Isabel la Católica, de España
Fue un 22 de abril, el día de Jueves Santo, cuando un correo, lanzado al
galope, trajo a Madrid la noticia de que acababa de nacer a la reina Isabel,
venida de Portugal, segunda esposa de Juan II una niña, primera de su
matrimonio, a quien pusieron el nombre de su madre. No había muchas posibilidades
de que llegara a reinar en un mundo de hombres: dada la escasez de vástagos
reales, aquella niña rubia y de ojos azules debía prepararse para algún
matrimonio conveniente que sirviera a los altos intereses del reino, pero nada
más. Algunas mujeres habían desempeñado ya papeles de gran importancia en la
vida política de los reinos españoles, pero ¿reinar? Una sola, doña Urraca, se
empeñó en hacerlo, y la triste memoria de sus desaciertos aún se arrastraba
entre los castellanos.
Isabel llegaría a reinar. Aquellas campanas de Madrigal de las Altas
Torres el día de Jueves Santo parecían indicar una especie de premonición.
Isabel iba a recibir del Papa el título de católica, que llevarían
después sus sucesores hasta muy cerca de nuestros días y que se asocia a una
singular forma de Estado, la Monarquía española. Una voluntad fuerte y decidida
iba a crecer en aquel puñado de carne y sangre que, abiertos los ojos,
contemplaba un mundo sobre el que influiría. Ante todo, porque nadie pudo
imponerle un matrimonio invocando aquellos altos intereses que, como de
costumbre, no eran sino los de la facción que estaba en el poder. Hubo un
novio, Pedro Girón, que estuvo a punto de alcanzar la meta: pero Dios dispuso
que se muriera en el camino que le conducía a las tierras de Castilla.
VERDAD ABSOLUTA
Isabel creció, hubo de ser reconocida princesa de Asturias a falta de
otros vástagos con mejor derecho, y escogió entonces el marido que a ella
convenía: su primo segundo Fernando, heredero de la Corona de Aragón. Muchos
años después, en vísperas de su muerte, la reina, haciendo una reflexión
extrema, llegó a la conclusión de que el mayor don que de Dios recibiera era
precisamente aquel marido, el mejor rey de España.
Al conmemorar ahora un aniversario más de aquel nacimiento, conviene
recordar las implicaciones que el calificativo católico llegaría a
alcanzar. Lo primero que en la Reina descubrimos es que para ella el
catolicismo no era opinión a la que sería lícito adherirse o no, sino verdad
absoluta, ante la cual no cabe rectamente el aislamiento, la negación o el
rechazo. La verdad es el bien, la mentira, el mal.
Separados de ella por quinientos años, es el momento de una profunda
reflexión. Yo aquí, quiero llamar la atención de los católicos acerca de
algunos aspectos esenciales. La Reina y el Rey constituyeron unidad en el
sacramento del Matrimonio haciendo del deber de convivencia un mandato de amor.
Ese empeño que pusieron en que los documentos y noticias de su reinado no
permitieran separar sus nombres, es muy significativo. Ella dió un paso
fortísimo en el reconocimiento de su condición de reina propietaria, siendo
mujer: de este modo la feminidad ganaba terreno. Al mismo tiempo, otorgando a
su marido las mismas funciones que a ella correspondían, fortalecía el desarrollo
de la soberanía. De este modo la Monarquía, sometida a la fe y al orden ético
que de la fe dimana, se convertía en Estado de Derecho, custodia de las leyes,
forma esencial para el desarrollo de la libertad.
Lo que el cristianismo afirmaba, ya entonces con el mismo énfasis que
hoy, es que el secreto de toda existencia se apoya en que Cristo asumió entera
la naturaleza humana, alcanzando así la redención para todos los seres humanos.
Desde sus años juveniles, era ésta una lección que Isabel aprendió en aquel
libro del Jardín de las nobles doncellas que para ella escribió fray
Martín de Córdoba.
LA ESENCIAL LIBERTAD
De aquí surge una conciencia esencial de libertad. Isabel se enfrenta
con el problema de los indígenas habitantes de las islas y tierra recién descubiertas
y resume, en el codicilo de su Testamento, una doctrina: los hombres nacen,
criaturas de Dios, dotados de unos derechos que implican sus correpondientes
deberes y que, en esencia, son vida, libertad y propiedad de los bienes que
rectamente hayan allegado. De este modo, en apariencia tan simple, se
formularon, partiendo de la doctrina de la Iglesia y en un documento del más
alto nivel, los derechos naturales humanos. No se trata de algo que los
hombres convengan entre sí, lo que los convertiría en variables, sino de una
condición inherente a la naturaleza humana.
No es vano llamar a Isabel madre de América. Con ella se inició
esa difícil andadura de desvivencia de España para que, al otro lado del mar,
surgieran nuevas naciones, en simbiosis de dos culturas, pero conservando
siempre esa nuclear afirmación. Los maestros españoles siguieron trabajando en
esta línea para elaborar toda una doctrina del Derecho de gentes. En esa línea
deberíamos trabajar también nosotros en ese alborear de un nuevo milenio: sin
olvidar que los derechos del hombre son parte de su naturaleza y nunca una
dependencia de consensos o compromisos alcanzados. Muchas veces nuestro siglo
XX, que ahora se despide con una pirueta trágica, lo olvidó; tal vez por ello
merezca ser llamado el más cruel de la Historia.
Luis Suárez Fernández
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