Que ningún alma ni siquiera la más miserable dude, mientras siga con
vida, de poder ser muy santa. Porque grande es el poder de la gracia divina».
La tarea de aceptarse a uno mismo es bastante más difícil de lo que
parece. El orgullo, el temor a no ser amado y la convicción de nuestra poca valía están firmemente enraizados en
nosotros.
Basta con constatar lo mal que llevamos nuestras caídas, nuestros errores y nuestras debilidades; cuánto nos pueden desmoralizar y crear en nosotros sentimientos de culpa o inquietud.
Creo que no somos realmente capaces de aceptarnos a nosotros mismos si
no es bajo la mirada de Dios. Para amarnos necesitamos de una mediación, de la
mirada de alguien que, como el Señor por boca de Isaías, nos diga: Eres a mis
ojos de muy gran estima, de gran precio y te amo`.
En este sentido, existe una experiencia humana muy común: la jovencita que, creyéndose fea (cosa que, curiosamente, les ocurre a muchas jovencitas, incluso a las que son guapas), comienza a pensar que no es tan horrorosa el día que un joven se fija en ella y posa sobre su rostro su tierna mirada de enamorado.
En este sentido, existe una experiencia humana muy común: la jovencita que, creyéndose fea (cosa que, curiosamente, les ocurre a muchas jovencitas, incluso a las que son guapas), comienza a pensar que no es tan horrorosa el día que un joven se fija en ella y posa sobre su rostro su tierna mirada de enamorado.
Para amarnos y aceptarnos como somos tenemos una necesidad vital de la
mediación de la mirada de otro. Esa mirada puede ser la de un padre, un amigo o
un director espiritual, pero por encima de todas ellas se encuentra la mirada
de nuestro Padre Dios: la mirada más pura, más verdadera, más cariñosa, más
llena de amor, más repleta de esperanza que existe en el mundo.
Creo que el mejor regalo que obtiene quien busca el rostro de Dios mediante la perseverancia en la oración es que, un día u otro, percibirá posada sobre él esa mirada y se sentirá tan tiernamente amado que recibirá la gracia de aceptarse plenamente a sí mismo.
Creo que el mejor regalo que obtiene quien busca el rostro de Dios mediante la perseverancia en la oración es que, un día u otro, percibirá posada sobre él esa mirada y se sentirá tan tiernamente amado que recibirá la gracia de aceptarse plenamente a sí mismo.
Todo lo dicho trae consigo una importante consecuencia: cuando el hombre
se aparta de Dios, desgraciadamente se priva al mismo tiempo de toda
posibilidad real de amarse a sí mismo. Esto se observa claramente en la
evolución de la cultura moderna. El hombre que se aparta de Dios acaba perdiendo
el sentido de su dignidad y aborreciéndose a sí mismo.
Resulta chocante comprobar -en los medios de comunicación, por ejemplo- cómo el humor se vuelve cada vez menos compasivo y amable y mucho más corrosivo. En ocasiones, también el arte es incapaz de reproducir la belleza del rostro humano. Y a la inversa: quien no se ama a sí mismo, se aparta de Dios, como hemos explicado un poco antes.
En el Diálogo de carmelitas, de Bemanos, la anciana priora dirige estas palabras a la joven Blanche de la Force: «Ante todo no te desprecies nunca. Es muy difícil despreciarse sin ofender a Dios en nosotros».
Resulta chocante comprobar -en los medios de comunicación, por ejemplo- cómo el humor se vuelve cada vez menos compasivo y amable y mucho más corrosivo. En ocasiones, también el arte es incapaz de reproducir la belleza del rostro humano. Y a la inversa: quien no se ama a sí mismo, se aparta de Dios, como hemos explicado un poco antes.
En el Diálogo de carmelitas, de Bemanos, la anciana priora dirige estas palabras a la joven Blanche de la Force: «Ante todo no te desprecies nunca. Es muy difícil despreciarse sin ofender a Dios en nosotros».
Me gustaría concluir este punto citando un breve pasaje del hermoso
libro de Henri Nouwen Le retour de l'Enfant prodigue": «Durante mucho
tiempo consideré la imagen negativa que tenía de mí como una virtud. Me habían
prevenido tantas veces contra el orgullo y la vanidad que llegué a pensar que
era bueno despreciarme a mí mismo.
Ahora me doy cuenta de que el verdadero pecado consiste en negar el amor primero de Dios por mí, en ignorar mi bondad original. Porque, si no me apoyo en ese amor primero y en esa bondad original, pierdo el contacto con mi auténtico yo y me destruyo».
Ahora me doy cuenta de que el verdadero pecado consiste en negar el amor primero de Dios por mí, en ignorar mi bondad original. Porque, si no me apoyo en ese amor primero y en esa bondad original, pierdo el contacto con mi auténtico yo y me destruyo».
La libertad de ser
pecadores, la libertad de ser santos.
Cuando nos descubrimos a nosotros mismos a la luz de la mirada divina un
descubrimiento maravilloso, experimentamos una gran libertad; una doble
libertad, podríamos decir: la de ser pecadores y la de ser santos.
En cuanto a la primera, evidentemente no significa que seamos libres de
pecar tranquilamente y sin consecuencias (eso no sería libertad, sino
irresponsabilidad); me refiero más bien a que nuestra condición de pecadores no
nos aniquila, que de alguna manera tenemos «derecho» a ser miserables, derecho a ser lo que somos. Dios
conoce nuestras debilidades y nuestras flaquezas, pero no nos condena ni se
escandaliza de ellas.
Como se apiada un padre de sus hijos, se apiada Yahvé de los que lo temen; Él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo'.
Con la mirada que posa sobre nosotros, Dios nos invita a la santidad y nos estimula a la conversión y al progreso espiritual, pero sin provocar nunca la angustia de no llegar, esa «presión» que sentimos a veces bajo la mirada de los demás o en el modo en que nos juzgamos a nosotros mismos: nunca estamos del todo bien, nunca suficientemente de tal manera o de tal otra; el descontento de nosotros mismos es permanente y nos consideramos culpables de no haber respondido a esa expectativa o a aquella norma. No debemos sentirnos culpables de existir (como les ocurre a muchos, a menudo de una manera inconsciente) porque seamos unos pobres pecadores.
La mirada que Dios nos dirige nos autoriza plenamente a ser nosotros mismos, con nuestras limitaciones y nuestra incapacidad; nos otorga el «derecho al error» y nos libera de esa especie de angustia u obligación, que no tiene su origen en la voluntad divina, sino en nuestra psicología enferma, y que con frecuencia hace presa en nosotros: la obligación de ser, al fin y al cabo, otra cosa distinta de la que somos.
Como se apiada un padre de sus hijos, se apiada Yahvé de los que lo temen; Él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo'.
Con la mirada que posa sobre nosotros, Dios nos invita a la santidad y nos estimula a la conversión y al progreso espiritual, pero sin provocar nunca la angustia de no llegar, esa «presión» que sentimos a veces bajo la mirada de los demás o en el modo en que nos juzgamos a nosotros mismos: nunca estamos del todo bien, nunca suficientemente de tal manera o de tal otra; el descontento de nosotros mismos es permanente y nos consideramos culpables de no haber respondido a esa expectativa o a aquella norma. No debemos sentirnos culpables de existir (como les ocurre a muchos, a menudo de una manera inconsciente) porque seamos unos pobres pecadores.
La mirada que Dios nos dirige nos autoriza plenamente a ser nosotros mismos, con nuestras limitaciones y nuestra incapacidad; nos otorga el «derecho al error» y nos libera de esa especie de angustia u obligación, que no tiene su origen en la voluntad divina, sino en nuestra psicología enferma, y que con frecuencia hace presa en nosotros: la obligación de ser, al fin y al cabo, otra cosa distinta de la que somos.
En nuestra vida social sufrimos frecuentemente la tensión constante de
responder a lo que los demás esperan de nosotros (o a lo que nos imaginamos que
esperan de nosotros), lo cual puede acabar resultando agotador.
Nuestro mundo ha desechado el cristianismo, sus dogmas y sus mandamientos bajo el pretexto de que es una religión culpabilizadora, cuando nunca hemos estado más culpabilizados que hoy en día: todas las jovencitas se sienten más o menos culpables de no ser tan atractivas como la última «top-model» del momento, y los hombres de no tener tanto éxito como el dueño de Microsoft...
Los modelos propuestos por la cultura contemporánea son mucho más gravosos de imitar que la llamada a la perfección que nos dirige Jesús en el Evangelio: Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, que yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Pues mi yugo es suave y mi carga ligera .
Nuestro mundo ha desechado el cristianismo, sus dogmas y sus mandamientos bajo el pretexto de que es una religión culpabilizadora, cuando nunca hemos estado más culpabilizados que hoy en día: todas las jovencitas se sienten más o menos culpables de no ser tan atractivas como la última «top-model» del momento, y los hombres de no tener tanto éxito como el dueño de Microsoft...
Los modelos propuestos por la cultura contemporánea son mucho más gravosos de imitar que la llamada a la perfección que nos dirige Jesús en el Evangelio: Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, que yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Pues mi yugo es suave y mi carga ligera .
Bajo la mirada de Dios nos sentimos liberados del apremio de ser «los
mejores», los perpetuos «ganadores»; y podemos vivir con el ánimo tranquilo,
sin hacer continuos esfuerzos por mostrarnos como en nuestro mejor día, ni
gastar increíbles energías en aparentar lo que no somos; podemos
-sencillamente- ser como somos. No existe mejor técnica de relajación que ésta:
apoyarnos como niños pequeños en la ternura de un Padre que nos quiere como
somos.
Vemos tanta dificultad en aceptar nuestras flaquezas porque pensamos que
éstas nos incapacitan para el amor: como fallamos en tal punto y en tal otro,
no merecemos ser amados.
Vivir bajo la mirada de Dios nos hace percibir la falsedad de esta idea: el amor es gratuito -y no se merece, y nuestras debilidades no impiden que Dios nos ame, sino al contrario. Nos hemos liberado de una obligación desesperante y terrible: la de ser personas de bien para ser amadas.
Vivir bajo la mirada de Dios nos hace percibir la falsedad de esta idea: el amor es gratuito -y no se merece, y nuestras debilidades no impiden que Dios nos ame, sino al contrario. Nos hemos liberado de una obligación desesperante y terrible: la de ser personas de bien para ser amadas.
Sin embargo, la mirada de Dios, al tiempo que nos autoriza a ser
nosotros mismos, pobres pecadores, nos permite también toda clase de audacias
en nuestra lucha hacia la santidad: tenemos derecho a aspirar a la cima, a
desear la más alta santidad, porque Dios puede y quiere concedérnosla.
Él jamás nos encierra dentro de nuestra mediocridad, ni nos condena a una triste resignación; siempre conservamos la esperanza de progresar en el amor.
Dios es capaz de hacer del pecador un santo: su gracia puede hacer realidad ese milagro y hay que tener una fe sin límites en el poder de su amor. La persona que todos los días cae y, a pesar de ello, se levanta diciendo: «Señor, te doy gracias porque estoy seguro de que harás de mí un santo», agrada enormemente al Señor, más pronto o más tarde, recibirá lo que espera de Él.
Él jamás nos encierra dentro de nuestra mediocridad, ni nos condena a una triste resignación; siempre conservamos la esperanza de progresar en el amor.
Dios es capaz de hacer del pecador un santo: su gracia puede hacer realidad ese milagro y hay que tener una fe sin límites en el poder de su amor. La persona que todos los días cae y, a pesar de ello, se levanta diciendo: «Señor, te doy gracias porque estoy seguro de que harás de mí un santo», agrada enormemente al Señor, más pronto o más tarde, recibirá lo que espera de Él.
Por lo tanto, nuestra actitud ante Dios ha de ser ésta: una sosegada y
«distendida» aceptación de nosotros mismos y de nuestras debilidades, a un
tiempo unida a un inmenso deseo de santidad, a una firme determinación de
progresar, apoyados en una ilimitada confianza en el poder de la gracia divina.
Una doble actitud magníficamente expresada en el siguiente pasaje, tomado del
diario espiritual de Santa Faustina:
«Deseo
amarte más de lo que nadie te haya amado nunca. A pesar de mi miseria y mi
pequeñez, he anclado firmemente mi alma en el abismo de tu misericordia, ¡Dios
mío y Creador mío! A pesar de mis grandes miserias, no temo nada y albergo la
esperanza de cantar eternamente mi canto de alabanza. Que ningún alma ni
siquiera la más miserable dude, mientras siga con vida, de poder ser muy santa.
Porque grande es el poder de la gracia divina».
«Creencias limitadoras» y
prohibiciones
Todo cuanto venimos diciendo permite evitar un concepto erróneo de la
aceptación de sí y de las flaquezas. Ésta no consiste en dejamos encerrar por
las limitaciones que consideramos tales y que, como ocurre con frecuencia, no
lo son en realidad.
A consecuencia de nuestras caídas y de la educación recibida (esa persona que nos ha repetido mil veces: «tú no llegarás», o «nunca harás nada bueno», etc.); a causa de los reveses sufridos y de nuestra falta de confianza en Dios, tenemos una fuerte tendencia a llevar inscrita en nosotros toda una serie de «creencias limitadoras» y de convicciones, que no se corresponden con la realidad, de acuerdo con las cuales nos hemos persuadido de que jamás seremos capaces de hacer esto o aquello, de afrontar tal o cual situación. Los ejemplos son innumerables: «no llegaré», «jamás saldré de esto», «no puedo», «siempre será así»...
Afirmaciones de este tipo nada tienen que ver con la aceptación de nuestras limitaciones; son, por el contrario, el fruto de la historia de nuestras heridas, de nuestros temores y de nuestras faltas de confianza en nosotros mismos y en Dios, a las que conviene dar salida y de las cuales es preciso desembarazarse.
Aceptarse a uno mismo significa acoger las miserias propias, pero también las riquezas, permitiendo que se desarrollen todas nuestras legítimas posibilidades y nuestra auténtica capacidad. Así pues, antes de expresarnos en términos tales como «soy incapaz de hacer tal cosa o tal otra», resulta conveniente discernir si esta afirmación procede de un sano realismo espiritual, o es una convicción de naturaleza puramente psicológica que deberíamos desechar.
A consecuencia de nuestras caídas y de la educación recibida (esa persona que nos ha repetido mil veces: «tú no llegarás», o «nunca harás nada bueno», etc.); a causa de los reveses sufridos y de nuestra falta de confianza en Dios, tenemos una fuerte tendencia a llevar inscrita en nosotros toda una serie de «creencias limitadoras» y de convicciones, que no se corresponden con la realidad, de acuerdo con las cuales nos hemos persuadido de que jamás seremos capaces de hacer esto o aquello, de afrontar tal o cual situación. Los ejemplos son innumerables: «no llegaré», «jamás saldré de esto», «no puedo», «siempre será así»...
Afirmaciones de este tipo nada tienen que ver con la aceptación de nuestras limitaciones; son, por el contrario, el fruto de la historia de nuestras heridas, de nuestros temores y de nuestras faltas de confianza en nosotros mismos y en Dios, a las que conviene dar salida y de las cuales es preciso desembarazarse.
Aceptarse a uno mismo significa acoger las miserias propias, pero también las riquezas, permitiendo que se desarrollen todas nuestras legítimas posibilidades y nuestra auténtica capacidad. Así pues, antes de expresarnos en términos tales como «soy incapaz de hacer tal cosa o tal otra», resulta conveniente discernir si esta afirmación procede de un sano realismo espiritual, o es una convicción de naturaleza puramente psicológica que deberíamos desechar.
A veces podemos sentir también la tendencia a prohibirnos determinadas
sanas aspiraciones, o bien ciertos modos de realizarnos a nosotros mismos, e
incluso algunas formas legítimas de felicidad, a través de una serie de
mecanismos psicológicos inconscientes que nos inclinan a considerarnos
culpables o a prohibirnos la felicidad.
Este hecho también puede tener su origen en una falsa representación de la voluntad divina, como si Dios quisiera privarnos sistemáticamente de todo lo bueno de la vida. Esto, desde luego, no tiene nada que ver con el realismo espiritual y la aceptación de nuestras limitaciones.
Es cierto que Dios nos pide a veces sacrificios y renuncias, pero también lo es que nos libera de los miedos y las falsas culpabilidades que nos aprisionan, devolviéndonos la libertad de aceptar plenamente todo cuanto de bueno y grato Él, en su sabiduría, quiere otorgarnos, animándonos y manifestándonos su amor.
Este hecho también puede tener su origen en una falsa representación de la voluntad divina, como si Dios quisiera privarnos sistemáticamente de todo lo bueno de la vida. Esto, desde luego, no tiene nada que ver con el realismo espiritual y la aceptación de nuestras limitaciones.
Es cierto que Dios nos pide a veces sacrificios y renuncias, pero también lo es que nos libera de los miedos y las falsas culpabilidades que nos aprisionan, devolviéndonos la libertad de aceptar plenamente todo cuanto de bueno y grato Él, en su sabiduría, quiere otorgarnos, animándonos y manifestándonos su amor.
Si en todo caso existiera un terreno en el que nada se nos prohibirá
jamás, es en el de la santidad. Siempre, claro está, que no confundamos la
santidad con lo que no es, es decir, la perfección externa, el heroísmo o la
impecabilidad. Pero, si entendemos la santidad en el sentido correcto (la posibilidad de crecer indefinidamente en
el amor a Dios y a nuestros hermanos), convenzámonos de que en ese campo
nada nos resultará inaccesible. Basta con no desanimarnos nunca y no ofrecer
resistencia a la acción de la gracia divina, confiando enteramente en ella.
No todos poseemos madera
de héroe; pero, por la gracia divina, sí tenemos todos madera de santo: es la
ropa bautismal de la que nos revestimos al recibir el sacramento que nos hace
hijos de Dios.
www.iterindeo.blogspot.com
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