En pleno siglo XXI hablar de
signos milagrosos parece algo que no va más allá de los cuentos y las
películas. Todo lo que nos rodea se explica por medio de la ciencia y todo lo
que logramos cambiar, se realiza por medio de la técnica. ¿Para qué necesitamos
a Dios? Pareciera que nos bastamos nosotros mismos.
Si nos fijamos en el Evangelio de hoy domingo, Cristo de muestra como
capaz de cambiar el orden natural de forma sobrenatural. Sus palabras obligan a
que una persona deje de sufrir internamente, por medio de la expulsión del mal
que llevaba dentro. Cristo no invoca a nadie para actuar, ya que tiene
autoridad sobre lo natural y lo sobrenatural.
Fijémonos en los Hechos de los Apóstoles y en los
signos que dieron los primeros profetas. ¿Qué dicen los magos del Faraón al ver
los prodigios que hacía Moisés? "Es el dedo de Dios" (Ex 8,15). A pesar de ser Moisés quien los lleva a cabo,
reconocen que hay un poder mayor. Más tarde los apóstoles obraron otros
prodigios: "¡En el nombre de Jesús, levántate y camina!" (Hch 3,6);
"Y Pablo, en el nombre de Jesucristo, ordenó al espíritu salir de aquella
mujer" (Hch 16,18).
Siempre se recurre al nombre de Jesús. Pero aquí
¿qué es lo que él mismo dice? "Sal de él" sin precisar más. Es en su
propio nombre que ordena al espíritu de salir. «Todos preguntaron estupefactos:
´¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo». La expulsión del demonio
no era en sí mismo nada nuevo: los exorcistas de los hebreos lo hacían
corrientemente. Pero ¿qué dice Jesús? ¿Cuál es esta enseñanza nueva? ¿Dónde
está la novedad? La novedad reside en que Jesús manda a los espíritus impuros
con autoridad propia. No cita a nadie:
él mismo da la orden; no habla en nombre de otro sino en nombre de su propia
autoridad. (San Jerónimo)
Hoy en día pensamos en Dios como un ser lejano, que no se preocupa por
nosotros. Le hemos excluido de nuestra vida y parece que esto nos da dado más
libertad, pero esta aparente libertad no nos ha hecho más felices. Podemos ver
que las personas siguen sufriendo, aunque puedan pagarse todos sus caprichos.
Mientras, encontramos que personas humildes, sin grandes fortunas ni éxito
mediático, viven una vida más plena y feliz. Una vida sencilla a la medida de lo
que son, hijos de Dios.
El endemoniado del pasaje evangélico hoy en día podría ser cualquier
persona, alejada de Dios, que vive para sí mismo y sufre por la tremenda falta
de sentido de su vida. Sólo el poder de Dios podría sacarla del pozo sin fondo
donde vive y sobrevive, pero Cristo espera algo, quiere que estas personas le
reconozcan. Espera que le digan "¿Qué
quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya
sé quién eres: el Santo de Dios", pero el enemigo les ha cerrado
la boca para que no sean capaces de gritar a Cristo de forma desafiante. Sabe
que quien acepta la existencia de Cristo y su poder, puede arrepentirse y
empezar el camino de conversión.
Lo triste de nuestra época, es que no aceptamos la existencia de Cristo
ni su poder sobre el universo. Nosotros mismos nos encerramos en una prisión
para que el Médico no pueda curar nuestras heridas. Una prisión que
aparentemente nos permite “liberarnos” de la presencia de Dios y del dolor de
ser transformados.
El camino que nos lleva hacia la salvación
necesita de humildad y esta virtud es escasa en nuestros tiempos. Por eso es
interesante orar al Señor, de vez en cuando, con la oración del Corazón: “Jesucristo, Hijo
de Dios. Ten misericordia de mí, pecador”.
Al orar estamos reconociendo a Cristo como Médico y le solicitamos que
nos cure de nuestros pecados, infidelidades y desidias. Sólo entonces, la mano
de Cristo nos sacará del agua para que llenemos nuestros pulmones espirituales
de la Gracia de Dios.
Néstor Mora Núñez
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