a su
Madre. Suele señalarse que hacia el año 380 se instituyó la primera festividad
mariana, denominada indistintamente «Memoria de la Madre de Dios», «Fiesta de
la Santísima Virgen», o «Fiesta de la gloriosa Madre».
EL
TESTIMONIO DE LOS PADRES DE LA IGLESIA
El primer
Padre de la Iglesia que escribe sobre María es San Ignacio de Antioquía (+ c.
110), quien contra los docetas, defiende la realidad humana de Cristo al
afirmar que pertenece a la estirpe de David, por nacer verdaderamente de María
Virgen. Fue concebido y engendrado por Santa María; esta concepción fue
virginal, y esta virginidad pertenece a uno de esos misterios ocultos en el silencio
de Dios.
En San
Justino (+ c. 167) la reflexión mariana aparece remitida a Gen 3, 15 y ligada
al paralelismo antitético de Eva-María. En el Diálogo con Trifón, Justino
insiste en la verdad de la naturaleza humana de Cristo y, en consecuencia, en
la realidad de la maternidad de Santa María sobre Jesús y, al igual que San
Ignacio de Antioquía, recalca la verdad de la concepción virginal, e incorpora
el paralelismo Eva-María a su argumentación teológica. Se trata de un
paralelismo que servirá de hilo conductor a la más rica y constante teología
mariana de los Padres.
San
Ireneo de Lyon (+ c. 202), en un ambiente polémico contra los gnósticos y
docetas, insiste en la realidad corporal de Cristo, y en la verdad de su
generación en las entrañas de María. Hace, además, de la maternidad divina una
de las bases de su cristología: es la naturaleza humana asumida por el Hijo de
Dios en el seno de María la que hace posible que la muerte redentora de Jesús
alcance a todo el género humano. Destaca también el papel maternal de Santa
María en su relación con el nuevo Adán, y en su cooperación con el Redentor.
En el
Norte de África Tertuliano (+ c. 222), en su controversia con el gnóstico
Marción), afirma que María es Madre de Cristo porque ha sido engendrado en su
seno virginal.
En el
siglo III se comienza a utilizar el título Theotókos (Madre de Dios).
Orígenes (+ c. 254) es el primer testigo conocido de este título. En forma de
súplica aparece por primera vez en la oración Sub tuum praesidium, que –como
hemos dicho anteriormente- es la plegaria mariana más antigua conocida. Ya en
el siglo IV el mismo título se utiliza en la profesión de fe de Alejandro de
Alejandría contra Arrio.
A partir
de aquí cobra universalidad y son muchos los Santos Padres que se detienen a
explicar la dimensión teológica de esta verdad -San Efrén, San Atanasio, San
Basilio, San Gregorio de Nacianzo, San Gregorio de Nisa, San Ambrosio, San
Agustín, Proclo de Constantinopla, etc.-, hasta el punto de que el título de
Madre de Dios se convierte en el más usado a la hora de hablar de Santa María.
La verdad de la maternidad divina quedó definida como dogma de fe en el
Concilio de Éfeso del año 431.
LAS PRERROGATIVAS O PRIVILEGIOS
MARIANOS
La
descripción de los comienzos de la devoción mariana quedaría incompleta si no
se mencionase un tercer elemento básico en su elaboración: la firme convicción
de la excepcionalidad de la persona de Santa María -excepcionalidad que forma
parte de su misterio- y que se sintetiza en la afirmación de su total santidad,
de lo que se conoce con el calificativo de “privilegios” marianos.
Se trata
de unos “privilegios” que encuentran su razón en la relación maternal de Santa
María con Cristo y con el misterio de la salvación, pero que están realmente en
Ella dotándola sobreabundantemente de las gracias convenientes para desempeñar
su misión única y universal. Estos privilegios o prerrogativas marianas no se
entienden como algo accidental o superfluo, sino como algo necesario para
mantener la integridad de la fe.
San
Ignacio, San Justino y Tertuliano hablan de la virginidad. También lo hace San
Ireneo. En Egipto, Orígenes defiende la perpetua virginidad de María, y
considera a la Madre del Mesías como modelo y auxilio de los cristianos.
En el
siglo IV, se acuña el término aeiparthenos —siempre virgen—, que S.
Epifanio lo introduce en su símbolo de fe y posteriormente el II Concilio
Ecuménico de Constantinopla lo recogió en su declaración dogmática.
Junto a
esta afirmación de la virginidad de Santa María, que se va haciendo cada vez
más frecuente y universal, va destacándose con el paso del tiempo la afirmación
de la total santidad de la Virgen. Rechazada siempre la existencia, de pecado
en la Virgen, se aceptó primero que pudieron existir en Ella algunas
imperfecciones.
Así aparece
en San Ireneo, Tertuliano, Orígenes, San Basilio, San Juan Crisóstomo, San
Efrén, San Cirilo de Alejandría, mientras que San Ambrosio y San Agustín
rechazan que se diesen imperfecciones en la Virgen.
Después
de la definición dogmática de la maternidad divina en el Concilio de Éfeso
(431), la prerrogativa de santidad plena se va consolidando y se generaliza el
título de “toda santa” –panaguía-. En el Akathistos se canta “el
Señor te hizo toda santa y gloriosa” (canto 23).
A partir
del siglo VI, y en conexión con el desarrollo de la afirmación de la maternidad
divina y de la total santidad de Santa María, se aprecia también un evidente
desarrollo de la afirmación de las prerrogativas marianas.
Así
sucede concretamente en temas relativos a la Dormición, a la Asunción de la
Virgen, a la total ausencia de pecado (incluido el pecado original) en Ella, o
a su cometido de Mediadora y Reina. Debemos citar especialmente a S. Modesto de
Jerusalén, a S. Andrés de Creta, a S. Germán de Constantinopla y a S. Juan
Damasceno como a los Padres de estos últimos siglos del periodo patrístico que
más profundizaron en las prerrogativas marianas.
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