domingo, 25 de enero de 2015

DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO QUE CELEBRAMOS HOY


Una conversión que ocurre hacia el año 36, es decir, con una edad de unos treinta y cinco o treinta y seis años, de manera repentina, imprevisible, sin que medie explicación alguna.

Cuando ello ocurre, Jesús no está ya en el mundo, lo cual, sin embargo, no es óbice para que la conversión de Pablo revista la forma, como si de un apóstol más se tratara, de llamada del Maestro:

“Entretanto Saulo, respirando todavía amenazas y muertes contra los discípulos del Señor, se presentó al sumo sacerdote, y le pidió cartas para que, si encontraba algunos seguidores del Camino [curiosa manera de llamar a los seguidores de Jesús, anterior a su definitiva denominación como cristianos], hombres o mujeres, los pudiera llevar presos a Jerusalén.
Sucedió que yendo de camino, cuando estaba cerca de Damasco, de repente le envolvió una luz venida del cielo, cayó en tierra y oyó una voz que le decía: “Saul, Saul, ¿por qué me persigues?”. El preguntó: “¿Quién eres, Señor?”. Y él: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”” (Hch. 9, 3-5).

El evento es relatado hasta en dos ocasiones más en los Hechos de los Apóstoles. En la primera Pablo habla en primera persona y se lo relata a los miembros del sanedrín que le juzgan:

“Yo perseguí a muerte a este Camino, encadenando y arrojando a la cárcel a hombres y mujeres, como puede atestiguármelo el sumo sacerdote y todo el consejo de ancianos. De ellos recibí también cartas para los hermanos de Damasco y me puse en camino con intención de traer también encadenados a Jerusalén a todos los que allí había, para que fueran castigados.
“Pero yendo de camino, estando ya cerca de Damasco, hacia el mediodía, me envolvió de repente una gran luz venida del cielo; caí al suelo y oí una voz que me decía: ‘Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues?’ Yo respondí: ‘¿Quién eres, Señor?’ Y él a mí: ‘Yo soy Jesús Nazoreo, a quien tú persigues’. Los que estaban vieron la luz, pero no oyeron la voz del que me hablaba. Yo dije: ‘¿Qué he de hacer, Señor?’ Y el Señor me respondió: ‘Levántate y vete a Damasco; allí se te dirá todo lo que está establecido que hagas’. Como yo no veía, a causa del resplandor de aquella luz, conducido de la mano por mis compañeros llegué a Damasco” (Hch. 22, 3-11).

Y en la segunda vuelve a ser Pablo el que habla, pero esta vez ante el Rey Agripa:

“En este empeño iba hacia Damasco con plenos poderes y la autorización de los sumos sacerdotes; y al medio día, yendo de camino vi, oh rey, una luz venida del cielo, más resplandeciente que el sol, que me envolvió a mí y a mis compañeros en su resplandor. Caímos todos nosotros a tierra y yo oí una voz que me decía en lengua hebrea: `Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues? Te es duro dar coces contra el aguijón.' Yo respondí: ‘¿Quién eres, Señor?’ Y me dijo el Señor: ‘Yo soy Jesús a quien tú persigues. Pero levántate, y ponte en pie; pues me he aparecido a ti para constituirte servidor y testigo tanto de las cosas que de mí has visto como de las que te manifestaré. Yo te libraré de tu pueblo y de los gentiles, a los cuales yo te envío, para que les abras los ojos; para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás a Dios; y para que reciban el perdón de los pecados y una parte en la herencia entre los santificados, mediante la fe en mí'” (Hch. 26, 12-18).

Relatos estos dos últimos, -que no el primero, donde se habla de un solitario Pablo-, de los que cabe colegir que Pablo va acompañado, “los que estaban vieron la luz” y “una luz […] que me envolvió a mí y a mis compañeros” de personas que hay que entender a su mando, en lo que debía ser una especie de unidad policial de pureza religiosa encargada de buscar cristianos.

Unos relatos a los que se han de añadir aquéllos en las que se cita o explica la “vocación” en las Cartas del propio apóstol, que se precia en hacerlo y no escatima tinta para ello. La primera en la que dirige a los corintios en el año 57:

“Luego se apareció a Santiago; más tarde, a todos los apóstoles. Y en último término se me apareció también a mí, que soy como un aborto. Pues yo soy el último de los apóstoles: indigno del nombre de apóstol, por haber perseguido a la iglesia de Dios” (1Co. 15, 8).

En la que con toda astucia, sagacidad y sutilidad, y aunque con falsa humildad se presente cual “el último”, como uno más en la agenda de apariciones de Jesús resucitado, cuando lo cierto es que las demás apariciones que Pablo refiere en la serie son apariciones que Jesús hace en cuerpo y alma justo después de resucitado y durante los días que permanece entre los suyos antes de ascender a los cielos según relatan Marcos y Lucas, en tanto que la suya es años más tardía, cuando Jesús ya no está entre los suyos y en forma de luz, voz, en todo caso espiritual y poco carnal. El recurso no es debido a una mera vanidad sin otro fin, sino que por el contrario, persigue un objetivo muy definido al que nos vamos a referir poco más adelante, cuando hablemos de Pablo como “el último apóstol”.

La segunda en la que dirige a los gálatas poco después, probablemente el mismo año 57 o en el 58:

“Mas, cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles, al punto, sin pedir consejo a hombre alguno, ni subir a Jerusalén donde los apóstoles anteriores a mí, me fui a Arabia, de donde volví a Damasco” (Gl. 1, 15-16)

Por cierto que, aunque la tradición haya consolidado tal iconografía y no sea absurdo pensar que fuera así, en ningún momento, ni del libro de los Hechos, ni de ninguna de sus cartas, cabe extraer inequívocamente que Pablo fuera a caballo. Pero ese es un tema que ya tratamos en su día (pinche aquí si desea conocer lo que entonces decíamos) por lo que nos remitimos a lo dicho entonces (pinche aquí si desea conocerlo)

Y sin más por hoy sino desearles un feliz domingo, y como siempre, que hagan mucho bien y no reciban menos, me despido hasta mañana.

Luis Antequera

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