No todo el mundo…., acepta la existencia en el ser humano de un cuerpo
mortal y un alma inmortal, lo que presupone la existencia de un más allá, donde
la vida continua. Desde luego todos los cristianos, sean católicos o no lo sean
aceptan la existencia del alma humana que tiene carácter de inmortalidad, al
pertenecer al superior orden del espíritu. Y además de los cristiano hay otras
varias religiones, que acepta la existencia de una vida posterior después de la
muerte, entre ellos destacan los musulmanes.
Una de las diferencias más señaladas entre cristianos y musulmanes, es
la de que ambas religiones prometen una vida en el más allá, Pero con la gran
diferencia de que los musulmanes prometen un serie de bienes materiales a
quienes cumplan con sus obligaciones religiosas, mientras que en cambio, lo que
se nos promete a los cristianos son preferentemente bienes espirituales, en una
plenitud de felicidad.
En el lado opuesto tenemos el ateísmo en sus varias formas más o menos
radicales, que entienden, que no existe un más allá y todo acaba con la muerte
de la persona, en este mundo. Pero es de ver aun que solo lo sé por instinto natural, hasta las primitivas
concepciones de antiguas religiones paganas han aceptado siempre la existencia
de un dios, o varios dioses, y una vida en el más allá.
Nuestra alma como espíritu inmortal que es, tiende a volar hacia lo que
es su mundo, hacia lo espiritual hacia Dios y sacudirse las argollas que le
sujetan a la carne de su cuerpo. Por el contrario nuestro cuerpo, como materia
mortal que es, se apega a este mundo, porque sabe, que para él, cuando el alma
abandone, este mundo todo habrá acabado. Ya no volverá jamás a disfrutar de las
dulzuras que ofrece una vida acomodada ¡y que caray aunque no se disponga de
una vida acomodada nadie quiere morirse y dejar este mundo.
Sin embargo hay casos, en los que, de una fuerte relación de amor con el
Señor, puede nacer el deseo de abandonar cuanto antes este mundo, pero siempre
subordinando este deseo al cumplimiento en uno de la voluntad de Dios. Hay
casos en que por razones unas veces espirituales, otras materiales haya
personas dispuestas a buscar la muerte, como por ejemplo, los kamikazes en el
Japón o con más actualidad los árabes fanáticos que se sacrifican en su odio a
Israel y al mundo occidental, sobre todo contra los católicos.
Lo que desde luego es difícil, es encontrar un alma en plena madurez
corporal que carezca de apegos mundanos. Sin embargo la madurez de la vida
espiritual, hace que el alma se vaya desapegando poco a poco de las cosas de
este mundo. El grado de desapego siempre va en función del amor a Dios, pues en
esencia apegarse a un bien corporal, es poner a este bien por delante de
nuestro amor a Dios.
Una vez que el alma humana se ha entregado a Cristo y ve su luz, camina
ya, a plena luz divina por este mundo y cuando se camina a plena luz divina, no
se detectan las oscuridades ni las tinieblas que son las cosas que se nos
ofrecen en este mundo. Un alma entregada a Cristo, no puede detectar las
tinieblas de este mundo, la luz divina se lo impide y ya no le llaman la
atención ni le interesan las cosas de este mundo, sus apegos a las cosas del
mundo van desapareciéndose la medida, se va entregando cada vez más a Cristo.
Cristo es la Luz, y las cosas de este mundo son las tinieblas.
Cuando nacemos y llegamos a este mundo, él es lo primero que vemos y
conocemos, antes no hemos visto nada, porque Dios, nos creó de la nada qu es de
donde nos sacó. Además nacemos lastrados con la fuerza de la concupiscencia. En
estas condiciones, crecemos y empezamos a pensar que lo único que conocemos,
aunque sea malo, es lo mejor, y que no hay nada más. Nuestros ojos corporales,
miran en todas direcciones y no ven nada más. Sí, es cierto que hay algunos, no
a todos, a los que les hablan de la existencia de otro mundo de felicidad, y
que si se ha sido bueno, se irá a él, pero para alcanzar ese mundo ha de
pasarse por un trago terrible, que atenta contra nuestro instinto de
supervivencia, y que se llama muerte.
Claro que, aunque no se crea en la existencia de otro mundo, se crea o
no se crea, del trago de la muerte nadie se libra. En estas condiciones, ¿cómo
es posible no tener un apego a este mundo? Se diría que nacemos con el apego al
mundo. Es lo único que palpamos, lo único que nos entra por los ojos corporales,
y con sus tristezas e inconvenientes, ¡que caray!, también tiene cosas buenas,
y además es lo único que creemos tener. Por algo dice el refrán: “más vale pájaro en mano que ciento volando”. De forma que el principio más extendido y
aceptado dice: “comamos y vivamos que son tres días”.
Miles de voces le gritan a uno, que no vale la pena seguir: Quédate
aquí. ¿Para qué continuar? ¿Sabes en realidad, hacia dónde caminas? ¿Quién te
dice que hay algo más allá de esta tierra? ¿Quién te lo asegura? ¿Y si todo
fuera un espejismo? descansa. Olvida tus sueños imposibles. Vive tu vida y
disfrútala. Desgraciadamente esta es la filosofía de vida, de millones de
seres, que no ven más allá de sus narices, en unos casos porque no han tenido
la suerte que nosotros hemos tenido, en otros, aun habiendo tenido la suerte de
que le hablasen de Dios, su hedonismo o su soberbia le han obligado a
despreciar las palabras del Verbo divino.
Pero este menosprecio tiene un gran enemigo, que se llama muerte, La
muerte es quien pone fin al apego del hombre a este mundo. La muerte
propiamente dicha es el desasimiento total, absoluto, definitivo y último de
todos los apegos, a los que estaba unida la persona humana. Día a día, cada día
que pasa sufrimos desasimientos la mayor parte de ellos, no los queremos
sufrir, pero los soportamos; son las pérdidas de amigos, familiares, seres
queridos, o desasimientos materiales, roturas, perdidas de objetos pequeños
desprendimientos de bienes, etc..
Al final, todas nuestras muertes de cada día se consuman y recapitulan
en nuestra muerte personal. De aquí que para el que vive en fe, la muerte llega
a ser el único camino realmente capaz de desasirle definitivamente de todo lo
que no sea Dios. El apego a este mundo está tan íntimamente relacionado con la
muerte, que si observamos veremos que los niños pequeños carecen del apego a
este mundo, este apego aumenta con el transcurso de los años si es que la
persona de que se trate, no se ha preocupado de desarrollar su vida interior.
Al llegar a la tercera edad, se puede ver que hay personas tremendamente
apegadas, mientras que también las hay tremendamente desapegadas. Es la
diferencia entre haber vivido siempre en el amor al Señor, o por el contrario
no haberlo cultivado.
El mundo en su sentido material, de por si, como todo lo creado por
Dios, no es malo, al revés es maravilloso, como lo es todo lo que Él, ha creado
y no hay nada de malo en que lo contemplemos y lo amemos, pero siempre en
función del supremo amor a Dios, que ha de ser el norte y guía de nuestra
conducta. En sentido inmaterial, el mundo es un entramado de relaciones humanas
que en general no se centran en el amor a Dios. Somos los hombres los que con
nuestros pecados lo hemos ensuciado todo. Nuestra vida se desenvuelve dentro de
este conjunto de situaciones humanas, que al estar la mayoría de ellas
estructuradas al margen de Dios, si nos sumamos a ellas nos infeccionamos.
Es de esto, de lo que tenemos que tener cuidado, en no apegarnos.
Escribe San Juan evangelista, en una de sus epístolas: “No améis al
mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del
Padre no está en él. Porque lo que hay en el mundo (las pasiones del hombre
terreno, y la codicia de los ojos, y la arrogancia del dinero), eso no procede
del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa con sus pasiones. Pero
el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre”. (1Jn 2,15-17).
Pero es difícil no
apegarse. El obispo Fulton Sheen dice: “Vivir en medio de la infección
del mundo y al mismo tiempo estar inmunizado contra él es algo imposible sin la
gracia”. Eh,
aquí nuestra lucha, la de vivir en el mundo sin contaminarnos si es que
queremos ser fieles al amor de Dios. Hay que tener presente que una cosa es
amar al mundo, y otra apegarse desordenadamente a él, de igual forma que
también una cosa es amar a nuestros hermanos y otras apegarnos desordenadamente
a ellos o a ellas.
El mundo en sí, contemplándolo en función de nuestro amor a Dios es una
maravilla de la creación. Las flores los pájaros, los animales, los hombres,
las mujeres, la belleza, el amor, la verdad; todos estos bienes terrenales no
son un fin en sí mismos, sino solo los medios para un fin... Debemos amar todo
lo creado por Dios, y utilizar su belleza para pensar que esta, siendo
maravillosa, no es nada en comparación con la belleza de la luz del rostro de
Dios, que algún día podremos contemplar.
Pero al mismo tiempo en sentido inmaterial, no debemos de involucrarnos,
en ese entramado de relaciones humanas, que directa o indirectamente nos
apartan del amor al Señor.
Mi más cordial saludo lector y el deseo de
que Dios te bendiga.
Juan
del Carmelo
Interesante artículo.
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