En estos días, en los que una
avalancha de noticias (algunas verdaderas, otras sesgadas) y opiniones nos
inclinan a desconfiar de los sacerdotes, sospechosos por el mero hecho de serlo
de innumerables atrocidades, quiero compartir con quienes lean estas líneas una anécdota de Sir Alec Guinness.
En aquel entonces, 1954, el actor, que luego sería recordado por encarnar a Obi-Wan Kenobi en la Guerra de las Galaxias, estaba rodando la versión cinematográfica de una de las novelas de Chesterton protagonizadas por el Padre Brown. Ese mismo año, él y su esposa se hicieron católicos, fe a la que permanecieron fieles el resto de sus vidas.
La anécdota, que recoge Sir Alec Guinness en sus memoria y cita Joseph Pearce en su biografía de Chesterton, está explicada como sigue:
"Mi
amistad con Cyril Tomkinson había reducido considerablemente mi anticlericalismo,
pero no mi anti-romanismo. Luego, llegó la película del Padre Brown y en el
rodaje de exteriores, en Borgoña, tuve una experiencia de la que siempre me
acuerdo con placer.
Al oscurecer estaba aburrido y, vestido con mi traje negro de cura, subí el arenoso y serpenteante camino hacia la aldea… No estaba muy lejos cuando oí unos pasos ligeros y una voz chillona diciendo: “¡Mon père!”. Un chico de unos siete u ocho años me cogió la mano, apretándola con fuerza, la balanceó y se puso a hablar sin parar. Estaba lleno de animación, saltaba y brincaba, y no me soltó. No me atreví a hablarle por si le asustaba mi espantoso francés. Aunque era un completo extraño, pensaba que era un sacerdote y por tanto alguien de fiar. De repente, con un “Bonsoir, mon père” y una especie de reverencia lateral, desapareció por un agujero en un seto. Había dado un alegre y seguro paseo hasta su casa y a mí me dejó con una extraña y tranquila sensación de júbilo. Mientras seguía mi paseo, reflexioné acerca de que una Iglesia que era capaz de inspirar una confianza total en un niño, haciendo que sus curas, aunque sean desconocidos, sean tan abordables, no podía ser tan intrigante y tenebrosa como se suele pensar. Empecé a desprenderme de mis prejuicios, adquiridos hacía mucho tiempo."
Yo doy testimonio de que comparto la actitud de aquel niño francés y de que he conocido a muchos, muchísimos, sacerdotes así.
Al oscurecer estaba aburrido y, vestido con mi traje negro de cura, subí el arenoso y serpenteante camino hacia la aldea… No estaba muy lejos cuando oí unos pasos ligeros y una voz chillona diciendo: “¡Mon père!”. Un chico de unos siete u ocho años me cogió la mano, apretándola con fuerza, la balanceó y se puso a hablar sin parar. Estaba lleno de animación, saltaba y brincaba, y no me soltó. No me atreví a hablarle por si le asustaba mi espantoso francés. Aunque era un completo extraño, pensaba que era un sacerdote y por tanto alguien de fiar. De repente, con un “Bonsoir, mon père” y una especie de reverencia lateral, desapareció por un agujero en un seto. Había dado un alegre y seguro paseo hasta su casa y a mí me dejó con una extraña y tranquila sensación de júbilo. Mientras seguía mi paseo, reflexioné acerca de que una Iglesia que era capaz de inspirar una confianza total en un niño, haciendo que sus curas, aunque sean desconocidos, sean tan abordables, no podía ser tan intrigante y tenebrosa como se suele pensar. Empecé a desprenderme de mis prejuicios, adquiridos hacía mucho tiempo."
Yo doy testimonio de que comparto la actitud de aquel niño francés y de que he conocido a muchos, muchísimos, sacerdotes así.
Jorge
Soley
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